Sin compromiso

Relaciones con preservativo

El rotundo título de la película que nos ocupa, tanto en inglés como en castellano, invita a valorarla desde unas ciertas expectativas. Antiguamente los «Sin límites», “Sin control” y otros órdagos a la moral pública abundaban en las estanterías de los videoclubs, abarrotados de difusas promesas de héroes de acción que actuaban contra el orden establecido para protegerlo. En un tiempo patrullado por los trasuntos de Jack Bauer en el mundo real, las cortapisas a derribar hoy ya no se ubican en el ámbito sociopolítico, sino en las relaciones sentimentales, siguiente bastión de camino hacia la conquista del yo cartesiano por la conciencia virtual colectiva. Al dictado de ésta y sin aspirar a balda alguna en la que contemplarse —como en su paso por los cines, la recaudación en soporte doméstico romperá al segundo fin de semana—, Sin compromiso propone desde su enunciado fulminar la correspondencia entre el impulso sexual y los atavismos sociales que acarrea, concretada en la historia de dos amigos de la infancia que acuerdan un derecho a roce.

Cabe preguntarse si Ivan Reitman era el cineasta más adecuado para cumplir con lo prometido. Con solo dos trabajos como director de cine en la década anterior, después de producir Up in the Air su confesa motivación nostálgica para regresar tras las cámaras no garantizaba la misma visión corrosiva del presente que su hijo Jason. Encomendándose al guión de la más enterada Elizabeth Meriwether, veinteañera aficionada a las comedias románticas (de sus inquietudes se infiere que no solo en la ficción), e invocando un improbable meltdown sexual y afectivo entre Natalie Portman y Ashton Kutcher, Reitman no se percata de su absoluta soledad artística en el proyecto, menos aún de la envergadura de éste.

El reto ineludible para el realizador de origen checo no era otro que el que lleva afrontando el subgénero en los últimos veinte años: superar la ruptura con la evolución que experimentó desde Chaplin a Wilder, trauma sobrevenido una vez la sofisticación alcanzada en aquel periodo devino insuficiente para trasladar a la gran pantalla el paradigma sexual heredado de los años ochenta. En dicho contexto darwiniano, lo radical no es presentar el desamparo emocional de nuestros coetáneos mediante planos estáticos o escenarios desolados, sino integrarlo en una narrativa clásica en tres actos sin perturbar el ritmo de ingesta de palomitas. Así lo prueba una estela de fracasos que relumbra desde la histeria prepaternal de la llamada Nueva Comedia Americana (con Lío embarazoso como canon diegético) hasta el reduccionismo existencial por el que abogan Algo pasa en Las Vegas, Amor y otras drogas y otros estrenos recientes. Estas baladas tristes de treintañeros lo son también de sus responsables, incapaces de traducir sus premisas a una planificación acorde con las arriesgadas opciones vitales que aventuran; sin remedio, todas ellas se truncan en favor de otras más conservadoras, como si los guionistas fueran conscientes de los limitados recursos de la realización que va a nutrirse de su trabajo.

Por desgracia es también el caso de Sin compromiso, cuya aparente inversión de los términos de un romance —del sexo desinhibido a los intentos de llegar a algo serio”— se contradice con la reaccionaria voluntad formal que lo envuelve. Ni siquiera los peligros en las relaciones de pareja de los que Reitman se hacía eco en su irregular Mi super ex-novia (2004) tienen cabida en un destino que van sellando rutinarios juegos de plano-contraplano, subrayados melódicos o silencios rotos por diálogos formulaicos, los cuales adelantan las conclusiones del texto a modo de coro griego. Como en los filmes mencionados anteriormente, el componente sexual explicitado en el primer tramo de la cinta resulta castrado por el advenimiento de la fatalidad romántica, inherente al caduco sistema de representación del vínculo amoroso al que aludíamos. Más allá del sexo no hay nada más que una ficción cinematográfica, podríamos extrapolar como mensaje de la película de no sernos requerida su aprobación con un gran aplauso.

Antes que a la primeriza Meriwether y al bienintencionado Reitman, con respecto a este alegato del sexo emocionalmente seguro sería obligado denunciar la complicidad de Portman, productora de la película además de actriz principal. Su frivolidad da pie a confrontar el encierro sentimental de Emma con el glorioso despertar sexual de la otra workaholic que encarna en Cisne negro: la comparación de la puesta en escena proyecta el dilema de la predeterminación versus el libre albedrío; la ética de sus criaturas, vivir la vida controlando con control o verdaderamente sin límites. Que el lector juzgue por sí mismo qué interpretación desautoriza a la otra.