¡Qué alguien page el rescate del cine español!
No es Secuestrados una película agradable. No es lo que se quiere esperar del cine español. No es tontamente intelectual, no es chistosa ni chispeante chistorra con más grasa vegetal (de no moverse, de inmovilista, de enraizada en la tierra absurda de los lugares comunes de la mentira patria) que chicha charcutera. No es una exposición de palmitos, ni una ensalada de tópicos trémulos, pertrechados en infames juegos de espejos donde los vampiros se reflejan y se peinan así como poniendo cara de no me estoy peinando. No es resultado final sino solución de principios, no es palmadita en la espalda sino cuchillada en el hígado. No es aburguesado cine de prestigio parvo y pálido, desorientado en su acervo histórico pasado y despistado en su condición de artefacto panfletario, coyuntural y condicional de cariz antipopular sobre (desde) el capitalismo salvaje y enmascarado en cuentos de fruteros y cuentas de gerifalte. Secuestrados no es ninguna de estas cosas porque desde un principio pone carretera y mantra de su propia realidad nacional, es un ejercicio meramente cinematográfico que tiene tan poco miedo a desarrollarse sobre sí mismo como de no tener butaca en fiestas televisadas (con retraso en todas sus acepciones) donde se premia meritos tan poco artísticos como la docilidad o el borreguismo.
Secuestrados tira hacia delante como si de uno de sus planos secuencias se tratase, persigue el prúrito auténtico del cine de género más rompedor por ser simplemente algo frente a la nada cotidiana y acomodaticia del cine de autor sin alcance intelectual. Algo donde rascar, donde asirse en estos tiempos donde el cine español comercial no lo ve (ni se lo baja) nadie y el cine transcendental parece hecho por niños de 7 años con problemas extraescolares. Vivas no se entretiene a intentar marcar cada carta para recordar que la política de autores es una política como otra cualquiera, se detiene en el planteamiento, en la preproducción, en la estrategia (del miedo), en la formación, en el trabajo. En la razón fundamental de la autocrítica pura y seminal. Llega desde esa planificación a dos principios fundamentales para la praxis cinematográfica y sus estructuras básicas: el poder traducir el espíritu del guión con movimientos (o con la ausencia de los mismos) de cámara y descubrir en la imagen profundidad de conceptos que solo están esbozados (o no) en la letra escrita.
Porque como ya dijimos en Sitges mientras la gente se echaba las manos a la cabeza con la intrascendente A Serbian Film, Secuestrados se revelaba como una sorprendente mezcla entre la violencia extrema en mode asedio (lo que le sirve para citar a Haneke y Cimino mientras se conjura la contundencia moral y física de Siegel), el ejercicio autoral de sencilla imbricación entre forma y fondo mediante el uso exclusivo del plano secuencia y la parábola social desmesurada e inmisericorde de rabiosa actualidad y determinación. Eso que está en el guión pero no está en el guión que decíamos antes pero elevado a su máxima expresión: la puesta en escena. La apuesta por el plano secuencia es ya una declaración de intenciones sin parangón en nuestra cinematografía (Miguel Ángel Vivas divide en 12 planos el calvario de unos protagonistas que no perciben ningún corte en el advenimiento de su tragedia y destrucción.) El espectador se suma a esa docena de vivencias con el alma sobrecogida y los ojos medio tapados, sumergiéndose en una experiencia que juega con claves prestadas del documental y del reality (sin llegar a la exposición ontológica de Rec) para exorcizar así el olor de las palomitas y la cabeza del de la fila de delante.
Lo consigue y lo consigue innovando mediante una pirueta magnífica, y a contracorriente, como la pantalla partida. Es decir, nos conquista mediante el movimiento constante, el fuera de campo mutable y lo impredecible de la propia naturaleza de lo que sucede sin cortes, para, momentos después, dividirnos la pantalla multiplicando así nuestros miedos. Cuestión de las matemáticas y de la exactitud de las propuestas que se basan en el beneficio de la película y no la impronta de un autor. Tanto es así que Vivas lo hace dos veces pero con naturalezas distintas. La primera para seguir en paralelo dos acciones distintas que complican la trama. La segunda para seguir el encuentro de una acción en una línea espacial que parece resolver los problemas. Tanto una como otra son más que eso, ya que realmente se tratan de claves maestras para corroborar que en todo divertimento las reglas están para cambiarlas.
Vivas también juega con el cambio de roles sociales que provoca el retrato que se hace de una familia que puede ser como la nuestra (todos tenemos una) pero no lo es. Y ese es otro de los grandes logros conseguidos: la falta de empatía con Jaime, Marta e Isa es premeditada y estudiada mediante detalles sutiles. En ningun momento se les retrata de manera negativa pero la presentación de personajes, aséptica y distante, hace que, junto a la notable labor de sus actores principales, se allane el terreno a lo que está a punto de suceder. Porque realmente esos personajes son, a su manera, representativos de tres de los males oficiales de un país a la deriva: el empresario con valores del estado pero sin valores de la vida, el servilismo anacrónico de la mujer en una sociedad en la que su papel se limita a dominar con mano masculina solo pequeñas provincias de la convivencia y la falta de motivaciones y el espíritu de lucha de una juventud caprichosa que parece estar sólo de paso. Un país a la deriva que se encierra en el tesoro que ha usurpado mientras conecta el aire acondicionado y la televisión por cable. No es de extrañar que los que vengan a darle la vuelta a la situación sean los colectivos sociales más desamparados ante la situación. Emigrantes y obreros (el chico de la mudanza) que quizá podrían dar una vuelta a la situación mediante al uso razonado (¿y razonable?) de violencia como ha sucedido, por ejemplo, en Grecia. Apuntes desaforados, tesis radicales, lo que quieran, pero que abre el abánico de las lecturas y te golpea con él en la cabeza.
Un golpe también es poder pagar el rescate del cine español con películas de género tan íntegras como efectivas. Lo malo es que conociendo el cine español se querrán quedar incluso con ese dinero y cobrarnos un canon por mirar hacia otra parte.
Magistral, Lolo, como siempre.
Leyendo una crítica tan estupenda como la tuya, lo que más me gustaría decir es que suscribo línea a línea tus apreciaciones. Pero no es así, sino —y en más de un sentido— lo contrario.
En primer lugar, donde tú ves personajes «representativos de tres de los males oficiales de un país a la deriva» yo veo una escritura deficiente de los personajes, que ni siquiera llegan a consolidarse como arquetipos reconocibles de un mal social. ¿El empresario con valores del estado pero sin valores de la vida? Lo siento, pero no lo encuentro por ningún recoveco. Me parece más una apreciación tuya acerca de achaques sociales que podríamos asociar a los protagonistas de Secuestrados que a lo que el film muestra y demuestra.
El plano secuencia es un recurso que, entre otras cosas, sirve para unificar una serie de acciones, otorgándoles una unidad espacio-temporal que potencie el valor dramático de lo expuesto. Creo que en la peli de Vivas lo mismo habría dado recurrir más frecuentemente al montaje, ya que los sucesos que unifican los planos secuencia son unos que podrían haber sido otros cualquiera. Donde tú ves orden y cohesión, yo veo cierto arbitrio.
El distanciamiento, como tú mismo dices, es un recurso intencionado. Muy bien: pero es que la escritura de los diálogos resulta tan rutinaria, el desarrollo de las situaciones tan falto de imaginación y lógica, y la resolución escénica tan inane que, más que distanciarme, Vivas logra que me desentienda de todo lo que está pasando.
Por otro lado, no veo tan clara, tampoco, la posición ideológica de la película. Es cierto que parece decidida a constatar estos tiempos que vivimos, pero no creo tanto en esa revancha de los desarrapados frente a unos ricos que se han tapado los ojos para no ver. Seré simple, pero para mí son dos albanos (uno de ellos cocainómano) y un español secuestrando a una familia pudiente. Y más allá de robarles, disfrutan torturándolos física y psicológicamente para, finalmente, acabar absurdamente con ellos en una venganza sin otro sentido que el de producir un impacto inmediato en el espectador. Porque ese desenlace demuestra lo que son, para el director, sus personajes: meros vehículos para generar incomodidad y repulsión. Asesinatos disparatados y decisiones descabelladas que de mi parte sólo han recibido la más absoluta frialdad y un plus de rechazo. Propongo otra perspectiva: el español es el menos cruento de los asesinos, el que se autoproclama «distinto a ellos» y el que se desentiende, finalmente, de la locura. Inquietante, sí, un rato.
Por último, quiero decir que, por tantas cosillas leídas y escuchadas sobre la peli, esperaba encontrarme con algo, al menos, aceptable. Ojalá pudiera ser tan entusiasta como vosotros…
Un abrazo, Lolo,
Ignacio.