Valor de ley

Cosas que dejamos atrás

Valor de ley, de Henry Hathaway: ¿Una película anacrónica?

En 1969, el orfebre Henry Hathaway, director ligado al sistema de producción del antiguo Hollywood, firmó una película extraña en relación a su coyuntura espacio-temporal. Cuando se estrenó Valor de ley (True Grit, 1969), ya habían pasado por las salas estadounidenses El hombre que mató a Liberty Valance (The Man who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962) Grupo salvaje (Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969), Un hombre (Hombre, Martin Ritt, 1967) y El último atardecer (The Last Sunset, Robert Aldrich, 1961), películas que fraguaron lo que hoy conocemos como western crepuscular, y que generaron mutaciones en el alma del género para modernizarlo, llevándolo a la redefinición de sus bases a través de un mayor grado de autoconciencia narrativa y retórica.

En este contexto, Valor de ley (1969) se presentaba como un producto engañosamente anacrónico que funcionaba, sin embargo, como la paradójica tentativa de un clasicismo ya en declive por reafirmar su territorio y su vitalidad frente a una serie de películas que insistían en exhibir los últimos días del salvaje oeste sirviéndose de un lenguaje subversivo y renovador. De esta forma, en la obra de Hathaway nos encontramos con la constatación viviente de un punto y final personificado por el ya anciano John Wayne, mito e icono de una forma de entender el cine que agonizaba. En una película cuyo núcleo temático es la muerte, y en la cual la sepultura es la encargada de honrar a los individuos, no podemos dejar de pensar que el cineasta trataba de dar un digno entierro a un cine que ya sentía a los buitres planear sobre su cabeza.

Los escombros del clasicismo

La película de Joel y Ethan Coen es el resultado de un perspicaz diálogo entre la novela de Charles Portis y la adaptación efectuada por Henry Hathaway. En principio, bien podríamos creer que es una traslación lisa y llana del material literario de partida, pero secuencias tan breves como sustanciales desmienten ésta lectura. La continuidad temática con sus películas más personales resulta del todo coherente: vuelven a discurrir acerca de un país enterrado en un eterno desconcierto moral. El viaje de Mattie Ross (inolvidable Hailee Stenfield) se encuentra a medio camino entre la gesta bíblica (con la feroz poesía del Antiguo Testamento bíblico) y la banalidad de una hazaña dudosamente satisfactoria, tanto ética como personalmente.

Los cineastas relatan un cuento de iniciación tenebroso y tierno, que es también, y sobre todo, la historia de los vínculos que la experiencia trabará entre Rooster Cogburn y Mattie Ross, personajes solitarios e incomprendidos en un período de grandes permutaciones políticas y económicas. Pero si en la película de Hathaway los personajes salían ilusoriamente intactos de sus duras experiencias, los Coen recuperan el epílogo de la novela de Portis en toda su amarga dimensión: Mattie pierde un brazo por el camino y Cogburn acaba reducido a tragicómico títere en una barraca de feria. Precisamente, las magníficas interpretaciones de Matt Damon y Jeff Bridges sitúan a sus personajes en un delicado equilibrio entre la parodia de arquetipos y la añoranza de un mundo perdido. Y a lo largo de la marcha, el clasicismo del relato se quiebra para dejar emerger imágenes y personajes sólo comprensibles desde la ensoñación, haciendo de esta travesía un recorrido por las espectrales ruinas del western, donde cohabitan referencias a su vertiente clásica, al western crepuscular e incluso al spaghetti western.

En una inteligente maniobra, los hermanos Coen eliden el prólogo del film de Hathaway, farragosamente explicativo, haciendo de él una estilizada y brillante apertura al tiempo de la evocación. Valor de ley nos introduce en el relato a través de un sugestivo encuadre en negro que va iluminándose progresivamente hasta componer una melancólica y difusa estampa: un hombre yace muerto en el suelo bajo una copiosa nevada, mientras suena una conmovedora melodía y la voz en off —que pertenece a la narradora y protagonista, como sucede en la novela de Portis— emerge de la oscuridad para reconstruir lo sucedido tiempo atrás: un maleante llamado Tom Chaney robó y asesinó a su padre cuando ella tenía catorce años. Hemos penetrado en el espacio brumoso del recuerdo. Un recuerdo que será tanto íntimo como cinematográfico, entendido como visita a un desierto habitado por sombras que a duras penas logran constituirse en personajes, retazos de un clasicismo pretérito que sobrevive fragmentariamente.

Ethan y Joel Coen, a diferencia de Hathaway, no pretenden ofrecer un funeral honorífico al género, porque ya fue enterrado tiempo atrás. Su labor es constatar los fantasmas que lo pueblan y que resurgen en las imágenes de Valor de ley, buscando la equidistancia entre lo afectivo y lo autoparódico. Pero al igual que Hathaway, aunque con intenciones marcadamente distintas, vuelven a hablarnos de la dolorosa nostalgia por lo que dejamos atrás, ya sea un magullado ranger de Texas, una moneda de oro de California o el sueño del cine clásico. El tiempo se nos escapa.