Teleshakespeare. Una conversación sobre el presente de las teleseries

En una lejana conversación con Jean-Luc Godard, Serge Daney contrastaba el sentimiento de pertenencia al mundo, que había creado el cine, con la impotencia que inspiraban los media. Para Daney, «el cine nos había adoptado al darnos un mundo suplementario que podía establecer la relación entre la cultura que tenía el monopolio de la percepción y el mundo a percibir». En otras palabras, el cine había fomentado un hábito de lectura que, frente a la pantalla, nos hacía sentir menos huérfanos.

En la actualidad, el cine parece ver amenazada su centralidad a causa del éxito de unas teleseries que han conseguido invertir el signo negativo que arrastraba la televisión. Ahora son las teleficciones las que generan una enorme cantidad de contribuciones teóricas desde los más diversos ámbitos. Teleshakespeare (Errata naturae ed.), de Jorge Carrión, es el ejemplo más significativo de todo lo que la ficción televisiva puede dar de sí. Y para demostrarlo, hemos charlado con su autor a propósito de la consolidación del hábito de lectura y consumo de las series; su papel como estupendas cajas de herramientas para desarrollar conceptos más propios de otras técnicas o disciplinas; su simbiosis con otros medios, como los videojuegos; o la forma en que gestionamos el final de una teleserie. En definitiva, una conversación perfecta para descifrar el presente de las teleseries.

—¿Cómo se ha consolidado ese hábito de lectura que proporcionan las series y, sobre todo, la posibilidad de que éstas generen un sentimiento de pertenencia al mundo?

—Yo creo que ha sido un proceso simultáneo y paulatino: después de cincuenta años de zapping, que se había multiplicado sobre todo en los años 80 y 90, Internet nos fue enseñando a abrir y cerrar ventanas, chatear, buscar información y divagar por la ruta para llegar a ella, compartir archivos y juicios, cortar y pegar, etc.; no creo que la importancia que la teleserialidad tiene hoy en día se pueda entender sin esa educación. Para mucha gente, las series tienen todavía relación con la parrilla televisiva, con la programación de los diversos canales españoles; para otros consumidores, es una cuestión de DVD; para muchos más, streaming o descarga. Lo que importa es lo que Henry Jenkins llama “la convergencia”. Conviven esos televidentes y comparten, digamos, una misma energía, porque lo que realmente importa es que, sea cual sea la vía de acceso, lleva a compartir una mitología. Sospecho que esa mitología es más autónoma de lo que parece, pertenece a un meta-género, el que conforman todas las series de calidad, nos emocionan, seducen, sacuden; pero no sé si generan un sentimiento de pertenencia a un mundo que no sea el de esas propias ficciones (pese a que muchas de ellas sean realistas e incorporen alusiones constantes a lo contemporáneo, casi en “tiempo real”).

—Precisamente, a propósito de lo que señalas de la idea de convergencia, me pareció muy interesante el comentario que haces en tu libro a propósito de lo que Pierre Lévy definió como la cosmomedia, un espacio colectivo del conocimiento. Esa mixtura de lenguajes, formatos o disciplinas del saber me lleva a pensar en la posibilidad de que se pueda adaptar a la estructura de nuestro mundo (la cual, como diría Peter Strawson, se corresponde con la estructura del lenguaje). En tu libro señalas una serie de estrategias narrativas teóricamente ajenas a la forma de leer las imágenes por parte de un espectador medio, (pongamos por caso los flash-sideways de Perdidos). Y lo realmente fascinante es cómo esas estrategias se han interiorizado como parte de la sintaxis de las series e, incluso en casos concretos, se han convertido en la razón de ser de esas imágenes.

El hecho de que pueda producirse una sinergia de esa clase me parece una forma de entender que poco a poco modulamos el sentimiento de pertenencia con ese mundo, porque también poco a poco vamos perfilándolo con más elementos e identificándolo, en complejidad, con nuestra contemporaneidad; vamos apropiándonoslo. Otro motivo, quizá más débil, sea la utilidad que otorgamos a las teleseries, en las que una obra como House perfectamente puede servirnos como ejemplo para un caso de suerte moral o de bioética. Pueden constituir un instrumental interesante para visibilizar conflictos que no aparecen tan bien definidos en otras esferas. Digamos que se abren —como por otro lado, otras tantas disciplinas artísticas— a la posibilidad de que podamos utilizarlas o, como señalabas antes, reflexionar sobre sus contenidos. Pero, tal vez, por su cercanía, las preferimos en detrimento de otras opciones.

—Lo que señalas es muy interesante: un doble conflicto del espectador; por un lado, con la forma en que se narran las historias, y que nos obligan a cambiar nuestros hábitos de lectura; por otro lado, con los conflictos éticos que plantean los personajes, y que nos obligan a pensar la realidad desde otra perspectiva. En los últimos capítulos de The Good Wife, por ejemplo, nos han obligado a pensar en la actuación de Google en China (la censura) y en la actuación de los guionistas de La red social —al escribir un guión sobre una persona viva y unos hechos recientes. Esa doble toma de posición, estética y moral, es más fuerte en las series que en ningún otro producto narrativo actual.

—¿Qué papel pueden desempeñar conceptos como novedad u originalidad en un medio que se caracteriza por la hibridación, el trasvase, cuando no apuesta desde su misma dinámica interna por el remake, la secuela o el spin-off?

—La novedad siempre existirá, porque es hija inmediata de la historia, y la historia, pese a mantener ciertas constantes simbólicas, es siempre nueva. Por otro lado, hay que cambiar nuestra forma de entender la originalidad, que sigue siendo demasiado romántica. Si la autoría es compleja, también lo es la recepción y lectura y también lo es la novedad. Por eso uso en el libro el concepto de giro manierista: la historia del arte puede ser leída así. Los detectives salvajes como giro manierista respecto a Rayuela. Mad men como giro manierista respecto a Los Soprano. No evolución, giro, vuelta de tuerca, en un contexto histórico y, por tanto, tecnológico, y por tanto, artístico, siempre nuevo.

—Con respecto a la vuelta de tuerca, me parece muy apropiado lo que escribes sobre el remake de V (lo que estamos viendo se encuentra, a nuestros ojos, en tensión con lo que vimos). En ese punto, opones tu imagen de adulto a la de aquel niño que se entretenía viendo la serie. Ahora mismo, por las características de muchas de las teleseries, no resulta extraño que una ficción pueda abarcar más de una década en antena. Sin embargo, lo que me interesa son esa clase de ficciones que, por su duración, atraviesan diferentes etapas de nuestro proceso madurativo, es decir, esas ficciones con las que crecemos en una especie de sincronía.

¿De qué manera crees (pensando en tu ejemplo de V) que esa teleserie modula nuestra mirada o nuestra percepción futura ante un eventual remake?

—En el caso concreto de V (o de El equipo A, la película, respecto a la serie original), puedo hablar por un lado de nostalgia (lo que ya se ha convertido en un tópico), pero sobre todo de interés por los cambios: cómo todo cambia para que todo siga más o menos igual (otro tópico, pero también adecuado, porque en ambos casos, pese a las muchas metamorfosis, el tono de las obras, el público al que están destinadas, o los tabúes que respetan, son idénticos). Pero, en efecto, hay que verlo en un contexto más amplio: cómo James Bond, Bourne, El señor de los anillos, Millenium o Toy Story nos acompañan durante décadas, sino durante toda una vida. También lo hacen Shakespeare o Beckett, pero sin esos granos de novedad que hacen de las series obras-en-marcha que siempre nos pueden, aunque sea mínimamente, sorprender (más, o al menos de un modo distinto, que, por ejemplo, una puesta en escena de Calixto Bieito).

—Volviendo a la idea del giro manierista. Aunque el trailer de Super 8 invoque a Spielberg o utilice la partitura de James Horner para Cocoon, no podemos dudar de la paternidad de Abrams, como sucede con los efectos laterales de Perdidos, sea Undercovers o Fringe. Y, a pesar de beber de una multiplicidad de fuentes visuales y temáticas, reconocemos la mano de su autor por encima de las influencias. En otras palabras, no nos cuesta pensar un estilo Abrams, ya independizado de sus referentes. ¿De qué manera crees que el giro manierista puede convivir con una noción fuerte de autoría como la que, en este caso, se arrogan los dispositivos de JJ Abrams, que se han convertido en figuras o recursos narrativos autónomos y distinguibles de otras ficciones?

—Abrams se ha convertido en un pequeño mito contemporáneo. En el libro discuto la noción de autoría, respecto a las series, precisamente a través de su vinculación con Perdidos. El público reclama nombres y, si es posible, mejor un único nombre. La marca Abrams funciona a la perfección desde la óptica de esa demanda. Pero él se sobre todo un arquitecto, un coordinador, alguien capaz de compartir su poética con las de otros, para crear tanto productos poderosos (sus películas, Perdidos, Fringe) como productos mediocres (Undercovers). El giro manierista es una operación interpretativa que se ha aplicado al arte clásico (el propio manierismo) o al cine (para entender los cambios entre el clasicismo y el neoclasicismo y la llegada de la posmodernidad), cuando se ha hablado de obras de autores muy consistentes, incluso geniales. De modo que no supone una merma de originalidad, porque —insisto— la historia y el individuo no pueden crear sin ser, aunque sea mínimamente, originales.

—Otro detalle al que concedes importancia en tu libro es a la manera en que gestionamos el duelo ante el final de una teleserie. Quizá el ejemplo más cercano, en este sentido, sea el final de Perdidos. O cómo, ante el final de una ficción, la propia historia parece pasarnos la responsabilidad de darle un valor a todas esas horas de viaje que hemos vivido como espectadores.

—Esa línea viene de mi novela Los muertos, uno de cuyos ejes es el duelo por la pérdida de los personajes de ficción. Allí me inventé la página web Mypain.com, en que canalizas el duelo real, biográfico, encarnando a un personaje —como avatar— que murió en una obra de ficción. El elevado número de horas de convivencia con los personajes de las series hace que sintamos su pérdida de una manera especial. Nuestra viudez u orfandad, simbólicas, conecta Los muertos y Teleshakespeare con mi próxima novela, Los huérfanos.

—Hace unos días, jugando al Alan Wake, me llamó la atención la estructura episódica, con sus previously y sus to be continued, del juego, más hibridado que nunca a una teleficción. ¿De qué forma pueden incidir esos recursos narrativos en la estructura de un videojuego? ¿Crees que puede sacarle un partido especial o que acabará mecanizándose como otro efecto más puramente coyuntural?

—En algunos videojuegos hay referencias concretas a Carroll, a P.K. Dick, a Borges y a muchos escritores; y a películas; y a series. Lo importante, no obstante, no es la alusión directa, sino cómo el videojuego no puede pensarse sin las estructuras dramáticas de la literatura y del cine. De modo que la permeabilidad es mucho más natural, entre lenguajes, que el autismo. Shakespeare está en los videojuegos porque está en todas partes. Todo está relacionado. Y ahora más que nunca.

—Me gustaría saber tu opinión sobre las teleseries españolas, ahora que iniciativas más esforzadas, como Crematorio, saltan al ruedo e, incluso, el éxito de determinadas ficciones, como Águila roja, sugiere su posterior trasvase al cine en forma de largometraje.

—Sinceramente, no tengo opinión al respecto. Los capítulos que he visto, haciendo zapping, de Águila roja o El internado, me han parecido telenovelas tradicionales con algún efecto especial y temas más actuales. Pero no puedo realmente opinar acerca de ellas. Sobre Crematorio, la compraré en DVD cuando termine y la veré. La novela es muy dura e interesante.

—Parece que las teleseries son las que más trabajan las posibilidades de la ficción, ofreciendo más caminos, elecciones y capacidad de interpretación al espectador. ¿Crees que las teleseries pueden alcanzar un rol hegemónico en la ficción, en detrimento del cine?

—Me temo que el cine y la literatura ya perdieron la centralidad. No sé si hay algún producto narrativo que la pueda ostentar en nuestro presente, porque se caracteriza por la pluralidad de oferta cultural. En términos cuantitativos, supongo que los videojuegos y las teleseries son las obras con mayor capacidad de influencia. Pero en términos cualitativos, el arte contemporáneo, el cine, la literatura, las artes escénicas, etc. todavía juegan un papel muy importante en nuestras sociedades. Si yo escribo libros y trato de entender desde ellos Internet o la Televisión es porque creo —espero no ser un iluso— que la literatura es el territorio más adecuado para analizarlos.

Conversación mantenida a través de correo electrónico entre el 16 y el 27 de marzo.