VII Punto de vista

Deeper into movies

El cine de la crisis ha llegado, o al menos un cierto cine de la crisis. Un cine sobre los caminos posibles para entender como hemos llegado a esta situación y, sobre todo, definir cual es esta situación. No hablamos ya de salir de ella, puesto que con los elementos de que disponemos ahora mismo parece imposible. Como Helmholtz, el personaje de aquella novela, los cineastas y los que ocasionalmente escribimos sobre cine movemos la cabeza entre indecisos y desconcertados, tratando de hallar una forma, una idea o un discurso. Los intensivos días transcurridos en el cine hacen pensar que la necesidad de expresarse sigue intacta, a pesar de todo.

El colapso económico, social e institucional queda reflejado, de una manera u otra, en la gran mayoría de los filmes proyectados en esta séptima edición de Punto de Vista, salvo quizás, de manera significativa, en la película inaugural, Nénette. A menos que queramos interpretar una fábula ecologista y reivindicativa de los derechos de los animales en ella, lo que en parte también es, la película protagonizada por esta Megan Fox del zoo del Jardín des Plantes de París nos habla sobre todo de nuestra condición humana.

En cambio, las obras del núcleo duro del festival, es decir, la Sección Oficial y La Región Central (exceptuamos los ciclos de carácter revisionista), más apegadas a los acontecimientos del presente, presentan un panorama social muy desdibujado ―Erie, Make it New John, Talking Heads (Fathima Nizaruddin, 2010)― en el cual las instituciones gubernamentales brillan por su ausencia, en el mejor de los casos, o directamente conspiran en contra del ciudadano, en el peor. En este ultimo sentido, Vapor trail se yergue como la summa de todos los desastres.

En este mundo en permanente transformación abunda la presencia del nómada, delante y detrás de las cámaras. El vasco Ion de Sosa rueda Berlín, la norteamericana Naomi Uman regresa a Ucrania, Mekas y Guerín filman sus viajes, así como Andrés Duque. Castaign-Taylor nos muestra el trabajo de una pastora; Everson, de manera sutil, el movimiento de la sociedad afroamericana en busca de trabajo y oportunidades. Schmitt y Lynch, sin ironía ni critica, el rudo mundo de los últimos cazadores de bisontes.

En realidad, ninguna de las películas vista resuelve nada ni plantea ninguna solución. Ni ningún conflicto, si vamos al caso. No hay teorías. El cine militante parece desterrado del ámbito artístico, o al menos esa es la impresión que da si nos atenemos a lo visto estos días en Pamplona. Es como si la solución fuera a revelarse mediante la práctica del trabajo, cinematográfico o no, y la reflexión acudiera después a nuestra mente. Todo está por ver.

The Last Buffalo Hunt, de Lee Anne Schmitt & Lee Lynch (EE.UU., 2010)

En el epílogo de la recién estrenada True Grit, los hermanos Coen certifican la decadencia de los mitos del far west y su reconversión en circo temático, en su propia (e involuntaria) parodia patética. Tras la revelación que supuso California Company Town (2010), Lee Anne Schmitt, en colaboración con Lee Lynch, se desplaza al estado de Utah, donde vive una de las escasas manadas de búfalos en libertad, para documentar su caza, y sobre todo a aquellos que la practican tratando de imitar el viejo american way of life. Entre chistes racistas (con el presidente Obama como protagonista de alguno de los más crueles), el grupo retratado, que sueña con hacerse la foto junto a un bisonte abatido y llevarse a casa su cabeza, se lamenta por la pérdida de algunos de los valores que consideran cruciales para su país desde una perspectiva netamente conservadora. La pareja de directores evita todo subrayado irónico ante unos personajes que se definen perfectamente a sí mismos y a los que es suficiente con ceder la palabra y observar, siguiendo una estrategia análoga a la de trabajos como Jesus Camp (2006, Heidi Ewing & Rachel Grady). El film incluye silenciosos pero certeros apuntes sobre la perversión que aporta la hipertecnología aplicada a las tradiciones (convirtiéndolas en su reverso siniestro), así como sobre el culto (mercantil e ideológico) a la violencia, y la insensibilidad al dolor que anida en una parte de la sociedad estadounidense.

 

Gravity Was Everywhere Back Then, de Brent Green (EE.UU., 2010)

La stop-motion, surgida en los albores del cinematógrafo, sigue siendo una técnica empleada a menudo por los jóvenes creadores del presente, dado que sus cautivadores resultados visuales parecen inimitables por cualquier otra vía. El artista visual Green, afincado en Pensilvania, lleva ya años curtiéndose en el arte de la animación fotograma a fotograma a través de sus cortometrajes, si bien su salto al largo, presentado en la Sección Oficial, se nos antoja como insatisfactorio fundamentalmente por dos motivos. El primero tiene que ver con la técnica empleada. Aunque es incuestionable el esfuerzo realizado, da la impresión de ser una stop-motion obtenida, en ocasiones, a partir del corte de fotogramas tras rodar tomas de longitud más o menos estándar, lo cual le resta discontinuidad. Por poner un ejemplo concreto, se echan de menos más secuencias como la del accidente de coche en el que se conocen los protagonistas, donde la técnica sí se aprovecha a pleno rendimiento para romper las leyes de la lógica realista. Por otro lado, el argumento resulta un tanto desdibujado, y contiene una serie de motivos oníricos y románticos que podrán agradar más o menos en función del gusto del espectador, aunque devienen difusos. En todo caso, la sensación final es que seguramente tanto el aspecto visual como argumental funcionarían de una forma más armoniosa y plena si la duración se hubiese limitado a la de un corto o mediometraje.

Erie, de Kevin Jerome Everson (EE.UU., 2010)

Difícil escribir sobre una película como Erie. Sobre todo si uno la vio sin saber nada de las intenciones de su realizador, quien llegaba con el Premio del Jurado del Festival de Toronto bajo el brazo. La película está compuesta por una serie de planos-secuencia de poco más de diez minutos de duración. Algunos son prácticamente fotografías, como el inaugural, que muestra a una niña junto a una vela. Otros incluyen diálogos y acciones, pero en general resulta problemático, sin disponer de información a priori, leer mucho más allá de las sensaciones empíricas que provocan, aunque salta a la vista que estamos ante el retrato de una comunidad afroamericana. En la rueda de prensa, Everson explicó que se trataba de una reflexión sobre los movimientos migratorios, del Sur al Norte, de la población negra en Estados Unidos, de los trabajadores que viven en las inmediaciones del lago Erie, y de un viaje marítimo final rumbo a Canadá. Explicaciones sin duda más que respetables, pero que ofrecen una interpretación que no surge, en su mayor parte, de las imágenes y sonidos de la película. Tal vez nos hallemos ante un trabajo que necesite de un acompañamiento en forma de texto complementario para ser apreciado en mayor medida (lo cual no tiene por qué ser un demérito), pero lo cierto es que suscitó apasionantes debates sobre la imagen y el discurso fílmico tras su proyección pamplonesa, algo que dista de suceder siempre.

Color perro que huye, de Andrés Duque (España, 2010)

Film Socialisme, la exuberante última obra de Godard, consigue esbozar un sustancioso mapa de la situación política y cultural del presente. Con todo, y pese a la ambición del retrato universal, Godard no puede evitar seguir pincelando su propio autorretrato, resituando su figura en el marasmo contemporáneo. En cierto modo, el primer largometraje del creador audiovisual Andrés Duque puede considerarse como complementario al film de Godard, pues en su caso parte de la experiencia puramente subjetiva, pero no para elaborar tanto un diario personal íntimo (ni mucho menos exhibicionista de manera gratuita) como reconstruir para los espectadores su experiencia en el mundo, a través de sus inclinaciones artísticas y estéticas, sus orígenes, sus vivencias, sus compañías y su manera de enfrentarse con el material que ha ido recopilando durante los años. Retratando lo personal, Duque consigue llegar a lo global (o a la perplejidad que provoca), y propone un viaje que, siempre que uno no se empeñe en buscarle un sentido unívoco (que no creo que tenga, ni tiene por qué tener), genera reflexiones de primer orden existencial, fascina, y da esperanzas al cine hecho de manera completamente independiente (el cineasta y su cámara enfrentados al devenir de lo real). Tres revelaciones impagables: Los agujeros de los tacones de las prostitutas en las aceras, la arrebatada deglución de cromos de razas humanas y el travelling por la Catalunya en miniatura… Y hay muchas más.

Daughter Rite, de Michelle Citron (EE.UU., 1979)

El ciclo Lo personal es político, dedicado a las intersecciones entre documental y feminismo y comisariado por Elena Oroz con la colaboración de Sophie Mayer, permitió redescubrir, entre otras piezas, este mediometraje fechado en 1979. En él, Citron emplea grabaciones reales registradas en formatos domésticos para denunciar el modo engañoso en que dichas imágenes de la felicidad pretenden imponerse, al cabo del tiempo, como el único recuerdo veraz de la idiosincrasia familiar, negando cualquier aspecto turbio. También añade varias escenas interpretadas por dos actrices profesionales (que no lo parecen, como prueban secuencias como la de la conversación durante la preparación de una ensalada, de verosimilitud y complicidad insólitas), que escenifican una historia imbricada a partir de testimonios auténticos de decenas de mujeres con experiencias familiares más o menos traumáticas. A todo ello añade una narración en off que allana la comunicación entre los distintos materiales puestos en juego, y a la que hay que sumar asimismo la propia experiencia de la directora, que mantuvo una relación problemática con su madre a lo largo de su vida. El juego de espejos no tarda en dar frutos en forma de iluminación de la trastienda del sueño americano y del modo en que la institución familiar, entendida como núcleo orientado al cultivo de ciertas apariencias de decencia, puede negar o atentar contra los derechos fundamentales de las personas, llegando incluso a encubrir el crimen.

 

Vapor Trail (Clark), de John Gianvito (EE.UU., 2010)

John Gianvito es un resistente con conocimiento de causa, como prueba su admiración (o relación directa con) autores como Travis Wilkerson, Peter Watkins, Claire Denis, Jay Rosenblatt o Hou Hsiao-hsien. También lo prueba su forma de entender el cine, no dando nunca la espalda a la realidad ni tampoco simplificándola o pasando de puntillas sobre ella, lo que explica que haya decidido dedicar más de cuatro horas de metraje a la población civil filipina que vive en los alrededores de antiguas bases estadounidenses y se ha visto gravísimamente afectada por la contaminación que la actividad militar dejó tras de sí. El cineasta indaga en la cuestión mediante el uso de una sencilla pero efectiva gramática que enlaza con el Godard de las Histoire(s) du cinéma, resultando quizás menos lírica y alambicada, pero igualmente trufada de asociaciones y analogías reveladoras, arrojando resultados que devienen asimismo didácticos en el sentido que lo fueron algunos films de Rossellini, los cuales permitían ver el funcionamiento de las cosas por dentro. Una película hipnótica (hay un plano secuencia/tour de force de más de quince minutos en el que Gianvito permite observar un atardecer en directo) que evidencia el, no por silenciado menos devastador, legado de entidades que operan impunemente dentro sistema sociopolítico occidental, para quienes algunas vidas humanas no valen absolutamente nada. Gianvito niega la palabra a estos poderes fácticos y la cede a quienes sufren su indignante falta de escrúpulos.

48, de Susana de Sousa Dias (Portugal, 2009)

En su documental Natureza morta (2005), Susana de Sousa recuperó imágenes del período dictatorial portugués conocido como estado novo, que se prolongó durante cuarenta y ocho años. Mientras preparaba aquel film, la directora tuvo acceso al archivo de fotografías de la policía del régimen, las cuales muestran a presos políticos que sufrieron abominables torturas y vejaciones durante su cautiverio. En 48, escruta ceremoniosamente algunos de aquellos impersonales y rutinarios retratos oficiales, que acompaña de estremecedores testimonios de supervivientes, que en ocasiones retumban sobre una pantalla completamente en negro. No es nuestra intención quitar mérito ni interés a este trabajo, ni tampoco cuestionar su rotundo compromiso con los damnificados y su lucha contra el olvido, pero dado que consideramos que la labor del analista cinematográfico ha de pasar por la interpretación racional de aquello que ve, más allá del grado en que sea conmovido, nos atrevemos a plantear algunas cuestiones: ¿Dónde está la frontera del sensacionalismo? ¿Puede calificarse la pantalla en negro como un elemento efectista, en tanto su objetivo pasa por tocar la fibra sensible del espectador? ¿Podría tacharse el planteamiento del film de cómodo, dado que camina sobre seguro (y persiste en un posicionamiento que nadie, incluidos nosotros mismos, se atrevería a cuestionar, lógicamente), un poco, y salvando todas las distancias del mundo, como hiciese Spielberg en Schindler’s List?

The Arbor, de Clio Barnard (Reino Unido, 2010)

Con sólo diecinueve años, la dramaturga británica Andrea Dunbar vio estrenada en el Royal Court Theatre londinense su primera obra, titulada The Arbor en referencia a un vecindario del norte de Inglaterra. La pieza trata sobre una adolescente embarazada y su tormentosa relación con su intransigente padre, algo extrapolable a la propia condición de madre soltera (y problemática) de Dunbar, quien falleció repentinamente antes de alcanzar la treintena. La película de Clio Barnard no es una adaptación de la obra de Dunbar, aunque contiene varios fragmentos interpretados en plena calle por lo que parecen ser actores no profesionales. Sin embargo, el film se centra mayormente en el presente de sus hijas, Lorraine y Pamela Dunbar, quienes aportan su auténtica voz a la película, aunque en lugar de aparecer en pantalla, sus persona(je)s son encarnados por actrices que acompasan sus expresiones (que pueden definirse como brechtianas dada su discreta gestualidad, y el distanciamiento que imponen) al audio del testimonio documental. Semejante mixtura de estrategias enunciativas, más compleja de lo aparente, ofrece mayor interés en la primera mitad del film, en la que se incluye también material de archivo televisivo sobre Andrea, que en su parte final, que acumula densas capas en forma de testimonios de las no por reales menos folletinescas desgracias que acompañaron a las descendientes de la autora.

Nénette, de Nicolas Philibert (Francia, 2010)

«Las películas son como los crímenes. Hay algunas que se hacen con premeditación, y otras sin ella. Nénette pertenece al segundo grupo». Con estas palabras, Nicolas Philibert, presentaba al público su última obra, sobre una orangután (a la que da título el film) que lleva viviendo en cautiverio en el Jardin des Plantes parisino desde 1972. La propuesta pasa por encadenar planos de la simia observada a través del cristal (y en ocasiones entrever el reflejo de la gente que se detiene a contemplarla), y al mismo tiempo escuchar las conversaciones de cuidadores, guías y visitantes. Aunque el cineasta niegue todo cálculo intencional, no cabe duda de que persigue fomentar la meditación en el espectador, logrando que el film admita lecturas que van del ecologismo y la defensa de los animales, a la constatación del aburrimiento de quien vive con las necesidades básicas cubiertas y sin nada que hacer, o la incapacidad del ser humano de separarse de su reflejo bestial, por mucho rechazo que le provoque. En el fondo la orangután es un voluminoso cuerpo que no hace sino devolver una acertada imagen de sí mismos a quienes hacen comentarios sobre ella, ya sean de burla, cariño, curiosidad, miedo o compasión. De algún modo todos somos Nénette, encerrados en nuestra rutina, despojados de nuestros instintos, sintiéndonos observadores y observados, hablando con un cristal y considerándonos el centro del universo. El film de Philibert es ante todo una afinada exploración antropológica del hombre occidental contemporáneo.

Alejandro Díaz Castaño

Correspondencia, de Jonas Mekas y José Luis Guerín

Una obra todavía inacabada, en proceso. Inconexa y desigual por su misma naturaleza ―dos cineastas incomparables, forzados a establecer un encuentro―, está lejos del desastre que, confieso, preveía. Es el cineasta español el que, como siempre en esta serie de diálogos (recordemos algunos: Erice / Kiarostami, Lacuesta / Kawase…), inicia el intercambio de epístolas, quizás en un tono excesivamente grave, solemne. La respuesta es contundente y vitalista. En el fondo ambos hablan del amor al cine, pero de una manera tan diferente…José Luis Guerín continua formal y temáticamente en el camino trazado en Guest (2010), un video-diario en blanco y negro de sus viajes por festivales y los retratos de las personas que conoce en estos. Jonas Mekas continua a lo suyo, aunque esta vez no cuenta con la ventaja del trayecto largo que tanto le beneficia, ni en el tiempo filmado ni en la duración del filme. La acumulación característica de sus películas se convierte aquí en algo más explicativo, más urgente, y pierde fuerza. Guerín en cambio pasa con mayor facilidad de la necesaria del sincero homenaje a la poesía más discutible ―prefiero no ver algo social en determinados planteamientos, sería demasiado grosero―. Esperamos ver pronto el proyecto finalizado.

Alda, de Viera Cákanyová (Rep. Checa, 2009) / Translating Edwin Honig, de Alan Berliner (EE.UU., 2010)

Dos películas que hablan de la misma enfermedad y en el mismo tono desdramatizado.  El Alzheimer, la memoria que se desvanece y como filmar los recuerdos que se escurren como agua entre los dedos. La película de Cákanyová es un relato en primera persona sobre los efectos devastadores de la enfermedad, realizado con el objetivo imposible de almacenar fuera de la mente de la protagonista los recuerdos y así, en caso de que sea necesario, poder acudir a ellos en la pantalla del televisor. Berliner, por su parte, retrata al poeta Honig surcado de arrugas, canoso, hundido en un sillón, absolutamente perdido como en una biblioteca borgiana en el ritmo de las oraciones y en la sonoridad de las palabras. Ni todas las lagunas de su memoria han conseguido hacer desaparecer al poeta. Quizás abusa de algunos efectos de montaje en su búsqueda de la comicidad, algo que no ocurre en la obra de la joven cineasta eslovaca, que se debate entre el ocasional lirismo y la actitud punk de su protagonista como vías de escape a la represión del comunismo tardío, en apariencia superado pero siempre presente como un lastre.

True Love, de Ion de Sosa (España, 2010)

Las situaciones se repiten. El lugar de trabajo, las cuatro paredes de una habitación, algunas calles de Berlín. No hay historia que contar. A Ion de Sosa no le interesan los acontecimientos que llevan a esto o aquello, seguramente porque tampoco los hay. Hay una chica que le deja, y un trabajo, unas paredes, unas calles. Como si se tratase de Joe Necchi, solo puede filmar su propia vida. Es un largometraje irregular, lleno de espacios vacios y de momentos vacios, compuesto por imágenes tomadas por sus amigos, por secuencias de un corto bizarro que nunca llegó a materializarse completamente y que decidió incluir en este largometraje, por una endoscopia bastante desagradable ―que le granjeó una curiosa nota en la taquilla del cine: “True Love contiene imágenes que pueden herir la sensibilidad del espectador”―, por secuencias filmadas en 16 mm junto a su chica cuando ya no era su chica. Así que efectivamente, para los que nos lo estábamos preguntando, en el celuloide y en la vida ya no queda espacio para el amor, solo para la recreación artificial del amor, como en una película de Antonioni.

Robinson in Ruins, de Patrick Keiller (Reino Unido, 2010)

 

Una de las películas del Festival. Partiendo de la (falsa) premisa de unas cintas de video encontradas, Keiller elabora un discurso avasallador sobre el nacimiento y el desarrollo de la sociedad capitalista en Inglaterra. Jugando con la presencia/ausencia de este particular náufrago, invocado mediante la prodigiosa dicción de Vanessa Redgrave, la película construye, mediante planos fijos, un mapa emocional a través del paisaje (urbano y rural), a través de la naturaleza y de la intervención del hombre en ella, para hacer brotar de ellos (como si se tratase de una magdalena mojada en té) los conflictos sociales, legislativos, económicos…que han tenido lugar en la isla, y fuera de ella, en los últimos dos siglos y medio. Las ruinas (metafóricas o reales) no son inocentes, viene a decir el director, hablan de relaciones de poder, de deseos de cambio y de conquistas, pero hay que saber interpretar los signos, puesto que siempre van a existir las personas interesadas en que transcurra el tiempo y todo eso se olvide. La secuencia de la araña tejiendo su tela mientras la voz en off detalla la caída programada de las grandes corporaciones financieras en 2008, origen de la actual crisis, es de una clarividencia apabullante. No se puede explicar mejor.

 

Ukrainian Time Machine, de Naomi Uman (2008)

La cineasta norteamericana formaba parte del jurado del Festival este año y con muy buen criterio se aprovechó para mostrar al público pamplonés su proyecto más reciente. Hace cuatro años se trasladó al pueblo del que eran originarios sus bisabuelos en Ucrania y todas las obras, cortos y largos, que ha hecho en aquel lugar se engloban en esta refrescante Máquina del Tiempo. Kalendar (2008) es un breve filme lirico dedicado a capturar imágenes y sensaciones de cada uno de los meses del año. Unnamed Film (2008), la película larga de la sesión, se dedica a mostrar el mundo que se encuentra la directora a su llegada a su nuevo país de residencia. Sin que pretenda elegirlo, por el simple hecho de estar allí presente, se le impone la tarea de retratar la vida cotidiana de las mujeres del pueblo. Con una cierta alegría ingenua, con sorpresa, se desgranan los trabajos que logran que todo en ese ecosistema funcione (la cocina, la atención al ganado, la venta de productos en el mercado), así como los momentos de ocio y las relaciones comunitarias. Recuerda, cómo no, a la manera de Mekas (Reminiscences of a journey to Lithuania, 1972), también en el uso asincrónico del sonido. Fue una pena no poder asistir a la segunda de las sesiones programadas para completar este recorrido.

Get out of the car, de Thom Andersen (EE.UU., 2010) / Podwórka, de Sharon Lockhart (EE.UU., 2009)

La Región Central es el espacio que el Festival dedica a las propuestas más experimentales y rompedoras. Una de las sesiones más atractivas dentro de esta sección incluía una pieza de Thom Andersen (autor de Los Angeles plays itself, 2003) una de Sharon Lockhart (autora de Double tide, 2010), una de Lucien Castaign-Taylor (Hell Roaring Creek, 2010, coautor de Sweetgrass, 2009, Premio del Público en este Festival el pasado año) y una breve obra del cineasta vasco Mikel Zatarain, Lanbroa (2010). La película de Andersen se despliega de nuevo por su ciudad fetiche, Los Ángeles, aunque huye del recurso obvio de las panorámicas desde el coche para detenerse en la observación del paisaje urbano, en una serie de planos fijos sobre carteles de publicidad, graffitis o establecimientos, puntuados por divertidos diálogos. La película de Lockart ―patio trasero, en castellano― muestra la apropiación que realizan los niños de estos no-lugares, donde recrean sus propios espacios de aventura y misterio. Con un magnetismo absorbente, casi podemos palpar la maquinaria infantil elucubrando los juegos. Magnetismo es lo que posee también el corto de Castaign-Taylor, sobre un rebaño de cientos de ovejas cruzando un arroyo de Montana justo cuando amanece, capturando un momento de autentico arrebato.

Make it New John, de Duncan Campbell (Gran Bretaña, 2009)

Con escribir DeLorean ya está casi todo dicho. Este nombre puede evocar tanto la locura empresarial capitalista como un universo cinematográfico cuasi autónomo, cuando no ambas cosas a la vez. La película de Campbell no es un filme biográfico al uso; comienza mudo y poco a poco se va desperezando el sonido, como si la película tuviese que aprender a hablar para decir lo que tiene que decir. Después, con imágenes de archivo, vemos como se construye el despropósito del exitoso ingeniero de General Motors, la ambición de fabricar un coche deportivo espectacular. La fabrica se ubica en una zona empobrecida del norte de Irlanda, con la connivencia de los políticos, que ofrecen todo tipo de facilidades y grandes cantidades de dinero al empresario norteamericano sin hacer una sola pregunta, en busca del voto de la clase obrera. Por supuesto todo se va al traste con la llegada de Thatcher al gobierno y sus recortes. La fábrica cierra y el mito sienta las bases, agigantado años después por Zemeckis. La película se cierra con un plano falseado de una supuesta entrevista a trabajadores de aquella fábrica que se encierran en ella como señal de protesta por los despidos.

Young Filmmakers Rediscovered

Una de las sorpresas del festival, sin duda. La sesión organizada por Gabe Klinger pretendía exponer algunas de las películas realizadas por un grupo de jovencísimos cineastas a finales de los 60 y principios de los 70 en Nueva York, dentro de un proyecto social para alejar a los adolescentes de las calles, de las drogas. Y, para asombro general, estas películas transmitían la mayor proporción de libertad, ilusión y entrega por fotograma de todas las proyectadas. Ajenos a tendencias y conceptos, estos cineastas filmaban su propia vida tal y como ellos la experimentaban, con un gran sentido natural del ritmo y de la puesta en escena. Young Braves (Michael Jacobsohn, 1968),  muestra el callejeo sin rumbo de un grupo de jovenzuelos que se colocan esnifando pegamento, y sería la envidia del primer Scorsese. The Potheads in let’s get nice o The end (ambas de Alfonso Sánchez Jr., 1968) se recrea sin coartadas y con una amoralidad a prueba de bombas en el disfrute de la marihuana por parte de este grupo de amigos. Cuanto más vemos, más nos queda por descubrir.

Miguel Gil

EE.UU.