Resacón 2: ¡Ahora en Tailandia!

Walk on the wild side

Golpe a golpe, Todd Phillips forja, raspa, lima y afila el instrumental del slapstick y de la comedia clásica americana. Sus primeros tanteos esbozaban el esqueleto de un puente entre las ochenteras despedidas del parque de atracciones púber y la escatología sostenida y estrepitosa de Peter y Bobby Farrelly. Un campo de trabajo que no ha dejado de abonar temática y estilísticamente, poblando su cine de personajes que tratan de asir el huidizo fantasma de un salvajismo pretérito e irrecuperable, mientras luchan por reencontrar, en forma de esquivo testículo que huye por los pasillos de un hospital, cosas tales como una noción de la virilidad en la que ya no pueden creer —Aquellas juergas universitarias (Old School, 2003)—; cicatrizan traumas familiares para asumir la temible paternidad —Salidos de cuentas (Due Date, 2010)—; o se someten a las despiadadas formas de un ritual de maduración en el que sólo la amistad puede compensar el esplendor perdido —Resacón en Las Vegas (The Hangover, 2009)—. Y es que, ya sea en forma de viaje o de transitoria estadía en un purgatorio urbano, las desventuras de los personajes interpretados por Brecklin Mayer, Luke Wilson, Billy Bob Thornton, Bradley Cooper o Ed Helms guardan un poderoso sentido litúrgico, a modo de retahíla de sangrantes pruebas encaminadas a la asunción de nuevas responsabilidades conyugales, familiares o sociales. El desenlace siempre supone un regreso al estatus original o la adquisición de uno nuevo y más estable, a menudo mediante la represión de los volcánicos instintos y emociones que afloran a lo largo del metraje; sin embargo, los ciertamente conservadores finales no merman el incisivo cuestionamiento de las certezas (incluso sexuales) que tiemblan como gelatina durante un terremoto, sin terminar nunca de desmoronarse.

Su relevancia como artífice de la llamada Nueva Comedia Americana vendrá dado por la práctica de la hipérbole no ya sólo en lo que se refiere a la concepción de los gags, sino a la cruda y explícita violencia sobre los cuerpos, a la vertiginosa explosión de muecas e imposibles contorsiones, como una exacerbación grosera del histrionismo del cine mudo. El cuerpo de los protagonistas vive sometido a todo tipo de imprevistas permutaciones: contusiones, tatuajes inesperados, balazos, desmembramientos, alaridos de pánico y dolor.

La culminación de dichas constantes temáticas y estilísticas nos lleva hasta Resacón en Las Vegas, donde un ya notable dominio de los resortes del género se ve enriquecido por un planteamiento estructural sobre el que reverberan ecos del cine de Alain Resnais.  Las Vegas funcionaría a modo de Marienbad para Stu, Phil y Alan, forzados a hilvanar los hilos destejidos del relato. Pero no debemos engañarnos: Phillips es, ante todo, un concienzudo relojero entregado al travieso placer de adelantar y retrasar los relojes de sus clientes. Su materia prima no es otra que los modelos clásicos del género, que altera pero no subvierte, trastocándolos sin pretender transgredirlos. Su gran aspiración parece ser antes la de perfeccionarse como director de orquesta que la vana pretensión de resultar original.

Si en Salidos de cuentas se situaba al volante de una muy tradicional buddy movie, en Resacón 2: ¡Ahora en Tailandia! riega el esquema de la primera parte para conseguir efectos bien distintos. Si de Resacón en Las Vegas resultaba una elegía, la desmesurada despedida de un engañoso sentido del placer adolescente al que patéticamente se aferraban sus personajes, esta segunda parte renuncia a los melancólicos arpegios del original para erigirse en una gozosa danza de autoafirmación personal. En ambos casos, el inefable Alan —interpretado por Zach Galifianakis, genial comediante que, esperemos, a nadie le dé por explotar su vena dramática y convertirlo en una figura de prestigio— funciona no sólo como impredecible botones del ascensor narrativo, sino como mastodóntico astro en torno al cual orbitan los personajes, los gags y el contenido emocional de la historia. Imbuido de un carácter peterpanesco, este preadolescente perpetuo será quien haga comprender, en la primera parte, el valor compensatorio de la amistad cuando llega el momento de renunciar a los desfases de juventud; y en Resacón 2, su sentido infantil de la manada —expuesto con maestría en un impresionante flashback— lleva a los protagonistas a instituirse como wild bunch capaz de lidiar con una realidad siempre amenazante y hostil. Porque lo que ahora está en juego es mucho más que el futuro conyugal de los protagonistas: Bangkok, como la jungla conradiana, adquiere vida propia, mastica y traga a sus visitantes para nunca escupirlos, «como la última palabra en ciudades del pecado, un territorio donde el hedonismo siempre está a un paso de la autodestrucción o del desafío a la identidad (sexual, entre otras cosas)» [Jordi Costa, El País]. Derrotar las fuerzas maléficas de la civitas hominem supondrá para Stu —grisáceo dentista tan aparentemente insípido como un cuenco de arroz blanco— el reconocimiento y la aceptación de que «todos nosotros somos, por naturaleza, animales salvajes. Nuestro deber como seres humanos es llegar a ser como domadores, que mantienen a sus animales bajo control e incluso les enseñan a hacer funciones más allá de su condición de bestias» (Ton Nakajima, La bestia salvaje).

Por ello, la insistencia en la amnesia como principio organizador del desmembrado relato no hace de Resacón 2, necesariamente, un burdo remedo de la exitosa primera parte. Todd Phillips lustra los utensilios anteriormente empleados para sacarles un mayor brillo, puliendo sus indudables dotes como especialista en comedias para superar las asperezas e irregularidades de Resacón en las Vegas. Adulterando el Arte Poética de Jorge Luis Borges, podríamos concluir con estos versos: «Cuentan que Ulises, harto de prodigios/ Lloró de amor al divisar su Ítaca./ La comedia es esa Ítaca/ De verde eternidad, no de prodigios».