XL Festival Internacional de Cine de Róterdam

La cantera del cine independiente

0. Contexto

Tras la repentina muerte en 1988 de Huub Bals, entusiasta cinéfilo y fundador de lo que es hoy el Festival Internacional de Cine de Róterdam, la perplejidad debió recorrer los despachos de este extraordinario evento que, por aquel entonces, ya recibía la visita de unos 150.000 espectadores. Bals había sido el insustituible comandante —por excéntrico, por apasionado, por emprendedor— desde los tiempos en que tan solo se proyectaban unas pocas películas en el viejo Lantaren Venster, un acogedor cine de la ciudad holandesa, al que se acercaban todos aquellos que ansiasen conocer títulos sin distribución comercial y procedentes de países alejados del foco occidental. Sin él, sin esa figura que, en palabras de Jonathan Rosenbaum, sería equiparable a la de Henri Langlois, el certamen quedaba irremediablemente huérfano y debía afrontar una transición que no se antojaba fácil. ¿Cómo conservar el idealismo de su fundador sin enfrentarse a las condiciones cambiantes del mercado? ¿Cómo lograr que el festival no perdiese su coherencia al crecer desmesuradamente? ¿Cómo alcanzar la viabilidad económica sin renunciar al riesgo artístico?

Las preguntas se respondieron poco después, con la llegada a Róterdam de Marco Müller, actual director de la Mostra de Venecia. Intelectual que, a su vez, conoce el funcionamiento de la industria y de los medios de comunicación, Müller heredó los preceptos de Bals y, en sus dos exitosas ediciones al mando (1990 y 1991), los adaptó a los nuevos tiempos con la invención del CineMart y el Hubert Bals Fund, dos fórmulas imaginativas de mecenazgo que, aún hoy, marcan la diferencia del festival respecto a algunos de sus competidores. La primera de ellas consiste en la creación de un mercado reducido —de una treintena de proyectos por año, elegidos por el propio festival entre un buen número de propuestas (en 2010, hubo ochocientas)— donde Róterdam facilita una enorme sala para el encuentro, en un entorno distendido y agradable, entre futuros cineastas y productores independientes de todo el mundo. Allí, los primeros presentan sus obras y se encargan de venderlas a los segundos, que llegan a Holanda con la voluntad de hallar a nuevos talentos para producirlos. Las conversaciones, a veces, fructifican y de ellas salen películas como 29 Palms (Bruno Dumont, 2003), Tropical Malady (Apichatpong Weerasethakul, 2004), Les amants réguliers (Philippe Garrel, 2005), Invisible Waves (Pen-Ek Ratanaruan, 2006), La hamaca paraguaya (Paz Encina, 2006), Naturaleza muerta (Jia Zhangke, 2006),Help Me Eros (Lee Kang-Sheng, 2007), Encarnación (Anahi Berneri, 2007), Lebanon (Samuel Maoz, 2009), Aurora (Cristi Puiu, 2010), Copia certificada (Abbas Kiarostami, 2010), Orly (Angela Schanelec, 2010), Rare Exports: A Christmas Tale (Jalmari Helander, 2010) o Tuesday, After Christmas (Radu Muntean, 2010).

Tal y como se ve en este listado de los últimos tiempos, el CineMart recibe también a directores consolidados y les permite desarrollar sus proyectos en condiciones económicas razonables. No en vano, en esta edición, el mercado de Róterdam acogió —entre numerosos proyectos de directores desconocidos— a Ben Rivers, Ben Russell, Carlos Reygadas, Sergei Loznitza y Jan Svanksmajer, con nuevas propuestas bajo el brazo. Estos y otros cineastas —con cada vez mayor presencia de autores experimentales— conforman el grueso de la programación de un festival que se sostiene también, en buena parte, gracias a los títulos que llegan bajo su propio sello Hubert Bals Fund. Este sistema de producción apoyado por el gobierno holandés cuenta con un millón de euros de presupuesto anual y hereda, tal y como su nombre indica, la vieja aspiración del fundador de Róterdam de dar a conocer a los cineastas independientes de Asia, África, Europa del Este y Sudamérica. Solo a ellos se destinan unas subvenciones que pueden ayudar tanto al desarrollo del proyecto como permitir su rodaje, su posproducción o su distribución. Las ficciones resultantes —de los documentales se encarga el Jan Vrijman Fund, de un festival de Ámsterdam— se exhiben en ediciones venideras del certamen holandés o participan en festivales de mayor renombre. Entre los títulos recientes surgidos de este patrocinio hallamos Uncle Boonmee que recuerda sus vidas pasadas (Apichatpong Weerasethakul, 2010), Between Two Worlds (Vimukthi Jayasundra, 2009), Liverpool (Lisandro Alonso, 2008), Je veux voir (Joana Hadjithomas y Khalil Joreige, 2008), Crude Oil (Wang Bing, 2008), Tony Manero (Pablo Larraín, 2008) o Teza (Haile Gerima, 2008).

Aun así, no todo es oro lo que reluce y, al apostar por proyectos inciertos (por ideas de películas), Róterdam siempre corre el riesgo de invertir dinero en el lugar equivocado y dar a luz filmes cortados con el temido patrón festivalero (según la moda de cada época) en los que se echa de menos la presunta frescura que, a priori, deben garantizar directores jóvenes de filmografías desconocidas. En este sentido, una de las mayores decepciones de esta edición fue Paraísos Artificiales, el segundo trabajo de la realizadora Yulene Olaizola que había debutado con Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo (2008), un estupendo documental encontrado que, con unos recursos mínimos, saltaba del mosaico familiar a una inesperada crónica negra. Financiada por el Hubert Bals Fund, la nueva película de la directora mejicana desprende una impostura alarmante al enfrentarse a la ficción a partir de un espacio y unos personajes teóricamente realistas. La búsqueda de un paisaje aislado se convierte, pues, en una mera excusa para una exhibición formal faltada de coherencia en la que los diálogos presuntamente espontáneos se nos antojan declamados y en donde Olaizola nunca parece tener claro cuál debe ser el registro de su obra. El tratamiento de la adicción a la heroína es, por tanto, descuidado y nunca hay un mínimo interés en comprender a unos protagonistas unidimensionales y perdidos en tiempos muertos poco justificados.

Esta notable decepción no pone en duda lo antes expuesto porque este enorme festival —que programa muchos más filmes que Berlín, Venecia o San Sebastián— ha encontrado, a lo largo de sus cuarenta ediciones, el camino adecuado para equilibrar una programación arriesgada —no hay alfombra roja y casi todo lo proyectado son primeras y segundas películas—, con una política de producción rentable, un mercado que llama a productores y exhibidores de todo el mundo, y, atención, un éxito de público descomunal, hasta el punto que prácticamente todas las sesiones (hay unas diez salas funcionando a la vez) cuelgan el cartel de sold out, incluso por las mañanas. Una confirmación, en palabras de Rutger Wolfson (actual director del certamen), que un evento cultural de grandes dimensiones —el de Róterdam es el más relevante de Holanda— no tiene porque requerir de estrellas o ganchos mediáticos similares. Pues si, gracias a una programación acertada, se logra la fidelidad del público e industria, el cine como manifestación artística puede encontrar su lugar. Algo que comprobamos, de nuevo, en la edición que nos ocupa. De ella daremos testigo en las siguientes líneas trazando tres posibles itinerarios cinéfilos en los que se funden diversas de las películas programadas.

1. Pioneros

Se debe volver atrás, repensar el cine y el territorio sobre el que este se construye. Ciertos directores estadounidenses trabajan en esa línea y estudian el terreno de su país preguntándose cómo deben filmarlo y qué queda en él de generaciones de antaño. Alumna aventajada del gran documentalista-ensayista Thom Andersen (responsable de la genial Los Angeles Plays Itself y también presente en Róterdam como miembro de un jurado y con su sugestivo corto Get Out of the Car) Lee Anne Schmitt se unió a Lee Lynch para realizar Last Buffalo Hunt, su segundo trabajo tras la excelente California Company Town (2008). Si en aquel documental trabajaba sobre las ruinas de los pueblos-dormitorio californianos que antaño sostuvieron empresas, aquí se enfrenta a un pasado todavía más remoto, al de los pioneros que se dedicaban a cazar búfalos en la Norteamérica salvaje.

Por una vez, las naturalezas muertas y los envejecidos carteles que evocan aquellos tiempos no copan el protagonismo de un filme que, aun teniendo resonancias históricas y políticas, se articula en presente. Con sus cámaras, los realizadores siguen a un (¿último?) grupo de cazadores que, aún hoy, atrapa a búfalos en un pequeño paraje del Utah mormón. Sin juzgarlos, y a su vez mostrándonos sus hábitos, Last Buffalo Hunt va trazando una interesante genealogía sobre el hombre americano, sobre su naturaleza individualista y sobre su relación con la(s) frontera(s). Más allá de algunas postales del merchandising que gira alrededor del mundo del búfalo —como las referencias a la taxidermia o la feria kitsch donde se reunen los cazadores—, queda un documental que activa el pensamiento y que nos obliga a enfrentarnos a la violencia de nuestros hábitos —la caza se muestra en toda su crueldad— y a preguntarnos de dónde venimos y hacia dónde se presupone que vamos como especie.

Lejos, bastante lejos, también se remonta Kelly Reichardt, que sigue recorriendo festivales con su western Meek’s Cutoff, una película que mejora cada vez que la revisamos. Contemplarla en pantalla grande no solo implica volver a un pasado histórico —el de Oregón en 1845— sino también retornar a los arranques del cinematógrafo en los que ver el viento moviendo las hojas o percibir un sutil encadenado eran motivos de gozo, de revelación ante el mundo. Impresiones de un filme rodado en vastos espacios delimitados por un formato prácticamente cuadrado (4:3) y en donde uno sí se encuentra verdaderamente frente a lo salvaje, frente a lo que aún no se ha construido. América no existe, es tan solo una ilusión de resonancias místicas, pero indudablemente física. Mientras en Last Buffalo Hunt los cazadores disparan cómodamente desde la distancia a sus piezas con rifles, aquí los pioneros deben arriesgar su vida en busca de agua y hacer descender sus carruajes —su hogar itinerante, lo único que tienen— por una tierra arisca que ni tan siquiera tiene nombre.

Distintas etapas, pues, de un recorrido por los paisajes de Norteamérica que bien podría cerrarse en las cercanías de un garaje de Richmond, un no-lugar digno de los personajes de cualquier película de Reichardt (¿se acuerdan de Wendy and Lucy?) y que, en la intimista New Jerusalem (R.Alverson), es el hábitat de un cristiano evangelista (Will Oldham) y de un inmigrante irlandés que ha vuelto de la guerra de Afganistán (Colm O’Leary). Dos hombres que, tal y como ocurría en ese bosque de Old Joy (también de Reichardt, también con Oldham), alcanzan un fuerte vínculo emocional en una serie de conversaciones susurradas, filmadas esta vez en primeros planos, con rostros y gestos que se quiebran. La desorientación de uno y la fe religiosa del otro dan lugar a un bello intercambio de pareceres contemplándose tanto el valor de la comunidad de feligreses como la dificultad de asumir una creencia que no es la tuya. Dos Estados Unidos —el liberal (O’Leary) y el conservador (Oldham)— se debaten sin tiros en una tierra alejada de los focos mediáticos. Solo la música, siempre la música, permite la comunión necesaria, la reconciliación posible.

2.Autobiografías

Explicar un país (o parte de su historia) sería también, en buena parte, el objetivo de la extraordinaria Autobiography of Nicolae Ceaucescu, quizá la película más importante vista este año en Róterdam. Montada por el documentalista Andrei Ujica —hablar de dirección sería, en este caso, impreciso—, el filme —de tres (impagables) horas de duración— se construye exclusivamente a partir de imágenes de archivo, siendo estas en su mayor parte pertenecientes a escenas que el propio régimen rumano filmaba de Nicolae Ceaucescu, a lo largo de su presidencia dictatorial (1965-1989). Ujica —que mostró, en su anterior Videogramas de una revolución (codirigida con Harun Farocki en 1998), la caída en directo del dictador rumano— trabaja aquí con imágenes ciertamente fascinantes en su naturaleza, en tanto que explican el funcionamiento de un sistema y los desvaríos de un líder sin necesidad de recurrir a la voz en off o a textos explicativos de ningún tipo.

La evolución de las políticas de Ceaucescu —predominan los discursos, las visitas a otros países, los contrastes entre individuo/masa— es también, a su vez, la evolución de las texturas —del nítido celuloide en blanco y negro a la imprecisa imagen electrónica— en un documental que juega con los silencios y que le descubre a uno la puesta en escena de la realidad con todas sus fisuras. El camino trazado en el montaje por Ujica —no siempre cronológico— va desde las demenciales visitas presidenciales a Corea del Norte y China —con coreografías dignas de Bubsy Berekeley (o del Zhang Yimou de las Olimpiadas)— hasta los instantes previos a la ejecución del tirano, pasando también por home movies de sus vacaciones. Todo ello para confirmar —a partir de una selección de 180 minutos entre las más de 10.000 horas de archivo disponibles de Ceaucescu (!)— que, a veces, la mejor forma de delatar lo absurdo —y atroz— de un régimen es recurrir a sus propias imágenes. Estas revelan, involuntariamente, su progresivo desmoronamiento.

Y es que, de algún modo, las imágenes que registramos (o que alguien toma de nosotros) muestran nuestra identidad. Algo que, seguro, intuyó el documentalista venezolano Andrés Duque (afincado en Barcelona) cuando decidió ordenar buena parte del material que había ido almacenado durante años en sus discos duros. Trabajando, pues, a partir de su archivo personal —“en forma de cajas de memoria llamadas quicktimes”, según sus palabras—, ha construido Color perro que huye, un trabajo fragmentado e hijo de la era Youtube. Un filme tan desequilibrado como sugestivo en el que conviven grabaciones caseras, imágenes alteradas, vídeos de Internet de ínfima calidad, fragmentos de viejas películas y multitud de otros materiales. Materiales que quizá no logren hilar en su conjunto un discurso definido del pensamiento del realizador, pero que sí nos permiten vislumbrar sus intuiciones mientras descubrimos una forma distinta de recordar a partir de documentos propios y ajenos.

Otros cineastas, en cambio, se decantan abiertamente por la ficción para explicarse. Sería el caso de Otar Iosseliani y Hong Sang-soo que confirman su vertiente autobiográfica en sus últimos filmes. En Chantrapas, el primero relata, con un tono entre bufo y fabulesco, las desventuras de un director de cine cuya obra es incomprendida por los censores de Georgia y que, por ello, se refugia en Francia en busca de mayor comprensión. Su trayectoria errante —ambientada en época soviética— guarda muchos parecidos con la del propio Iosseliani y en el filme, entre nostálgico y metacinematográfico, incluso aparecen algunas imágenes en blanco y negro de las primeras piezas del responsable de Lundi Matin (2002). El resultado final es, sin embargo, del todo desigual y la película peca de convencional y reiterativa. Aunque, eso sí, en su acercamiento al humor —entre el slapstick y el hieratismo de un Aki Kaurismäki— Chantrapas es un filme cuanto menos singular.

Oki’s Movie es, por su parte, una obra mayor y una vuelta de tuerca más a las complejas estructuras argumentales que viene desarrollando Hong desde los tiempos de Un cuento de cine (2005). La aparente ligereza del conjunto esconde una construcción atrevida en la que se confunden realidad y ficción, pasado y presente, y actores y personajes. Todo ello con la habitual frescura del cineasta coreano que, aun volviendo siempre sobre las mismas obsesiones, construye aquí, con una parquedad de recursos considerable, una obra cristalina y espontánea donde se vuelve a confirmar que el cine y la vida son (para algunos) lo mismo —atención a la delirante secuencia en una Q&A—, y que, para evitar caer en la autocomplacencia, nada hay mejor que la ironía y la autocrítica.

3. Otras vidas

Alejándose del mundo del cine, otras películas vistas en Róterdam persiguieron atrapar realidades de difícil acceso sin caer en el exotismo. Es el caso de la surcoreana The Journals of Musan, ganadora de un Tiger Award y considerada mejor obra de la sección oficial por el jurado FIPRESCI. Dirigida y protagonizada por un entregado Park Jung-Bum, la película es un estimable debut que, pese a su excesiva duración y sus giros finales tremendistas, funciona como una suerte de drama neorrealista que sabe afrontar una situación compleja y muy poco tratada por el cine de su país: la de los ciudadanos que desertan de Corea del Norte para ganarse la vida en su vecina del sur.

Sostenido por los devenires de un personaje sin rumbo —que, tal y como le ocurría al anciano de Umberto D. (Vittoria de Sica, 1952) solo cuenta con un perro como acompañante— The Journals of Musan es un trabajo de indudable interés sociológico que permite el encuentro de un individuo marginal con un espacio, una burocracia y un mundo sumergido particulares. Todo ello repuntado con un acercamiento a la cultura cristiana (cada vez más presente en Corea del Sur) y con una secuencia catártica en un karaoke que confirma este lugar como espacio liberador puntual.

Y es que ser libre no es fácil. Ni tan siquiera cuando trabajas de host —un hombre de compañía para mujeres— en China y ganas dinero con tu sola presencia en un local. Que se lo digan si no a los jóvenes protagonistas de Club Zeus que durante la noche se emborrachan con sus clientas y durante el día se dedican a responder los sms que estas les envían. Una curiosa forma de vida que convierte en ficción el cineasta holandés David Verbeek que, según contó durante el festival, fue testigo de esta cultura de herencia japonesa en Shangái, ciudad donde se sitúa el relato y en la que ha residido varios años. El realizador neerlandés, que ya nos sorprendió en Sitges con su retrato virtual R U There? (2010), se confirma aquí como un director a tener en cuenta. Y lo es tanto por su envidiable pulso —economía narrativa, planificación precisa, buen uso de la música electrónica— como por su manera de retratar un entorno ajeno —atención al plano de un túnel que evoca a Millenium Mambo (Hou Hsiao Hsien, 2001)— y su capacidad de integrar las nuevas tecnologías en sus filmes sin que estas chirríen. Su Club Zeus es una película con lagunas, pero fresca, divertida y plagada de buenas ideas visuales; un bello contraplano (en masculino) de la infravalorada The Girlfriend Experience (Steven Soderbergh, 2008) que describe con acierto ciertas carencias afectivas del presente.

Más jodido aún lo tienen los personajes de The Sky Above, que residen en los márgenes de la ciudad brasileña Belo Horizonte. Ellos guían tres historias sencillas —que no, por una vez, no se cruzan— protagonizadas por una docente transexual que ocasionalmente se prostituye, un joven devoto del fútbol y del movimiento Hare Krishna, y un escritor underground con una mirada pesimista de la realidad. Tres individuos que el debutante Sérgio Borges rueda con mimo, fijándose en sus cuerpos y sus gestos, e inspirándose en las propias vidas de sus no-actores. Tres relatos espontáneos, fragmentados y vivos, que escapan del cliché condescendiente con el que se suele filmar a los pobres y que confirman que los encuentros entre ficción y documental siguen dando sus frutos. Y más cuando el cineasta conoce bien a quienes rueda y permite que estos se expresen, que no se sientan atados por la cámara, y que logren traspasarnos sus deseos, sus aspiraciones más allá de su marginalidad. Porque la vida, aunque duela, hay que vivirla y el cine, a veces, tiene la capacidad de mostrárnosla.