Crematorio. La política

… Y no dejamos nada

Si Gerald Brenan hubiera podido ver Crematorio, estoy seguro de que habría recibido una honda impresión, porque hubiera podido comprobar que muchas de las cosas que aprendió sobre España y que luego expresó con tanta precisión (la magistral introducción de El laberinto español, por ejemplo), aparecen dramatizadas con exactitud y con emoción entre las imágenes de esta excelente serie española. La política —y basta una mirada muy superficial a la RAE para verlo— es algo tan amplio que no sólo abarca el gobierno de los Estados, sino toda actividad humana relacionada con los asuntos públicos. Por esto, y por esa riqueza conceptual y de matices que creo que le hubiera gustado tanto a Brenan, no podré aquí expresar todo el contenido político de Crematorio y me conformo, siendo ya mucho, con poder ofrecer un esquema básico de los caminos principales por los que transita, y con los que deja abiertas profundas y graves reflexiones.

No es casual que el primer flash-back de la serie, donde conocemos los orígenes del constructor Rubén Bertomeu (José Sancho) y de su hermano Matías —cuya muerte es el centro dramático del primer capítulo— transcurra en 1981, es decir, recién instaurada la democracia y desarrolladas ya algunas leyes que permitían a los Ayuntamientos el desarrollo urbanístico: ese es precisamente el impulso para que Bertomeu, uno de los muchos visionarios inmobiliarios de la época, percibieran la ocasión perfecta para enriquecerse mediante la tarea de construir masivamente. Ese flash-back, realizado desde el presente, es decir, desde la muerte de Matías, nos deja claro que Crematorio construye una narración que abarca conceptualmente un periodo de treinta años, y dos cambios de época: 1981 (primeros pasos de la democracia, recién superado el Golpe de Estado) – 2008 (la gran crisis económica de nuestra Historia reciente, que producirá el nacimiento de un país diferente). El nuevo tiempo presente (2008-2011, por el momento) recibe el acta de certificación en una de las primeras frases que Bertomeu, cínicamente, pronuncia en la serie, para tratar de convencer a su socio ruso de que hay que ser prudentes: «Hace tiempo que se acabó la gran comilona […] Ha llegado el momento de la moral pública […] Habrá que hacer las cosas de otra manera».

Ese mismo flash-back, situado en la finca de Benalda donde vivía la familia Bertomeu, ofrece otro elemento crucial, y es que la política, en el sentido amplio en el que debe definirse, nace del propio comportamiento ciudadano, de su misma concepción ética (Brenan definió magníficamente el carácter español como una de las causas básicas del destino del país). Y es que Crematorio ofrece un admirable retrato político, en lo que es una de sus grandes virtudes, dividido en dos líneas, tratadas con similar dureza: la de los políticos o la política institucionalizada, y la del resto de ciudadanos que, con sus decisiones personales, hacen también política, como no puede ser de otro modo. Y aunque la evidencia de la primera línea es necesaria y convierte la serie en una denuncia abierta de la corrupción, a mí me interesa mucho más la segunda, no sólo porque es mucho menos obvia y mucho más incómoda para nosotros sino, sobre todo, porque, como muy bien avanza ese primer flash-back, está en el origen de todo.

La primera línea crítica, la más palmaria y la que venimos observando en los medios de comunicación durante los últimos años, está representada por los contactos políticos de Rubén Bertomeu que le permiten mantener y desarrollar su negocio fraudulento. El personaje central es el concejal de urbanismo de Misent, Llorenç Torralba (Manuel Morón), pero los diálogos delatan que Bertomeu tiene contactos a mas alto nivel, como se comprueba en una llamada que recibe en el último capítulo, con Llorenç ya en la cárcel, donde escucha estas palabras: «No creo que te cueste evitar la cárcel, no eres un cargo público, el escarnio es sólo para los políticos. Salva lo que puedas y deja que las cosas se enfríen uno o dos años […] Hay que saber cuándo replegarse. Tendrán que pasar unas elecciones municipales, que se estabilicen las cosas, que la gente se olvide… y te aseguro que la gente se olvida muy rápido. Y luego, pues oye, sea de quien sea el Ayuntamiento quién no va a querer aprovecharse de un proyecto como el de Costa Azul… son empleos, dinero para el municipio, la Comunidad no lo va a parar. No se puede parar, Rubén, no te olvides que todo el país vive de esto […] Tienes mi compromiso, pero no quiero más sorpresas».

La concepción de esta política institucionalizada queda patente en otros pasajes de Crematorio, como aquel en el que Bertomeu le exige a su abogado, Zarrategui (Pau Durà), quedar absolutamente limpio, algo que el letrado le asegura que sería un milagro, pero el constructor lo tiene claro: «Los políticos suelen concederlos»; o cuando el propio Rubén intenta congraciarse, ya en el último capítulo, con el mafioso ruso, asegurándole que «tengo las espaldas cubiertas desde la política, sabré minimizar mis pérdidas». Podríamos encontrar decenas más, pero es suficiente, puesto que este vector es uno de los más claros en el planteamiento y desarrollo de Crematorio y, sin duda, uno de sus temas principales. En este sentido, la serie, como otras manifestaciones culturales de los últimos meses, abunda en una realidad social incontestable, y que se viene reflejando —aterradoramente— en los estudios del Centro de Investigaciones Sociológicas del último año, y es que la clase política es percibida por los ciudadanos más como un problema que como una solución. No es necesario relacionar esto con los movimientos sociales generados durante el último mes de mayo, este 2011, que se han manifestado en plazas y calles exigiendo modificaciones sustanciales en el funcionamiento de nuestro sistema democrático.

La segunda línea crítica es mucho más sutil y, bajo mi punto de vista, mucho más importante, porque su análisis profundo, como el análisis de muchos de los grandes textos que se han escrito sobre España (y sobre Teoría Política en general), nos llevaría al germen de todo y, quizá, si supiéramos asimilarlo y adquirir el compromiso colectivo de solucionarlo, nos permitiría reconvertir nuestro país en algo decente y sostenible. Ya señalé al principio ese primer flash-back en el que, en una democracia incipiente, ciudadanos con cierta comodidad económica (la familia Bertomeu es definida así) ven enseguida en el nuevo régimen político la posibilidad de sacar tajada. Rubén Bertomeu trata de convencer a su madre y a su hermano de que le vendan sus partes de la finca familiar para poder presentarlas como aval en el banco, y poder levantar así un negocio inmobiliario; pero ellos se niegan, al anteponer otros valores (relacionados con el respeto a la tradición familiar) sobre la rentabilidad económica. El joven Rubén tiene claros sus objetivos y, tal como le dice su hermano («Si no te lo dan, tú lo tomas»), acaba haciendo realidad su sueño con el ejercicio de la fuerza: provoca un fuego en las fincas objetivo de su afán inmobiliario.

Queda claro, pues, que Rubén Bertomeu carece de principios o, al menos, que todos se encuentran a merced de uno sólo: el enriquecimiento personal. Quedando esto claro desde el primer capítulo, y que el propio Bertomeu no es precisamente alguien que oculte su naturaleza (magnífica composición de Pepe Sancho), se abre en torno a él otra idea fundamental dentro de esta segunda línea crítica: la aparición alrededor suyo, alrededor del líder corrupto, de infinidad de personajes secundarios, desde la familia a los amigos pasando por los profesionales que, por tontos, pusilánimes, torpes o indecisos, han decidido vivir a costa del negocio de Rubén. Esta pléyade de mediocres acurrucados bajo la teta de la que maman conforma un fresco social terrible y, finalmente, son ellos quienes —con su necesaria complicidad— sostienen un sistema corrupto y pervertido. Cuando, al final de la serie, la hija de Rubén, Silvia (Alicia Borrachero), en una escena durísima y emocionante, recrimina a su padre el lugar al que ha conducido a toda su familia con sus actividades delictivas, éste le para los pies dejando claro el terreno de juego: «Tú has comido del mismo plato, y nunca te ha preocupado lo sucia que quedaba la cocina. Has aceptado mis regalos, los cheques de Navidad, esta casa… nunca me tiraste nada en cara […] Quizás no te guste este mundo, pero es el que nos ha tocado. Y te juro que me hubiera gustado ofrecerte otro, pero solo he sabido hacerlo así».

Esa mezcla de cinismo y autenticidad no redime absolutamente a Bertomeu, como es lógico, pero sí delimita las responsabilidades de cada uno, del mismo modo que cabe hacerlo en el resultado terrible de la crisis económica que nos ha tocado vivir. Imposible minusvalorar la negligencia e irresponsabilidad de Gobiernos de todo signo político a la hora de alentar el sector inmobiliario y de mantener su desarrollo desbocado; pero hipócrita sería también no reconocer que muchos ciudadanos han/hemos actuado en la misma dirección, enriqueciéndose algunos con la especulación inmobiliaria, creyéndose otros que eran ricos por poseer un piso que en realidad siempre ha sido del banco, o queriendo vivir casi todos, en fin, con unos medios que no eran nuestros, subvirtiendo también esos principios que aparecen aniquilados desde los primeros compases de Crematorio.

La madre de Rubén Bertomeu —símbolo, junto al juez que investiga los fraudes, de una cierta dignidad ciudadana—se lo dice a su hijo en la última escena que comparten en la serie, cuando la familia está ya irremediablemente rota: «Todo esto se echará a perder. El trabajo de generaciones, el esfuerzo de años… y no dejamos nada». Es una frase escalofriante, porque es el estertor de melancolía de una generación completa que se jugó la vida por un mundo mejor y que ve ahora cómo, por la codicia y la irresponsabilidad de sus hijos y nietos, todo eso está en peligro, si no ya definitivamente perdido. Las palabras de la nieta díscola, secuestrada por secuaces del socio ruso de su abuelo (significativamente desterrada a Londres cuando surgen todos los problemas) expresan, en su alucinada incomprensión, este tiempo nuevo: «No entiendo cómo el abuelo puede conocer a gente así». Momentos como estos tiñen a Crematorio de una sensibilidad extraordinaria, y cubren de emoción contenida el relato sublimado de la Historia reciente de España, mediante una riqueza de detalles que por desgracia no nos es posible describir aquí.

Las protestas en la calle, a las puertas de la empresa de Bertomeu, fusionan de algún modo estas dos líneas críticas, dejando al descubierto esa desconexión de las altas esferas (grandes empresarios, políticos) respecto de los ciudadanos, aunque ambas instancias compartan responsabilidades. Aún más interesante es el cierre de todas las líneas narrativas individuales que, con enorme acierto, suponen el cierre de la narración colectiva del presente de nuestro país. Los sucesivos contactos de Bertomeu nos llevan a pensar que logrará salir judicialmente bien parado de todo, y que paralizará su actividad el tiempo suficiente para poder seguir adelante tiempo después; sin embargo, la indignación generada alrededor suyo impide ya esa estrategia, y un vecino de Benalda, su pueblo, al que le ha querido quitar siempre sus tierras para construir en ellas, le dispara a bocajarro con una escopeta (la España negra, de nuevo), acabando con su vida. Por su parte, Silvia, siempre crítica con la vida de su padre (hipócritamente crítica, como vemos en la serie, y como le echa en cara el propio Rubén) acaba Crematorio sentada en el sillón de su padre y, aparentemente, con la intención de hacer lo posible por salvar el negocio familiar que tan bien la ha hecho vivir.

Este final nos alerta sobre dos cosas. En primer lugar, sobre la posibilidad de que los ciudadanos (representados por el pobre hombre que ha vivido toda su vida en una casa que Bertomeu quiere arrebatarle) acaben por desconfiar tan completamente del sistema que entiendan finalmente que esto es la ley de la selva y que cada uno debe defenderse como pueda; Crematorio, no en vano, fusiona en el territorio de la corrupción a los empresarios, los políticos, la policía, algunos jueces y demás partes fundamentales que sostienen el Estado de Derecho. Y, en segundo lugar, este final nos dice también que los «nuevos tiempos», como el que nació en España hace treinta años, o como el que está eclosionando ahora, pueden terminar, como diría Lampedusa, cambiándolo todo para que todo siga igual. Por eso, Crematorio, que apela también a los rincones nobles del alma humana (el gesto de Silvia al coger la mano de su padre muerto es de una fuerza extraordinaria), nos advierte sobre lo peor de nosotros mismos, concretamente como españoles, sobre nuestra incapacidad para crear un proyecto colectivo nuevo, que arranque de raíz la maleza que impide florecer un jardín sano y fuerte. Pero ya lo dijo Brenan, en aquella introducción, hace casi setenta años, y poco o nada parece haber cambiado: «Como en los tiempos clásicos [en España], un hombre se caracteriza en primer lugar por su vinculación hacia su ciudad natal o, dentro de ella, a su familia o grupo social, y sólo en segundo lugar a su patria o al Estado […] Aun las mejores cabezas rara vez logran escapar de la red de sus relaciones personales para dominar la escena a su alrededor».