«La historia es una hábil coordinación de sospechas»
Después de charlar con Raúl Ruiz (Puerto Montt, Chile, 1941), uno no puede dejar de pensar que antes de ser Raúl Ruiz, Raúl Ruiz fue Jorge Luis Borges. Hasta tal punto ambos comparten un idéntico sentido del relato, una pasión fabuladora irrefrenable. “Toda historia es inmortal: eso dicen al menos todas las de Raúl Ruiz”, escribió Serge Daney, uno de los mayores admiradores del cineasta chileno. Y es que, a lo largo de su obra extensísima, que desafía toda clasificación y frontera geográfica, Ruiz recoge la herencia de una larga estirpe de grandes narradores, de Homero a Stroheim, de Conrad a Welles, de Joyce a Buñuel. Sus películas, relatos laberínticos y misteriosos en los cuales el espacio tiene una gran importancia, juegos basados en la enunciación, representan una forma de deleite que recupera el placer del texto frente a la indiferencia de la imagen-entretenimiento. Su último film, Misterios de Lisboa (Mistérios de Lisboa, 2010), personalísima adaptación del folletín romántico de Camilo Castelo Branco, surgido como mini-serie televisiva y estrenado en salas cinematográficas gracias a un montaje reducido, demuestra, una vez más, el fino oído del cineasta para abrir la caja fuerte de los relatos. No es extraño que todo comience a partir de un evocador: «Yo tenía catorce años y no sabía quién era»… Las entrevistas telefónicas, privadas de la complicidad de los gestos y acotadas por el propio medio, acostumbran a ser más bien frías y sintéticas, en su mayoría obligados trámites del pequeño-gran comercio del cine, y sin embargo en esta ocasión ni la lejanía Madrid-Santiago de Chile ―donde Ruiz se encuentra «medio perdido», visitando a su «santa madre y con los amigos, que te reclaman un poco», y a punto de comenzar el rodaje de la que será su primera película chilena en treinta y ocho años―, ni los obstáculos técnicos, lograron frenar la fogosidad dialéctica de un hombre lúcido y efusivo, un cineasta incansable.
―Viendo tu última película, Misterios de Lisboa, una historia repleta de historias, uno tiene la sensación ―una sensación que se experimenta a menudo con el resto de tu obra― de que ante todo eres un contador de historias, de que sientes un auténtico placer por narrar. Como si ese proverbial sentido del relato fuese una de tus señas de identidad.
―Bueno, sí. En todo caso ese es uno de mis oficios. Me encanta contar cuentos… Me viene de familia. En el caso de Misterios de Lisboa es algo que está también en su propio origen: en la novela de Camilo Castelo Branco. Para mí, lo que le da justamente el misterio a historias del tipo de las de Castelo Branco es que si uno le da tiempo a los meandros, bueno, la historias se vuelven enormemente ricas…Tienen una gran riqueza novelesca, algo que no es posible en estructuras dramáticas clásicas: como las estructuras en tres actos, con un conflicto central, etc.
―Por el contrario, tus películas, pensemos en Hipótesis del cuadro robado (L’hypothèse du tableau volé, 1979), Les trois couronnes du matelot (1983), La ville des pirates (1983), L’évéillé du Pont de l’Alma (1985), o, ¿porqué no?, en El tiempo recobrado (Le temps retrouvé, 1999), se caracterizan más bien por estar concebidas como “historias que son solo accidentes”, por utilizar tu propia fórmula , relatos que se desvían habitualmente por sendas que no suelen conducir a ninguna parte…
―Exactamente. Jean-Paul Sartre, en uno de sus artículos para Les Temps Modernes, cuenta que fue al cine y que empezó a ver que todo en la película estaba bien hilado, bien organizado, y que hasta los elementos decorativos tenían una función narrativa. Todo tenía un fin, de modo que comenzó a angustiarse. La angustia fue creciendo hasta que terminó la película y Sartre salió a la calle, donde vio con enorme satisfacción que la gente se movía sin un objetivo fijo, que la gente parecía no saber lo que quería. Eso le devolvió a Sartre el alma al cuerpo. He de decir que esto es u poco lo que me pasa a mí… gustándome mucho las películas americanas en tres actos. De hecho, ahora estoy casi intoxicado de ver películas americanas de los años cincuenta… Creo que el problema de la funcionalidad de todos los elementos es que, como en la vida, los hilos sueltos son indispensables. La historia es una hábil coordinación de sospechas.
―Hablando de elementos decorativos, las localizaciones de la película, los escenarios en los que sucede la acción, aún estando en un segundo plano, tienen una importancia determinante en el film… De algún modo hacen eco a su propia estructura dramática, magnifican sus emociones, ¿no es así?
―Sí, sí, cobran una gran importancia gracias un poco a la técnica, a la alta definición, que permite que esos decorados tengan mucha más intensidad y que hace que los personajes estén mucho más ligados a ellos. En este caso, además, tuvimos tanto los medios financieros como el tiempo para poder elegir los escenarios. Efectivamente, desde ese punto de vista, los decorados son un personaje más. Y no de la menor importancia. Una cosa con la que jugué mucho en Misterios de Lisboa es con la continuidad, de los palacios, por ejemplo, que en algunos casos hacen eco los unos con los otros, a pesar de que uno está en Portugal y el otro en Francia. Los dos tienen una estructura similar, así que en la película queda una sensación de ritornello, de que se vuelve al punto de partida, lo que le da una circularidad suplementaria a la narración.
―¿Cuáles son, a grandes rasgos, las diferencias entre los dos montajes, es decir, la versión para las salas de cine, de 272 minutos, y la teleserie, seis capítulos de 50 minutos cada uno aproximadamente?
―Veréis, salvo la duración, no hay grandes diferencias entre ellas. En la serie aparecen dos historias más periféricas, respecto al niño sin nombre y a otro de los personajes alrededor del Padre Diniz, dos historias que están lejanamente ligadas, y que, por lo tanto, eran bastante fáciles de cortar. Éstas no están en la película. Pero, en general, dejé el mismo ritmo lento. (…) También, como es obvio, hay algunas cosas que suceden de forma más larga en la serie que en el film. Sobre todo, cosas relacionadas con el Padre Diniz… En fin, la versión para el cine es un montaje más resumido en el que queda, sobre todo, la parte más folletinesca de la historia. Podríamos decir que la película se centra en un único embrión, frente a la serie en el que hay varios. Por lo tanto, ésta es menos reducible a episodios, es decir, su trama es más compacta. Y quizá la serie tiene un punto paródico que no es tan claro en la película…
―El estilo de Misterios de Lisboa parece, por comparación con otras de tus películas, más depurado. Su puesta en escena es menos barroca, más austera; recuerda un poco a tus primera películas en Francia: La vocación suspendida (La vocation suspendue, 1976-77) y sobre todo Hipótesis del cuadro robado. ¿Esa depuración es algo consciente por tu parte?
―Tiene mucho que ver con ellas, eso es algo de lo que todo el mundo se dio cuenta. Todos los que conocían Hipótesis del cuadro robado me lo dijeron, empezando por Paolo Branco [productor de Misterios de Lisboa y colaborador habitual de Ruiz]. Yo mismo me di cuenta de que, con ella, estaba retomando varios elementos de Hipótesis del cuadro robado, donde el decorado es, efectivamente, importante, casi tanto como la propia narración. Es totalmente cierto. Sí. Un amigo mío, un crítico francés, me decía: «Acá no necesitaste fantasmas ―porque yo uso muchos fantasmas en mis películas―, porque los personajes desaparecen y cuando reaparecen ya te habías olvidado de ellos y es como que vinieran de ultratumba». Este es el caso del Marqués de Montezelos, por ejemplo, del cual uno se ha olvidado desde hace tiempo y que reaparece al final de la película en un cementerio vuelto ciego y mendigo. En francés, fantasma se dice revenant, es decir, alguien que vuelve. El fantasma sería alguien que regresa. Así, en la película, el elemento onírico o fantástico está dado por las apariciones y reapariciones de personajes que ya habían sido olvidados.
―En el caso de tu cine, éste parece naturalmente inclinado hacia lo fantástico. Es como si esa fuera una de sus principales vocaciones. Aunque, aquí, ese elemento fantástico se encuentra ya en la novela de Castelo.
―En la novela está la sensación de que si a la multiplicidad de situaciones, a su repetición, se les da el tiempo suficiente, éstas se vuelven irreales. Un melodrama en ralentí es casi una historia de fantasmas. La lentitud crea una sensación de irrealidad sin quitarle fascinación. Todo lo contrario. La de Misterios de Lisboa es una lentitud relativa… No es la lentitud a lo Visconti, por ejemplo. Pasan los días y pasan los años, y de repente se produce esa paradoja del tiempo en la que los años pasan volando y los minutos se eternizan… He jugado con esa doble percepción del tiempo: el tiempo actual, el tiempo de duración; y el tiempo subjetivo, el tiempo que vuela, que es el tiempo del recuerdo, por ejemplo, un tiempo mental. Este es un juego que se vuelve más fácil a medida que los años [del relato] pasan. Jugando con esto, y sin necesidad de utilizar demasiados efectos visuales, conseguí trabajar los elementos de irrealidad de una manera bastante más natural, digamos, a la que acostumbro. Por ejemplo, ¿no se si recordáis la secuencia del duelo? En esta, que está rodada prácticamente en tiempo real, hay un personaje que se mantiene en el fondo de la escena durante todo momento. Al principio uno no lo ve, y de repente, una vez que lo hace ya no ve otra cosa. Uno se pregunta: «¿Qué es lo que está haciendo ese ahí?». Él lo único que hace es pasearse por el fondo hasta que se van todos. Entonces se acerca, se pone en el centro de la imagen y se suicida. Ese es un juego que está muchas veces en la película: desplazo el centro de atención del espacio narrativo hacia un elemento secundario, y eso crea una multiplicidad de tiempos, de duraciones que creo que es muy cinematográfico y que es imposible de capturar en literatura, por ejemplo.
―Esa sensación de tiempo quebrado, resquebrajado, es muy significativa en tus películas…
―Bueno, es cierto. Ese intento de romper el tiempo, digamos, de contemplación es muy propio de mis películas. Se trata de un tiempo parecido al de los cómics. Les trois couronnes du matelot, por ejemplo, tiene un elemento muy de cómic.
―En el caso de Misterios de Lisboa, ciertas decisiones de la puesta en escena, como por ejemplo el uso de largos planos-secuencia o la misma amplitud de los planos, parecen servir para equivaler cinematográficamente el ritmo parsimonioso de los folletines románticos.
―Sí, si, por supuesto. Esa era precisamente mi intención: trabajar la parsimonia propia del folletín, del tempo del XIX, a través del plano-secuencia. He de reconocer que los logros en este sentido se deben, una vez más, a las características de la alta definición que intensifica la presencia del decorado y que, por otro lado, te permite no recurrir a primeros planos para acentuar el dramatismo de una escena, que se puede mostrar de lejos, y cuyo dramatismo no solo no se pierde sino que se vuelve, digamos, más intenso incluso. Porque todo esto pasa en un decorado que empieza a ser cada vez más elocuente… Eso para mí ha sido todo un descubrimiento. Y supongo que la tercera dimensión tendrá problemas y soluciones similares, elementos para el desarrollo del cine. Un amigo mío colombiano, un escritor, me decía: «¿Pero cómo es esto de que yo defiendo que el cine se ha muerto y tú nos dices que aún no acaba de nacer?». Y es que las nuevas tecnologías van imponiendo (y proponiendo) nuevas soluciones para problemas cinematográficos, y eso es algo fascinante de vivir, aunque sea al final de la vida de uno.
―¿Otro gran defensor del celuloide convertido al HD…?
―Así es. Me encanta trabajar con celuloide… Bueno, me gusta cada tecnología; cada una tiene su especificidad, sus limitaciones, sus virtudes. Pero la alta definición tiene una especie de energía, no me preguntes cuál porque no sabría decirte… Había trabajado un poco con la Red One, pero esta es la primera vez que trabajo con la Geminis de Panavision, y te da un montón de posibilidades. También te complica las cosas… Quiero decir, que es buena para directores que les guste dirigir cine, pero también teatro porque agrega una teatralidad suplementaria a la imagen.
―En los años sesenta, tras el auge de la Nouvelle Vague y los nuevos cines, cuando empezaste a rodar películas, muchos directores trabajabais según la fórmula “producción artesanal, distribución industrial”, y, ahora, gracias sobre todo a las nuevas tecnologías, es como si esa ecuación se hubiese invertido: “producción industrial, distribución artesanal”. ¿Qué opinas de ello?
―Bueno, eso es algo que también va a cambiar. La distribución, gracias al cine digital, está cambiando mucho. Ya se que aún no se ha desarrollado lo suficiente, pero por fuerza va a cambiar. Aquí, en Chile, me he encontrado con gente joven que ha visto películas que yo hice a comienzos de los años setenta, en 1971 [La colonia penal (1970-71), Ahora te vamos a llamar hermano (1971) y Nadie dijo nada (1971)], hace muchísimo tiempo, y que han sido recuperadas gracias al digital a partir de copias en cine que fueron encontradas por ahí. Gracias a esto, la gente ha podido rescatarlas y las vuelve a ver. Y uno se encuentra un poco en la situación de los cineastas del cine mudo, como si fuera un fósil de un animal antidiluviano. He escuchado discusiones sobre mis películas, y, escuchándolas, a menudo tengo la impresión de estar muerto y de estar viviendo lo que hablan de mí. Y esa es una sensación muy rara. Así que eso de la distribución es algo muy discutible. Es cierto que la distribución en sala es cada vez más difícil, pero no está dicho que vaya a ser siempre así. A pesar de las dificultades que existan ahora, la distribución por Internet parece ser el futuro. La gente se baja muchas películas de Internet, a pesar de que a veces uno tarda mucho tiempo en hacerlo… Recientemente me han ido regalando copias, de Internet, de películas que hice veinte años atrás y que ya se me habían olvidado. O de películas de otros cineastas chilenos que no había visto y que finalmente he podido ver (y apreciar), siendo que en la época me parecían películas no dignas de verse… Por ejemplo, he visto una película de Patricio Kaulen, un cineasta chileno, que hizo en el año 1969, La casa en que vivimos (1970). Entonces me pareció un melodrama más, banal. Hace un mes que la volví a ver, de hecho la ví dos veces porque quedé fascinado por la riqueza de las interpretaciones que permite el cine, también por la parte artística, pero sobre todo, y debido a la naturaleza misma del cine, por una dimensión documental que tienen todas las películas por mucho que sean de ficción. Por melodramáticas que sean, la dimensión documental está siempre presente, a veces de manera muy rara: por ejemplo, ver una película de ciencia ficción que sucede en el año 3.000 y en la que no hay ni Internet ni teléfono móvil… ¡Es muy raro! En fin, me ha dado la oportunidad de ver películas que pensé que ya no podría ver jamás. Desde ese punto de vista, los sistemas de distribución se han enriquecido muchísimo. Es cierto que no es el mismo tipo de emoción el ver las películas en casa por muy grande que sea el plasma que uno tenga, pero aún así es bastante impresionante poder ver a jóvenes de dieciocho años que tienen la cultura cinematográfica que a mí me hubiera gustado tener a su edad. Con todo lo que eso significa, puesto que también eso te paraliza un poco, te da la impresión de que toda ya está hecho… Por ejemplo, a mí me toca mucho trabajar con estos nuevos técnicos cinéfilos, locos del cine, que te llevan por la mañana a la filmación, te enseñan un paisaje y te dicen: «Este paisaje es de tal película». Después, a la tarde, te enseñan otro y te dicen: «Éste es de ésta otra película». La vida real se divide en películas, está catalogada según películas que ya han visto. De hecho la cinefilia se está convirtiendo en una nueva enfermedad mental. Es un fenómeno bastante fascinante. Lo interesante es que el cine estaría muerto desde hace unos veinte años, digamos, y, sin embargo, las ganas de hacer cine están cada vez más vivas…
―Al parecer, rodar un folletín como Misterios de Lisboa era uno de tus mayores anhelos cinematográficos, ¿no es cierto? ¿Cómo ha sido para ti, que tienes una firme reputación de cineasta hermético e intelectual, trabajar dentro del género popular por antonomasia?
―Mis primeras emociones como espectador cinematográfico están asociadas a los seriales. Además, hay que entender que Castelo Branco hizo algo que tiene mucho de paródico. Castelo toma Los misterios de París, de Eugène Sue, que ha tenido un gran éxito, como modelo, pero, a partir de ella, él hace algo que finalmente no tiene nada que ver con Sue. (…) En literatura es muy interesante cuando alguien empieza tomando el pelo y acaba él mismo por tomarse las cosas en serio. Jules Janin, por ejemplo, el famoso crítico literario y escritor romántico francés, escribió una novela fantástica, L’Ane mort et la femme guillotinée, que tuvo un éxito extraordinario, de modo que se vió obligado a tomársela en serio. Casi de inmediato a su publicación, apareció una segunda edición corregida, y poco a poco esa novela que había empezado como un chiste fue tomando una nueva forma: su obra maestra. Así que Janin tuvo que tomársela en serio. Esto mismo debió de pasarle a Castelo Branco y es un poco lo mismo que pasó a mí: yo, al principio, empecé riéndome de la idea de hacer un folletín, diciéndome: «Voy a tomarles el pelo. Voy a hacer una película que sea una locura, muy melodramática, etc.». Y, de pronto, según avanzaba la filmación, me encontré haciendo una película en la que empecé a tomarme mis tiempos para hacer las escenas más creíbles, buscando elementos cómicos dentro para compensar… Algo así como en una tragicomedia en la que la parte de comedia y la de tragedia estaban amortiguadas por esa melancolía tan portuguesa…
―Sí, esa saudade, tan enraizada en la cultura y en la vida portuguesa, es ciertamente contagiosa…
―¡Desde luego que sí!. No me interesa Portugal en tanto que país, sino como posibilidad, como una actitud ante la vida. Así que si yo hago películas en Portugal es porque hay una especie de simpatía, de empatía, con el país y con la gente, y, desde luego, también con Castelo Branco. Bueno, no solo con Castelo… Ya que hablamos de eso, los portugeses son o castelistas -o branquianos-, digamos, o queirozianos, es decir, partidarios de Eça de Queiróz. Son dos actitudes distintas, dicen ellos, frente a Portugal, que son de distancia o, por el contrario, de involucrarse en todas las contradicciones propias del país, en todas sus innumerables tristezas y melancolías. Esta última es Castelo Branco. Eça de Queiróz, en cambio, es más tomar una distancia y significarla. Pero incluso en Queiróz, y esto es lo que más me atrae del mundo portugués, es que encontramos las desgracias de cualquier dramón burgués naturalista propio de cualquier país de Europa al que se le agrega una especie de tranquilidad y de incertidumbre… La maldad [absoluta], por ejemplo, no está instalada en los personajes. Todos son un poco malos y un poco buenos a la vez. Ni muy buenos ni muy malos. Pero, sobre todo, son muy resignados, con una especie de regocijo interno muy difícil de detectar a primera vista. Esa ambigüedad de las emociones es muy interesante, a mí siempre me han fascinado estos personajes portugueses de las novelas… Bueno, y de la vida real, por supuesto. Esos personajes para los que las cosas van mal, van mal, van mal, y terminan peor, pero para los que, entre medias, hay momentos de paz, momentos en los que viven intensamente. En una historia de Eça de Queiróz , el típico joven de provincias llega a Lisboa; la gente que conocía ya no está en su vida, pronto se cansa de las personas que le rodean y termina por liarse con una especie de cortesana, de puta, sevillana. Al final, acaba en la ruina y al borde del suicidio, pero cuando va a hacerlo, de pronto decide que no y las personas que eran malas no es que se vuelvan buenas, pero es como que se cansaran de ser malos. Finalmente la novela acaba en un impás, no se sabe como termina. No se sabe si es una tragedia o un drama que nunca llegó a perfilarse del todo. Esa cosa borrosa es lo que me atrae, esa nebulosa que es tan fascinante. Siendo muy irreal, resulta muy próximo a la realidad de una forma muy impresionista… Eso es lo que me fascina y lo que me resulta muy cinematográfico. Porque el cine si que puede, con pequeños elementos, transmitir la complejidad de las emociones humanas. Supongo que, en parte, mi estado de salud [a Ruiz se le diagnosticó un tumor en el hígado durante el rodaje de Misterios de Lisboa y hubo de someterse a una operación pocos días después de finalizar el rodaje] también añadió un fondo patético a la película que no estaba previsto…
―Hemos leído que, a pesar de tu convalecencia, ya estás preparando nuevos proyectos, ¿puedes adelantarnos algo sobre ellos?
―Sí, voy a hacer otra película que es algo así como una réplica de Misterios de Lisboa. Pero antes estoy preparando otra película aquí en Chile, cuyo rodaje empezará el próximo día 26 [de marzo]. Mi primera película chilena desde Palomita blanca (1973). Se titula La noche de enfrente y está basada en tres relatos ―Pata de palo, La noche de enfrente y Rododendro― del escritor chileno Hernán del Solar, del que fui alumno cuando escribía teatro. La película tendrá también una tristeza a la portuguesa, una melancolía alegre. Luego haré Las líneas de Wellington en Portugal, sobre la derrota de Napoleón en la península ibérica, y más tarde una adaptación de El niño que enloqueció de amor, de Eduardo Barrios. Eso si sigo vivo. Yo no trabajo muy rápido, de modo que no se si podré hacer todos estos proyectos. En cualquier caso, yo no veo que esté en el final de un ciclo o algo así. Recuerdo una discusión con mi asistente durante Misterios de Lisboa, él me dijo: «Las únicas tres cosas ciertas en la vida de un hombre son que nacemos, vivimos y morimos». Lo cierto es que no nos pusimos de acuerdo en el orden de esas tres cosas, lo que inició una discusión complejísima y muy divertida. Dijimos: «O sea, que nosotros primero morimos, luego nacemos y finalmente vivimos», y empezamos a hacer todas las combinaciones posibles de esos elementos hasta que la conversación se transformó casi en el argumento para una película. En fin, os cuento esto para llegar a este punto: el hombre vive tres etapas, se dice que en la primera habla con los muertos, en la segunda con los vivos y en la tercera consigo mismo. Pues bien, yo tengo la impresión de que lo hice igual pero al revés: empecé hablándome solo y ahora estoy viviendo.
―Es curioso, Serge Daney escribe, a propósito de La ville des pirates, que «Vivir es soñar una historia; morir, narrarla»… En fin, quizás ese espíritu contracorriente tuyo sea la causa de lo inhabitual de tu obra, de su carácter heterodoxo, variado, sorprendente…
―Sí, ninguna de mis películas se parece a la otra. Yo soy por naturaleza curioso y me gusta experimentar cosas. Yo soy de aquellos de los que, cuando niño, metían los dedos en el enchufe para ver qué pasaba. Me gusta ver qué pasa si le echamos agua a la electricidad, me gusta hacerlo de forma controlada por que se que va a pasar algo malo, pero aún así siento curiosidad, quiero ver como es que las cosas pasan. ¿Qué pasa si desdoblamos los personajes de una película? La experimentación en ese sentido lúdico hace que mis películas se parezcan muy poco unas con otras. Es cierto que poco a poco se han venido unificando, digamos, pero aún así cada una es distinta, es diferente. Me decía el médico que me trataba del hígado: «El problema es que su hígado es atípico e inclasificable». Y yo le dije: «Eso es lo que dicen a menudo de mis películas». Él me contestó que quizás mis películas están llenas de mis problemas del hígado. «Lo que pasa ―dijo― es que sus vísceras son muy barrocas». Y yo le repliqué: «Es que también me dicen que soy muy barroco». (Risas) Bueno, de esa entrevista salí más materialista…
Declaraciones recogidas telefónicamente los días 11 y 14 de marzo de 2011.