My Suicidal Sweetheart

Anoche, justo antes de conciliar el sueño, perdí toda esperanza en el cine independiente americano. La revelación me llegó de pronto, aunque supongo que era algo que llevaba cociéndose mucho tiempo, como ocurre con las cosas que uno va dejando y va dejando hasta que estallan con violencia sobre tu cabeza, como una nubecilla negra cargada de lluvia eléctrica. El presenciar la muerte anunciada, y el progresivo desinterés, de las filmografías de gente prometedora como Tom DiCillo y Hal Hartley también tendría algo que ver. Y pese a que entre la gran cantidad de ampulosas naderías bien vestidas por expertos en etiquetados hayan surgido nombres nada desdeñables, voces valiosas y a menudo incómodas como las de Bobcat Goldthwait, Wes Anderson o Todd Solondz, el balance general se torna cada vez más lánguido y desolador.

Y recapitulamos ahora, cuando se siguen facturando películas muy hábiles en su voluntad por no conmovernos, que atiborran las programaciones de festivalillos minimalistas a lo largo y ancho del planeta. Nos quedamos con muy poco, claro, con unas cuantas rarezas dignas de rescate y reivindicación mesurada. Entre ellas escojo My Suicidal Sweetheart como simpática y contundente muestra no tanto de lo que el cine indie pudo ser y no fue, sino de un cine hecho con escasos medios, pero extrañamente poético y muy personal en su tratamiento. Cine hecho con el corazón, dirán los cursis; una obra honesta, dirán los críticos (si es que deciden acercarse a ella, claro). Una película, en cualquier caso, cuyo rodaje aventuro podría haber dado lugar a su particular mockumentary, de esos que siguen las odiseas de personajes idealistas, entregados en cuerpo y alma a la consecución de proyectos suicidas y delirantes.

No quiero decir con esto que My Suicidal Sweetheart sea una película desmedidamente ambiciosa. Nada de eso, más bien todo lo contrario. En ella confluyen con armonía lo discreto de sus pretensiones con lo escueto del presupuesto. Y aun así, el resultado es una muestra de un cine que sale bien pocas veces, y que en cualquier caso marcha a contracorriente. Es una película hecha en complicidad con los actores; los mismos que, supongo, en algún momento del rodaje pensaron que aquello en lo que estaban metidos no iba a pasar a la historia, pero de algún modo valía la pena. O que estaban lo suficientemente desesperados para aceptar cualquier cosa. Tanto da; cualquiera de las dos teorías acrecienta mi interés.

My Suicidal Sweetheart es una historia de amor que comienza con un intento de suicidio. Con uno tan divertido como los que aparecen en Crímenes del corazón (Crimes of the Heart. Beresford, 1986), Aquí un amigo (Buddy, Buddy. Wilder, 1981), El quimérico inquilino (Le Locatarie. Polanski, 1976) o Contraté un asesino a sueldo (I Hired a Contract Killer. Kaurismäki, 1990). Sumemos al grupo Cláusula de escape (Dead Man of Campus. Alan Cohn, 1998) y ya tenemos una enfermiza lista para ponérsela dura al bueno de Durkheim. A lo que íbamos: nuestro protagonista intenta acabar con su vida el día de su cumpleaños y sus padres —unos fantásticos y decadentes David Paymer y Lorraine Bracco, ¡lo qué ha sido de la calientabraguetas de La marca del asesino (Traces of Red. Andy Wolk, 1992)!— convienen en que lo mejor es enviarle a una institución mental. Porque si eres joven y guapo y quieres acabar con tu vida es que tienes que estar loco. Porque no hay nada como una tortilla de pastillas diaria para encarrilar a un perdedorcete sin novia, oficio ni beneficio. Porque sobre los sueños y fantasías de los peterpanes de ahora mismo, o al menos de aquellos que empapaban sus sábanas allá por el 2005, también sobrevuelan cucos castradores.

Al poco rato, la película se convierte en una crónica, entre envenenada y amable, de su reclusión en el entorno psiquiátrico que entierra los referentes de Forman y Sam Fuller para apuntalar sus propios clásicos modernos. Y es entonces cuando nos viene a la memoria Una pandilla de lunáticos (The Dream Team. Howard Zieff, 1989; título en Argentina De médico y de loco todo el mundo tiene un poco), también con Bracco, o Gente loca (Crazy People. 1990; título en Venezuela Loco pero no tanto), ácida comedia del inclasificable Tony Bill donde los propios majaras se convertían en excelentes creativos publicitarios. O incluso una rareza como Abusos sexuales del doctor Russell (Disturbed. Charles Winkler, 1990), a mayor gloria de un histérico Malcolm McDowell y una pelirroja y guapísima Pamela Gidley. Pienso en todas estas películas mientras el protagonista conoce a su amor prohibido, otra suicida en potencia interpretada por Natasha Lyonne, se enamora locamente de ella, le salva la vida cuatro o cinco veces y tiene con ella las escenas de sexo más absurdas que caben en el contexto del indie americano. Y vuelvo a pensar en ellas disfrutando de un variopinto desfile de secundarios entre los que destacan Tim Blake Nelson, Guillermo Díaz y Rosanna Arquette. Algunos interpretan a profesores, otros a pirados. Quizá hacer de loco sea la enfermedad mental con menos éxito entre los actores. Si la película encima es una comedia, mejor lo dejamos.

En un giro de guion un tanto chusco, los amantes se fugan del psiquiátrico y toman la América Profunda a la carrera. La película de Parness vira entonces a una road movie demencial que alterna con eficacia el relato de iniciación, o de construcción de identidad, y la peripecia de amor fou progresivamente más espiritual, casi espirituoso, que físico. Puede argumentarse que se trata de otra estúpida película de afirmación a la vida. Yo prefiero verla, y entenderla, como un tratado sobre la naturaleza más oscura del amor y su capacidad redentora sobre personajes tan tiernos como marginales. En este sentido, tiene mucho, muchísimo que ver con la interesante e inferior Wristcutters. A Love Story (Goran Dukic, 1990). Finalmente, como era de prever, el amor verdadero triunfa sobre la muerte. E incluso la familia reconstruye sus pedazos. Pero no nos importa demasiado, porque entre medias hay lugar para algunos episodios de humor negro realmente descacharrantes. Y, para qué engañarnos, porque a todos nos gustaría estar un poco peor de la quijotera para que una bad girl como la espléndida Lyonne venga a incendiar nuestros papeles.