Lo importante
Llamadme simple pero yo suelo encontrar la esencia del cine y de las cosas en películas como Código Fuente. Llamadme mainstream, u otras cosas que os digan, pero la satisfacción que me produce la segunda película de Duncan Jones (tras la más cool Moon) es única y real. Salgo diciendo cómo mola, quiero ver más películas, que puto amo el hijo de David Bowie. Parezco un periódico deportivo o de información general intentando explicar que si Pepe, que si Pep, que si Mourinho, pero es que la emoción del cine va muchas veces intrínseca a sus propios mecanismos. A la madurez de divertirse. A la seriedad de jugar.
Duncan Jones juega duro y plantea sus condiciones desde el principio: Entramos en la película con unos planos perfectos de una ciudad y unos parajes trazados con la fría (e inerme) precisión con la que se construye una maqueta de una urbanización del caso Gürtel o un bonsai que huela a vino con secretos de estado. La horrible música de Chris Bacon va diciéndonos, además, que estamos ante una película que pretende ser un ejercicio hitchcockiano sobre la falsedad (de los culpables) y la psicosis (de los vigilantes). Nada importante. En serio. Algo superable. Un pato hace cuack humanizándolo todo. Puto pato crack.
Hace un par de años estuve a punto de suicidarme en un pase de prensa viendo un tumor de cine español llamado 7 minutos. En el artefacto talentoso de Jones son 8 minutos los que dura cada secuencia. 8 minutos para salvar el mundo, para tener prejuicios, para cagarla una vez más o para enamorarnos de una muchacha. 8 minutos que es todo lo que se puede mantener bajo el agua, y sin respirar, a una narración. En ese tiempo se marcan las líneas, se afilan las tramas, se recogen los datos y se estructura el discurso. 8 minutos que duran una eternidad o conforman un nuevo día. 8 minutos para decir lo siento, te quiero, las manos donde yo pueda verlas o me voy que no me da tiempo.
Esas breves capsulas contienen el veneno imperecedero de lo importante. Lo que queda cuando se muda la piel y se terminan las causas. Ese prurito de volver a pintar las paredes y contemplar nuevas formas. Por ejemplo, las transiciones entre viaje y viaje. Lo que en otros sería un epiléptico despliegue de tics videocliperos aquí se transforma en imágenes inconexas que realmente no sirven de trailer sino de epílogo. Una audacia sin explicar porque no todo hay que explicarlo en el cine. Donde tienen que explicarnos cosas es en la vida y ahí si que casi no nos explican nada y parecemos no darnos por enfadados. Nadie reclama el dinero de la entrada.
Y es que cuando no queda otra salida ser un héroe es más sencillo. Tan sencillo como mirar a los clásicos y sentirse moderno. Utlizar las herramientas, localizar los errores, no ser demasiado fiel a ninguna creencia que pueda lacrarnos. Resolver por encima de nosotros mismos, transformarnos en títulos de crédito humildes y con la cabeza abajo mientras recogemos la recompensa, alejarnos por el mismo lugar de donde venimos, sonreir sucio y herido con lo que queda de nosotros y nuestra esperanza. Manchados con nuestra propia sangre, con lo que somos. Código fuente se transforma así en un ejercicio de concreción, un disparate en el que creer a pies juntillas, una cuestión moral y modal de cine hecho desde la inteligencia para satisfacción de la inteligencia de cualquier espectador. Es cine comercial desde la ética de una estética contemporánea y que no se siente por encima de sus circustancias ni de su yo.
Que sí es cierto que de alguna manera se parece a otras cosas que ya hemos visto. Que sus referentes son meridianos y reconocibles. Desde el espíritu lúdico de A la hora señalada de John Badham (una película olvidada y que aprovecho para reivindicar) al brutal existencialismo necrófilo de esa obra maestra llamada Déjà vu, de la manipulación de los elementos para cuestionar la propia trama de Memento a la descreída equiparación entre la ciencia y la ficción de El incidente, que aquí encuentra su culmen en una resolución que para muchos parece cogida con pinzas y que para el que esto suscribe es una declaración de intenciones ya manifiestas en la parte final de su ópera prima. Lo importante no se encuentra en lo que vimos antes, sino en que seguimos mirando, 8 minutos a 8 minutos, la eternidad esencial del cine.