Rubicon

Unir los puntos

Jack Bauer tirará la puerta abajo y se cargará a los terroristas, James Bond se ligará a la secretaria mientras fotografía los microfilms con sus gafas de sol y Jason Bourne, a su anfetaminado estilo, hará un par de llaves de jiu-jitsu antes de largarse sin dejar rastro. Por el contrario, Will Travers (James Badge Dale), un tipo tímido e introvertido con más pinta de funcionario que de otra cosa, se dedicará sin descanso aparente a bucear entre montones de papeles y a pensar mientras mira por la ventana. Porque Rubicon, la tercera gran apuesta de la cadena AMC tras Mad Men (Matthew Weiner, 2007-?) y Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008-?) y anterior a The Walking Dead (Frank Darabont, Charlie Adlard, Tony Moore, Robert Kirkman, 2010-?), no es una serie de espías, al menos no de los que suelen protagonizar películas y series de televisión. Se anunciaba, con bastante desatino, como la sucesora natural de 24 (Robert Cochran & Joel Surnow, 2001-2010, Fox), pero los adictos a la adrenalínica serie de Kiefer Sutherland se encontrarían con una inmensa desilusión, rayana en el aburrimiento, fruto del cual, probablemente, Rubicon fue cancelada tras su primera y única temporada. Son 13 episodios en los que la principal referencia de su creador Jason Horwitch (y de Henry Bromell, que se hizo cargo de la serie tras la extraña deserción del primero) son las grandes películas de los 70 sobre conspiraciones como El último testigo (Parallax View, Alan J. Pakula, 1974). Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976), o Los tres días del cóndor (Three Days of the Condor, Sydney Pollack, 1975) y las novelas de John Le Carré y Graham Greene. Desde los primeros planos del capítulo inicial se vislumbra su apuesta por un detallado análisis de personajes y situaciones bien distinto al vértigo del ritmo machacón de 24. Rubicon no se queda, sin embargo, en el terreno del homenaje: es una actualización más que necesaria en un mundo cada vez más dominado por las grandes corporaciones, esas élites anónimas que trafican con influencias para manejar a su antojo gobiernos y voluntades, generalmente con el único propósito de hacerse aún más ricos o ganar mayores cuotas de poder.

Tras un episodio piloto modélico y sugerente, dirigido por un Allen Coulter mucho más inspirado en su faceta televisiva que cinematográfica, se va desenrollando una intrincada trama en la que el protagonista se ve inmerso casi por accidente, al más puro estilo Le Carré. El ficticio Instituto de Política Americana (API) opera en una especie de limbo burocrático entre la CIA, el FBI y el aparato gubernamental de EEUU; una auténtica mina de oro para una conspiranoia en toda regla. El trabajo de Travers y sus compañeros es interpretar y filtrar los miles de informes que llegan a sus manos para decidir cuáles son los siguientes pasos a dar en materia de Relaciones Internacionales y conflictos a escala global. Y la apuesta de Horwitch y Bromell es ir desenrollando la madeja de esta conspiración lentamente, ofreciendo pistas y puntos de fuga sin favorecer en ningún caso los cliffhangers que tantos réditos dieron a series como Perdidos.

Según van avanzando los capítulos, el enfoque deja un poco de lado los hallazgos en crucigramas y demás vestigios documentales de algo que Travers apenas atisba a imaginar para centrarse en el día a día de los trabajadores del API y su sorprendente fragilidad emocional. La actitud del propio protagonista está marcada por la muerte de su mujer y su hijo en los atentados contra las Torres Gemelas. Todos ellos son tipos cerebrales, cuyo trabajo es analizar riesgos y potenciales vulnerabilidades de la política exterior norteamericana, pero ante todo son personas que también sufren crisis de ansiedad, tienen problemas de pareja o unos celos insanos por no ser debidamente promocionados. Rubicon explora las debilidades de cada uno de ellos y las consecuencias de sus decisiones, poniendo en entredicho la misma profesión a la que se dedican. Pero además de Grant, Miles o Tanya, hay dos fascinantes caracteres al frente del API. El metódico e inquietante Kale Ingram (Arliss Howard), ex agente de Operaciones Especiales de la CIA, que juega a la ambigüedad con Travers y con el espectador, confundiendo a uno y otros hasta no saber muy bien, incluso al final de la temporada, qué ases guarda todavía bajo la manga. El otro es Truxton Spangler (Michael Cristofer), el hombre que maneja los hilos y que, además de tener uno de los mejores nombres de ficción que puede uno recordar, se merienda literalmente a todos los que osan compartir plano con él.

La referencia a los thrillers políticos de los 70 no es sólo argumental. Los decorados, la ropa, la dirección artística en general logra descontextualizar la serie de la actualidad. Google no es una opción: el único ordenador realmente importante en la trama está en el sótano y contiene simplemente un archivo confidencial para cruzar datos, los móviles apenas tienen relevancia y todo lo dominan las montañas de papeles y las carpetas sin sello de Top Secret que pueblan las mesas de todo el edificio. Los mayores secretos no se guardan en discos duros, sino en lujosas carteras de piel. Es un lugar, situado en un Nueva York nada habitual, dominado por las pizarras, en el que un cerebro privilegiado, un lápiz y un papel son los principales instrumentos necesarios para localizar patrones y resolver las incógnitas que se van planteando. De ahí que los planos más repetidos a lo largo de la serie sean los de los actores pensando, mirando a través de ventanas y puertas, uniendo los puntos como dice Ed Bancroft, principal aliado de Travers para hallar la clave del complejo rompecabezas al que se enfrenta. Incluso cuando ciertas dosis de acción se introducen en el desarrollo de la serie, la resolución es parsimoniosa: la aparición de una pistola en manos del protagonista llega a suponer un sobresalto y deducimos que su presencia no es anecdótica. Como todo buen manual de guión debería recomendar, el arma acaba resultando crucial para salvar la vida de Travers. En el cine más reciente Michael Clayton (Tony Gilroy, 2007) sería la referencia, ya que bebe de las mismas fuentes y se sitúa en coordenadas similares para desentrañar una compleja intriga y denunciar, de paso, la impunidad en la que operan las grandes corporaciones.

La puesta en escena, sobria y deudora del trabajo de Gordon Willis en Todos los hombres… y El último testigo (incluido el guiño en el cuarto capítulo con la secuencia del parking) alimenta la paranoia y la sensación de aislamiento de los personajes, oponiendo espacios claustrofóbicos en los que todo está a la vista, con lugares abiertos en el que la sensación de estar siendo observados no desaparece. En la azotea del API, la conclusión del último capítulo deja varios cabos sueltos, pendientes de resolverse o complicarse, agrandarse y llegar a la conclusión de que el 11-S fue organizado por el propio gobierno yanqui, quién sabe, en una segunda temporada que jamás existirá. Quizá sea mejor así. En las series, como en la vida real, siempre quedan preguntas sin respuesta y Truxton Spanglers campando a sus anchas, decidiendo el destino del mundo con los pies sobre las mesas de sus lujosos despachos.