Documentamadrid 2011

El año pasado lo pasamos en blanco al no poder siquiera acudir a alguna de las numerosas sesiones y actividades que programa el festival. Una ausencia circunstancial que una vez completada esta nueva edición, es decir, vista, disfrutada y pensada, nos ha redescubierto el certamen como una propuesta enérgicamente entusiasta, expandiendo su especialización a las maneras del presente audiovisual, al compromiso inherente a unas formas del género, al sentido radical de la creación. En definitiva, DocumentaMadrid, parte de la diversidad, y logra activar un enriquecedor caudal de sensaciones que emergen de múltiples sensibilidades, en ocasiones de mundos antagónicos. Un valioso activo que no es nuevo y sin embargo pasa demasiadas veces desapercibido dada la confusa configuración del festival: sesiones solapadas, dispersión de salas, ingente cantidad de títulos proyectados… Configuración que complica el disfrute de la programación, pero que quizá sea necesaria para lograr la repercusión que reclama un evento cultural de estas características, el cual esperamos que de verdad se acabe convirtiendo en cita ineludible para cualquier aficionado al cine.

Competición internacional

Arrancó el festival justo cuando estábamos inmersos en las presentaciones y eventos que organizó la revista en Madrid alrededor de Cien miradas de cine, nuestra primera publicación en papel. Supimos equilibrarnos (como dice la canción) y disfrutar como niños con uno de los más recientes trabajos del siempre genial e imperfecto Werner Herzog: Cave of forgotten dreams. Rodada en 3D para el canal Historia, la película logra, como es norma en el realizador alemán, explicar un fenómeno natural rebajando, en la medida de lo posible, su contenido técnico-científico, para revelar su belleza, su misterio, su naturalidad, inyectándolo de un humor extraño  (véase el momento en que el jefe de la expedición muestra como los cazadores prehistóricos usaban una especie de jabalina, en el que Herzog le advierte que está siendo muy poco convincente pues el científico apenas es capaz de lanzar el arma unos metros y con muy poca fuerza) y de una mirada alucinada (las imágenes tridimensionales, quizá forzadas, de las pinturas rupestres).

Quizá por esto, aun cuando los numerosos seguidores que tiene Herzog hayan ayudado (incluso sin gustarles éste del todo), el film se alzó con el premio del público. En cualquiera de los casos, ni sorprende ni resulta inmerecido.

Pensamiento que se tiene intensamente con Sotchi 255, primer premio en la categoría de largometraje de creación (competición internacional), un recorrido alrededor de la desaparición de un amigo del cineasta, y antes de la novia de éste, en la costa del Mar Negro, en Sochi. Formulado como un diario filmado de la investigación de lo sucedido, y grabado en un soporte que potencia manifiestamente el ruido en la imagen, cuesta negarle a la cinta su ambición poética, su búsqueda de lo intrincado. De hecho, a ratos se atisban parte de los objetivos que persigue el realizador Jean-Claude Taki, en relación a la fugacidad de la felicidad, a la pérdida de los recuerdos y al conflicto entre amar y obsesionarse (destacan los planos dedicados a su amante rusa, prolongación imposible de Irina, la novia desaparecida de su amigo Guillaume). El resultado, desafortunadamente, es bastante decepcionante, lastrado por lo pretencioso del discurso (la narración del propio Taki resulta cargante y vacía) y de unos contornos tan evidentes como las formas que los pueblan.

Mucho más previsible y pequeñito, pero a la vez claro y sincero, resultó ser Esmi Ahlam (My name is Ahlam), segundo premio en largometraje, uno de esos títulos característicos de DocumentaMadrid, que muestran la realidad más cruda sin eufemismos, buscando resaltar el aspecto más emocional de los acontecimientos.

La película es testigo de la lucha diaria de una madre para que su hija de apenas cinco años, enferma de leucemia, pueda seguir adelante con su tratamiento médico y con su vida. No hay sorpresas, incluso en el aspecto más tendencioso, que tiene su colofón tras la muerte de Ahlam con una serie de momentos más que discutibles por cuanto fuerzan la explosión de dolor de los familiares hasta el punto de hacernos pensar que son recreaciones carentes de autenticidad. Aun con todo, la realidad se impone, la sinceridad de Ahlam, de su padre y hermanos, y muy especialmente de su admirable madre, transmiten con fuerza la emoción de una familia que ha debido lidiar con la muerte demasiado pronto y fuera del contexto al que terriblemente están acostumbrados: son palestinos en una zona en guerra (o algo muy parecido) permanente.

La película que mereció el premio del público en la competición internacional de largometraje de creación, El lugar más pequeño, de la mejicana de raíces salvadoreñas Tatiana Huezo, emociona por la delicadeza y la cercanía sincera que se desprende de la mirada de la cineasta a la hora de retratar a unos personajes desgarrados por la guerra civil que devastó El Salvador en los años ochenta. El relato transcurre íntegramente en Cinquera, una diminuta aldea en lo más profundo de la selva, y documenta la huella que la violencia dejó en los supervivientes. Pero también habla de la capacidad inherente al ser humano de levantarse después de la tragedia para seguir labrando los campos y ocuparse de sus hijos sin olvidarse de los muertos, cuyos fantasmas se hacen presentes en El lugar más pequeño.

El trabajo del fotógrafo Ernesto Pardo registra de forma plástica y elocuente la densísima atmósfera de la selva, el calor sofocante, la humedad, los relieves escarpados de la sierra en cuyas cuevas se refugiaron de la masacre familias enteras. Fragmentos de testimonios orales en off se superponen a los espacios inundados por claroscuros lumínicos y emocionales. Retazos de cotidianeidad que en ningún caso renuncian a su vocación poética, en una suerte de realismo mágico cinematográfico.

En las antípodas de El lugar más pequeño se sitúa el largometraje Total Badass (Un tío superbestia), uno de esos documentales que, siguiendo la estela de Morgan Spurlock en Super Size Me (2004), pretenden ensalzar la figura de un dudoso antihéroe moderno.

Las andanzas del inefable Chad Holt, que lucha por mantenerse a flote en el contexto de la subcultura texana más punk, son el motor de una narración que transcurre por los cauces del exceso hasta desembocar en un final de intención moralizante, y no por eso menos previsible.

El director Bob Ray trata de hacer del mal gusto una virtud, extendiéndolo a un tratamiento formal de la imagen que se sitúa entre el feísmo autoconsciente y la molesta estética amateur de los vídeos caseros. La programación en festivales de un filme de estas características se explica precisamente contextualizándolo en los mismos, puesto que su aspiración de convertirse en revulsivo sólo se sostiene si se enmarca dentro del canon clasicista.

Otro de los títulos que consideramos imprescindible rescatar es Blue meridian, de la belga Sofie Benoot, un delicioso viaje a través la América profunda, siguiendo el curso del río Mississipi hasta su desembocadura en el Golfo de México. Mediante larguísimos travellings en los que la cámara no cesa ni por un instante en su desplazamiento hacia el mar, se describen espacios y gentes enclavados en un pasado insostenible: Un puñado de personajes orgullosamente aferrados a sus tradiciones ancestrales, pero tan solitarios como los de un lienzo de Hopper. Pueblos destartalados que se esfuerzan en plantarle cara al ineludible éxodo rural, a los que la mirada melancólica de Benoot rescata de un paisaje en permanente evolución (a veces árido, a veces pantanoso), a medida que nos adentramos en las entrañas de los Estados Unidos y nos alejamos del arquetípico american way of life.

También tuvimos ocasión de ver el mejor cortometraje según el jurado internacional: Unfinished Italy, dirigido por Benoit Felici. Se trata de una suerte de postales de ruinas desperdigadas por el país que hace mucho tiempo acogiera a una de las civilizaciones más avanzadas y dejara en muchas partes de Europa restos de su dominio territorial y su destreza arquitectónica. Lo que muestra este espléndido film durante su media hora de duración es otra cosa, primero porque los hospitales, teatros, parques, etcétera que se muestran son contemporáneos, segundo porque nunca llegaron a terminarse o a usarse para que lo estaban pensados. Una reflexión sobre la degeneración a varios niveles (con la mirada dirigida a la clase política) que sin embargo no elude encontrar algo de belleza, mejor dicho reconstruirla, asumiendo cualquier contradicción.

Competición nacional

Cada vez con más frecuencia en festivales del ámbito nacional, la sección oficial a concurso de cortometrajes suele resultar tan atractiva como la de largometrajes, fruto de una demanda creciente por parte del público. Es de agradecer que festivales como DocumentaMadrid, conscientes de este hecho, asuman su compromiso con el formato corto, y eviten relegarlos a horarios intempestivos, ofreciéndolos como aperitivo al largometraje en proyecciones conjuntas en las que los cortometrajes encuentran así una de sus posibles ventanas de exhibición.

Tal es el caso de Zurdo y Criterioh, dos magníficos cortos que se programaron junto a una de las películas seleccionadas en la competición nacional de largometrajes, El pésimo actor mexicano, de Manuel Jiménez Nuñez, cuyas obras anteriores han merecido premios en otras ediciones del festival.

El galardón al mejor montaje recayó en CriterioH, dirigido por Alberto Blanco, un retrato cercano de Fernando Fernández Moreno “Criterioh”, un chaval de ciento cincuenta kilos que, para combatir su condición física, decide hacer de su afición al hiphop una forma de vida. El efecto que sus contundentes rimas improvisadas provocan en los rivales de las batallas de gallos en las que compiten, es equivalente al de los golpes que sacude un boxeador en el ring. Porque Criterioh rapea no sólo para ganarse un merecido respeto, sino para integrarse en un contexto en el que lamentablemente, una vez más, la apariencia lo es todo.

A su vez, Zurdo, primer trabajo como realizador de Demetrio Elorz, orbita en torno a la figura del entrenador de la escuela de boxeo Jero García, el “Zurdo loco”, un ex boxeador profesional que, al mismo tiempo que desarrolla su trabajo como preparador, proyecta en su joven alumno Joaquín “Flaco” Céspedes una ilusión frustrada de juventud: convertirse en campeón del mundo. Argumento y personajes recurrentes en obras de ficción, que el realizador homenajea mediante una elaborada puesta en escena, adaptándolos con elegancia al género documental.

A continuación pudimos ver El pésimo actor mexicano, que atestigua la conversación (aunque quizá sería más acertado catalogarla de soliloquio) mantenida por el ilustre periodista y literato Manuel Alcántara y sus contertulios en torno a la mesa del restaurante en el que van a almorzar. Resulta asombroso el manejo de los recursos discursivos del que hace gala el personaje, experto orador, a la hora de hilar un interminable discurso sobre los más diversos temas. Sin embargo, su arriesgada fórmula narrativa, un plano secuencia fijo sobre Alcántara a lo largo de  cincuenta y dos minutos, se agota en sí misma transcurridos los primeros minutos de película.

Este reproche no es extensible a Espelho meu, primer premio del jurado en esta sección, un esforzado collage visual que mezcla imagen real con animación, a manos de cuatro directoras de nacionalidades diversas: Irene Cardona (España), Firouzeh Khosrovani (Irán), Vivian Altman (Brasil) e Isabel Noronha (Mozambique).

Sus protagonistas, todas mujeres, se sitúan ante al espejo, y al observar su imagen reflejada, no tienen más remedio que  enfrentarse a su propia conciencia de identidad, en una suerte de fascinación universal que no entiende de fronteras ni de culturas. De esta manera, las cuatro cineastas son capaces de vincular contextos culturales tan alejados entre sí, hermanándolos, y cumplen así con el objetivo que se plantearon para abordar la creación conjunta del documental.

Secciones paralelas

DocumentaMadrid tiene algunos de sus mayores alicientes en las secciones informativas. Desde el principio, el festival ha procurado cuidar estos apartados para ofrecer una variedad lo suficientemente atractiva para el público, de producciones referenciales del pasado hasta movimientos recientes, pasando por cinematografías o realizadores poco conocidos por los espectadores españoles. Esta edición es una de las más arriesgadas en este sentido, si nos atenemos a los nombres principales: el italiano Vittorio de Setta, un ilustre invisible reivindicado (¿o habría que decir redescubierto?) desde hace unos años por instituciones como el MoMA, cuya obra documental (también rodó largometrajes de ficción), en especial la realizada en la década de los 50, se detiene con ingenua aspiración de objetividad en gentes anónimas, ancladas en un tiempo más que perdido, desfasado; el húngaro Péter Forgács, un cineasta de prestigio internacional, reconocido sobre todo a raíz de su trabajo a partir de material casero, en concreto la denominada serie Private Hungary iniciada a finales de los 90; la checa Helena Třeštíková, una auténtica desconocida para el gran público, que inició su carrera en los ochenta, con presencia en numerosos festivales y un dato que es más que una simple curiosidad: fue ministra de cultura de su país en 2007 durante 16 días y dimitió de su cargo; y para terminar, el alemán Volker Koepp, del que Christoph Hüber nos da una buena pista en las páginas del catálogo del festival: «el tema central de su obra fílmica es el “modo de vida de los seres humanos”, lo que le lleva a abordar principalmente cuestiones cotidianas. Le interesa “la vida en su totalidad”: la gente, el paisaje, el trabajo, la cocina, el amor, los sueños. Confiere a sus trabajos cierto aire de ligereza, de poesía y de una humanidad optimista».

Más allá de estas propuestas, de indudable interés pero poco o nada heterogéneas, ha sorprendido en nuestro regreso al certamen la desaparición del ciclo “Documenta la  música”, ausente ya en 2010, que era, a pesar de lo disperso de su selección, uno de los más agradecidos por cuanto conseguía desatascar la férrea relación que a veces tensa el documental con la gravedad tonal. Un vacío que es muy difícil suplir con otros ciclos, pero que desde luego resulta aún más hondo si los sustitutos son, por ejemplo, “Docuaventura 11” o “Poéticas de desposesión. Documental proletario”.

Pero seamos justos: El primer ciclo es verdad que apenas fue una nota al margen (como muestra el entusiasta y levemente divertido largo español Eternal Sunshine que desventuradamente no aguanta un análisis mínimamente riguroso), pero apetecería, y mucho, que tuviera una continuación más enérgica y completa en 2012.

El segundo, parte de la exposición del Museo Reina Sofía Una luz dura, sin compasión. El movimiento de la fotografía obrera, 1926-1939 (que continúa hasta finales de agosto), que se centraba en la producción audiovisual relacionada con la lucha de clases y el conflicto obrero que surgió en Alemania, la entonces Unión Soviética o España durante aquel periodo, revelando la importancia del pasado, que tendemos tanto a olvidar, en nuestro presente.

Pensando en algunos de los títulos proyectados, como los estimulantes trabajos de Joris Ivens (entre ellos The Spanish Earth, 1937), la impactante Las Hurdes, tierra sin pan (1933) de Luis Buñuel o la esencial Entuziazm (1931) de Dziga Vertov, se tiene la impresión de que se trataba de una selección merecedora de mayor protagonismo en la programación principal de las secciones informativas. Y también de que las casualidades no existen: el festival se despidió el 15M.