Ciertamente, la filmografía de Mariano Ozores continúa siendo, a día de hoy, una de las más sistemáticamente ninguneadas por parte de la crítica especializada, quizá en parte por el exceso de familiaridad que enlaza su cine con esa adolescencia valorativa que muchos se empeñan en enterrar. Víctima, además, de desproporcionados elogios de aire fanzinero que han acabado por hacerle más mal que bien, su obra aún espera el acercamiento equilibrado, riguroso y desprejuiciado que sin duda merece. Brillante, incluso valiente, en sus primeros títulos, su trayectoria cede pronto a lo que podríamos llamar la dictadura del gusto mayoritario —y lo que es más peligroso, a los requerimientos de la moral imperante, nada progresista, desde luego—, pero tanto sus propuestas más insólitas como sus obras descaradamente alimenticias conservan unos evidentes rasgos de autoría (ese humanismo vital y apasionado, esa predilección por personajes marginales y desfavorecidos, la vindicación de una picaresca inequívocamente autóctona, la búsqueda del humor dentro de la tragedia; muchos de ellos rasgos habituales en el cine franquista, pero también presentes en otros cines de ideología radicalmente opuesta y un tono de denuncia menos sutil). No en vano su deriva durante las décadas finales de la dictadura, la transición y los primeros años de la democracia –imposible para nosotros no abordar el cine de Mariano Ozores sin tener en cuenta los condicionamientos sociales y políticos de sus respectivas épocas, mal que nos pese-, ofrece no pocas sorpresas, tales como extraños films corales de ciencia-ficción —La hora incógnita (1963)—, pintorescos musicales —En la red de mi canción (1971), En un lugar de la Manga (1970)—, fundacionales comedias adolescentes —El rollo de septiembre (1985)—, vitriólicas denuncias de la corrupción política —la nada amable trilogía formada por Disparate nacional (1990), Jet Marbella Set (1991) y Pelotazo nacional (1993)—, no menos aceradas crónicas sociales endulzadas de humor desarrollista —Venta por pisos (1972)—, ácidos itinerarios de supervivencia laboral en tierras hostiles, no exentos de crueles episodios sexuales —Chica para todo (1963), La graduada (1971)—, tragicómicas y pre-edwardianas aproximaciones a la pitopausia —Manolo la nuit (1973), Fin de semana al desnudo (1974)—, y hasta decadentes parodias que buscaban en la reducción al absurdo un escape a la abulia de unos tiempos poco adecuados para la lírica —Operación Mata-Hari (1968), la estupenda ¡Cómo está el servicio! (1968), Le llamaban la madrina (1973)—. Lo dicho debería ser más que suficiente para considerar, cuando menos, al autor de todas estas películas como un cineasta personal, condenadamente hábil, un artesano que conocía su oficio a la perfección y que poseía esas secretas claves para despertar la complicidad de un público no por aplastado por el poder menos heterogéneo y exigente.
A mediados de la década los ochenta, el cine de Mariano Ozores, como es bien sabido, sufrió un revés inesperado de consecuencias casi devastadoras: la ley promulgada por Pilar Miró, la ministra que lo acusó directamente de hacer un cine “para fontaneros”, en detrimento de las nuevas voces de la vanguardia intelectual que no encontraban acogida en las salas del centro. Y lo hizo precisamente cuando su cine gozaba de un momento particularmente feliz, pues la paulatina instauración democrática, además de disparar los elementos sexuales de sus películas, también aumentó sobremanera su capacidad satírica, la jocosidad y oportuna puñetería de sus argumentos, que retrataban como nadie la picaresca de una España negra que a duras penas se las apañaba para tirar adelante. Pues bien, esta situación obliga a Mariano Ozores a refugiarse en el soporte videográfico y a inaugurar el que es con toda seguridad el período más estéril de toda su obra, pues la flagrante escasez de medios dejaba muy poco espacio al riesgo y a la creatividad, más allá de la pedestre repetición de situaciones, escenarios y tics histriónicos por parte de sus actores habituales. Aun así, a esta época pertenecen algunas obras de un laconismo nada desdeñable, centradas en el clásico tema de la –ardua, agotadora- adaptación a los nuevos tiempos, como Capullito de alhelí —1986— (el equivalente ozoriano a El gran combate —Cheyenne Autumn, 1974— de John Ford, en cuanto a redención se refiere, si cambiamos a los indios por homosexuales) o Pareja enloquecida busca madre de alquiler (1990). A este período pertenece también la única obra que Mariano Ozores preferiría no haber hecho jamás, una de las pocas que puede considerarse enteramente de encargo de su dilatada filmografía: Veredicto implacable.
La película constituye una aislada y eficiente incursión del realizador en el cine de karatekas, amén de tener el honor de ser una de las escasas muestras del subgénero rodadas en España, junto con las igualmente inenarrables Los Kalatrava contra el imperio del Kárate (Esteba, 1974) —que en ningún caso debe ser considerada una película de artes marciales— o el incunable Kárate contra mafia (Sah-Di-Ah, 1980). Su desarrollo es perfectamente canónico, previsible e incluso algo desganado, pero aporta algunas claves sobre el innegable oficio con que el director de Los bingueros (1979) maneja un desarrollo cien por cien de género, dosificando bien los efectos y las secuencias de acción. Estas últimas son rápidas, funcionales y quizá en exceso limpias, demasiado para todos los públicos (el impacto de un par de estrellas ninja es lo más gráfico que vemos en pantalla). También es justo reconocer que podrían haber sido mucho más ridículas. En todo momento se echa de menos el humor bufonesco de un Samo Hung, la locura de Sonny Chiba o la hermosa concisión de Bruce Lee… pero tampoco conviene pedir aquí peras al olmo.
Mariano Ozores nos reserva aún unas cuantas sorpresas que consiguen que la historia central, simple hasta decir basta, se siga con moderado interés y una llevadera sensación de regocijo. La primera de ellas tiene que ver los elementos presentes en el guion de otro subgénero muy en boga por entonces, que tuvo a Charles Bronson y a la productora Cannon como sus emblemas más reconocibles: la venganza callejera. Ahí tenemos nuestro punto de partida, y la excusa para la sucesión de llaves y golpes: tras un altercado con unos atracadores, un grupo de amigos estudiantes de kárate quiere venganza, por lo que se propone —así, por la cara— limpiar la calle de sucios y feos drogadictos. Como ya adelantábamos más arriba, su puesta en escena será fulminante pero nada sangrienta, a años luz de la fantástica brutalidad de miniclásicos como El justiciero de la noche (Death wish III. Winner, 1985), Tenement (Roberta Findlay, 1985) o la reivindicable La noche del ejecutor (Molina, 1992). La carga reflexiva de la historia también dista mucho de tener la profundidad del original de Winner, de Los jueces de la ley (The Star Camber. Peter Hyams, 1983), o de títulos más recientes, y también mucho más estimables, como La extraña que hay en ti (Jordan, 2007) o Death Sentence (Wan, 2007)… y para ser sinceros la habitual ambigüedad propia de este tipo de productos parece aquí más fruto de la pereza del guionista que de una buscada doble moral. El segundo incentivo es el reparto, en el que aparte de los jóvenes y hábiles protagonistas, capitaneados por el campeón de kárate José Manuel Egea, destaca la presencia de Jesús Puente como comisario y la presentadora y actriz Ángeles Martín en un breve papelito de chica moderna.
Dentro de una corrección a veces demasiado rutinaria, merece la pena rescatar algún diálogo más ridículo de lo habitual y la escena del combate en la playa, en la que vemos a un ninja aparecer bajo la arena (un formidable escondite para sorprender al enemigo). Y una secuencia post-créditos en verdad memorable de puro anacrónica y representativa del momento: el comisario Puente acompañado del equipo de karatekas pidiendo por favor que rebobinen la película y concluyendo con un lapidario y arriesgado: “Muy buena película, ¿verdad que sí?”. O como decía el personaje de Burt Reynolds en Boogie Nights (Paul Thomas Anderson, 1997): “Aquí estamos otra vez, haciendo historia en el cine… rodando en vídeo”.
Un cineasta a reivindicar urgentemente.
¿Para cuándo una retrospectiva exhaustiva del casi centenar de obras del maestro??