Furia ciega 3D

El fantástico y sus límites

El regreso de las tres dimensiones al cine fantástico ha producido un efecto lateral: mientras las imágenes y sus consecuencias adquieren un nuevo relieve, nos preguntamos hacia dónde pueden conducir a su discurso. Una secuela como Destino final 4 (The Final Destination, David R. Ellis, 2009) hace del 3D un recurso oportunista para jugar a la metaficción —su clímax se desarrolla en el interior de una sala de cine— y especular con el lugar y la respuesta del espectador ante el desfile de barrabasadas puestas en escena. Sin embargo, ese guiño cómplice resta otra clase de relieve a las imágenes, al neutralizar desde la ficción su virulencia. La metaficción como mecanismo de seguridad para recordarnos que podemos gozar de la carnicería, pero todo tiene un límite. Por eso, un remake como Piraña 3D (Piranha 3D, Alexandre Aja, 2010) parte con ventaja. Todo él es un inmenso prolegómeno a una masacre tan efectiva y meticulosa que, de alguna manera, logra en el mismo acto lo que otros filmes sólo consiguen al salir del cine: estremece, corta la digestión y, sobre todo, nos obliga a plantearnos qué clase de goce mantenemos durante la proyección. En otras palabras, sus imágenes no eliden el relieve moral.

A diferencia de David Ellis o Alexandre Aja, tanto Patrick Lussier como su guionista, Todd Farmer, no tienen la ambición de reflejar su mano creadora detrás de cada imagen. En la violencia y los gags de Furia ciega 3D hay una transparencia y una naturalidad que buscan eso que Robert Rodríguez consigue torpemente cada vez que invoca el espíritu Grindhouse: llevar la imagen del fantástico hasta su agotamiento. Porque el arma principal del tándem Lussier/Farmer es la superproducción de imágenes, afectos, efectos y sensaciones que, de tan viscerales y primitivos (casi más propios de una barraca de feria), nos inviten a no desviar la mirada. Porque, como unos Neveldine/Taylor del fantástico, no dudan en hormonar, tanto como haga falta, su discurso visual para mantenernos en el interior de su ficción.

En su penúltimo filme, todavía no estrenado entre nosotros, Wes Craven ensaya la creación de una nueva mitología que actualice y aporte relieve a las imágenes que sus anteriores obras ya no pueden inspirar. Y, curiosamente, la poca eficacia (económica) de las 3D se transforma en perfecta metonimia de la poca definición de su nueva mitología, que naufraga en su intento de actualizar los arquetipos del fantástico. Sin embargo, a falta de ejemplos de mayor enjundia, el fantástico en tres dimensiones parece lanzar una reflexión en voz alta: hace tiempo que las imágenes caminan en dirección opuesta a su discurso, por lo que todo intento por reunirlas en un cuerpo definido se nos antoja difícil. Porque cada vez hay un mayor esfuerzo por exprimir las posibilidades de la imagen, por evitar los límites, por conquistar esa última parcela en la que la moral deje de ser inocente. Porque, como sucede con el último filme de Aja, cada vez es más necesario ese shock brutal que cortocircuite nuestra respuesta moral, que ha acabado aburguesando e instrumentalizando al género, hasta hacer de la trangresión del Torture Porn una decisión moral(ista) en la que sus protagonistas nos recuerden que es una película, y nada más.

Las maneras de Lussier/Farmer me recuerdan a las de la literatura de Brian Garfield: siempre tienes la sensación de que hay dos líneas de pensamiento discutiendo en cada párrafo. Por un lado, la que detalla minuciosamente la repulsión y la náusea que provoca un arma (casi un apéndice tumoroso) con solo tocarla; y por el otro, la que no puede reprimir apretar el gatillo cada vez que se cruza con algún presunto criminal. De alguna manera, la odisea vengadora del personaje interpretado por Nicolas Cage juega con esos códigos: mientras la violencia más desaforada y caricaturesca nos ofrece la golosina, llega un punto en el que empezamos a moderar esa risa nerviosa, porque nos reconocemos en la misma clase de abyección que los villanos de la historia. Y es que la superproducción de toda esa violencia, que Lussier maneja excelentemente en el filme, nos retrotrae a otra cuestión de actualidad: hasta qué punto nos cuesta aceptar nuestra naturaleza.

Uno de los grandes aciertos de La trampa del mal (Devil, John Erick Dowdle, 2010) consistía en reflejar hasta qué punto necesitamos convocar una serie de motivos para aceptar y reconocer nuestra culpa moral. Tiene que venir el diablo, en persona, para sacarnos esa espinita que no hemos podido olvidar. En Furia ciega 3D sucede algo parecido: ahora es el héroe el que tiene que escapar, literalmente, del infierno para poder vengar a los suyos. Lo que en anteriores películas era un viaje hacia la degradación moral, ahora es su punto de partida. Por eso, la cantidad de imágenes virulentas y pasadas de vueltas que aglutina Lussier en su filme podrían ser la puesta en escena ideal, y también excesiva y saturada, de lo que su discurso oficial ya no consigue animar: hasta qué punto hay que llegar para ver cumplida nuestra venganza.

Lo que me gusta de Furia ciega 3D es que es una obra empeñada en dinamitar la mitología de la que bebe, destruyendo cada ápice de su integridad desde su batidora de imágenes locas y potentes. A la manera de Rob Zombie, cada vez que saca a pasear a Michael Myers, tanto Lussier como Todd Farmer buscan quebrar un discurso cuya mayor virtud (fundar un mito) constituye su mayor defecto (paralizar y neutralizar al mito en su repetición serial). Por eso, a diferencia de Wes Craven y tantos otros nombres clave, Furia ciega 3D no plantea actualización en su discurso. En su lugar, apuesta por una claridad y una transparencia necesarias para producir ese incómodo shock que nos proporcione la pista para conocer el estado actual de la ficción. O cómo ya estamos hartos de límites, puntos o paréntesis que indiquen hasta dónde hay que llegar para entender lo que nos gusta, nos estremece o nos repugna. Como sucede en Piraña 3D, Furia ciega es la clase de atracción de feria en la que uno acaba mareándose. Y ese el tipo de efectividad que necesita el fantástico para no tener que recordarnos, una y otra vez, que cada una de sus imágenes depende de nuestra respuesta moral. Porque ya estamos sintiendo su relieve.