Luther

El héroe anda suelto

1La relativa inflexibilidad de los arquetipos dicta que el héroe sea un personaje solitario, ubicado en la periferia de todo orden social reconocible, y obligado a realizar alguna clase de sacrificio para mantener con vida su condición. En los últimos años, figuras clave de la teleficción norteamericana, como el Jack Bauer de 24 (Cochran y Surnow, 2001-10), o del cine, como el Batman reinterpretado por Christopher Nolan, han introducido una variante: Para perseverar en su objetivo, además de reconocerse cada vez más vulnerable —y, por tanto, humano—, el héroe debe acercarse al límite que su identidad tolera, debe ser incapaz de distinguir los matices morales. Porque ha de experimentar los cortocircuitos que produce (cumplir con) el oficio con todo aquello situado fuera de su órbita. De ahí que el héroe contemporáneo —como sugiere la excelente Hancock (Peter Berg, 2008)— abandone el apparel espectacular para asimilarse al único miembro del tejido nervioso de una ciudad, cuyo estatus de protector le impide corresponder a sus deseos: el policía que patrulla, vigila sin descanso, recorre las entrañas de la ciudad, pero nunca consigue desprender la idea de deber de la idea de vivir. Porque la primera subordina a la segunda, y marca su existencia torturada.

El arranque de Luther (Neil Cross, 2010) tiene lugar donde otros cierran su ficción: en el momento en que decidimos hasta qué punto vamos a llegar o, mejor dicho, cuánta distancia vamos a poner con nuestras barreras morales. Un hombre, sospechoso de homicidio y secuestro, queda suspendido de la plataforma de una fábrica abandonada. En brutal contrapicado, subrayando el peso y el poder de la situación, aguarda el detective John Luther (Idris Elba), quien valora si debe o no ayudar al presunto asesino. La ansiedad que flota en la serie podría recordarnos al brutal interrogatorio que persigue a Sean Connery en La ofensa (The Offence, Sidney Lumet, 1974), porque es a través de esa sensación tangible, visceral y primitiva como podemos definir a Luther. Es el héroe al que agradecemos su protección, pero al que transformamos en culpable cuando buscamos una figura contra la que expulsar nuestras fallas legales. Porque su talento innato para decidir justo cuando está al borde del abismo, le aleja de las coordenadas del policía para acercarle a la única figura que nunca vacila cuando se encuentra al borde del abismo: el asesino. Determinar cuándo pasamos de un punto a otro es el conflicto moral de nuestro presente.


2Cada Sherlock tiene a su Moriarty, y el de Luther se llama Alice Morgan (Ruth Wilson), una niña prodigio homicida y carente de empatía, que se erige en fiel reflejo de un Londres hiperracional y tétrico, con cabeza de rascacielos y piernas de muros de ladrillo rojo, en cuyo adormecido corazón no hay espacio para la anomalía. Alice es la versión refinada de Luthe3r —su límite, de hecho—, la heroína que sabe cómo cortocircuitar la razón sin perderse en la hybris, es decir, la desmesura. Fría, despiadada, tan hiperracional como la ciudad que le cobija, Alice puede vivir con su condición de asesina porque, a diferencia de Luther, sabe cómo manejar sus resortes. Sin embargo, algo tan delicado como el amor, tan frágil como la conmiseración, le descubren en Luther esa otra imagen posible entre enemigos íntimos: donde antes hablábamos de respeto, ahora lo hacemos de amistad.

Hasta cierto punto, que un héroe y su villano sean amigos e, incluso, puedan llegar a enamorarse, nos obliga a pensar que, tal vez, sea la ciudad la que ha caído enferma —de progreso, de leyes, de imperativos, de mentiras, …—, y ellos sean los encargados de montar la comedia para salvaguardar su cordura. Porque en los seis intensos episodios que componen la primera temporada de Luther, el rostro del monstruo recorre los diferentes espectros sociales hasta llegar al único que nunca debería: mientras su protagonista ve cómo su mundo se colapsa cuando la relación con su mujer, Zoe (Indira Varma), sufre un nuevo vaivén, y la investigación sobre su pasado amenaza con retirarle del oficio; es el amigo, el hombre recto, el que sirve de ejemplo y sostén de los que nos equivocamos y amargamos la vida de los otros, el que descubre su imagen monstruosa, el que desviste a la ciudad hiperracional y ordenada para atestiguar que de la razón siempre puede salir algo mucho más horrible de lo que intuimos. El que, en su fracaso como amigo, como confesor, como ejemplo de integridad, nos hace sentir mal por haber juzgado, por haber hostigado hasta quitarle el aliento, a un héroe como John Luther. Porque, más allá de cualquier caracterización al uso, Luther es una reflexión no sólo sobre nuestro rasero a la hora de hablar de las negociaciones entre moral y ley, sino también sobre nuestro rasero a la hora de hablar de la figura en quien delegamos esa negociación.


3A menudo, olvidamos —o queremos olvidar— que no siempre podemos ser buenos, porque la vida tiene unos gastos y, tarde o temprano, nos falla la fórmula de cómo satisfacer a todo el mundo. Y, aunque Nina Simone nos lo recuerde en los compases finales de la serie, no acabamos de estar cómodos ante esa revelación. ¿Nos acerca un poco más hacia Alice o Luther? ¿O acaso lo que nos da miedo es alejarnos del confort de quien prefiere no tomar decisiones? Cuando debemos ensuciarnos las manos, cuando el conflicto moral no es retransmitido vía satélite por televisión ni la boca se nos llena de buenas palabras, cuando somos los protagonistas, ¿de verdad seguimos manteniendo la ilusión de ese confort, la seguridad de no pertenecer a lo que definimos como anomalías? Cuando Mark North (Paul McGann), la nueva pareja sentimental de Zoe, pasa de ser un espectador de un conflicto que no le atañe directamente, a ejercer un papel activo dentro del relato, percibimos de qué manera nos afecta la capacidad de asumir responsabilidades.

En la prosa de Brian Garfield el dolor no se describe a través del número de disparos efectuados por sus paladines de la venganza, sino en la sensación del peso del arma en las manos, el molesto roce de la culata sobre el cuerpo. En otras palabras, el dolor surge de la eventual simbiosis entre arma —y lo que representa— y moral, haciendo de ambas un mismo cuerpo; el dolor es saber que algún día podremos utilizarla o, peor aún, tendremos que utilizar. En cierto modo, lo que Luther deja entrever es que, ante una decisión de ese calibre —o ante la decisión de ayudar o no a un presunto asesino, o de buscar venganza cuando hablamos de justicia—, no estamos preparados para sobrellevar sus consecuencias. Por eso, siempre necesitamos a un héroe que lo haga por nosotros. Pero cuando el héroe olvida su disfraz, desea integrarse, de pleno derecho, en el tejido de la sociedad, y poder liberar su complicada existencia emocional, nos aterra pensar que algún día tengamos que ser nosotros los que ocupemos ese espacio huérfano. Nos aterra que llegue el día en el que tengamos que decidir. Porque ya no estaremos tan confiados de que la mesura vencerá a la hybris. Porque empezaremos a intuir que se nos ha olvidado en qué consiste ser humanos. Porque, como John Luther, «I’m just a soul whose intentions are good / oh Lord, please don’t let me be misunderstood.». Porque entre el héroe y nosotros, entre el anómalo y nosotros, la distancia será prácticamente inexistente. Y Luther es el relato de ese reconocimiento.