Paul

Huevo de pascua extraterrestre

Jane Lynch regentando un bar de carretera cerca del Area 51 y Kristen Wiig renunciando a Dios. Sigourney Weaver hace un cameo insuficiente. Eso es lo que me queda de Paul, una semana después de haberla visto. Eso y un chiste sobre Mulder y Scully que ya ni recuerdo. Un pobre balance. No es mi intención pasarme de cínico, pero cada vez estoy más convencido de que la última película de Greg Mottola es tan pequeña que encajaría perfectamente como extra o huevo de pascua en una edición especial de E.T. el extraterrestre (E.T.: the Extraterrestrial, Steven Spielberg, 1982) o en un cofre que incluyera también Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Steven Spielberg, 1977). Y lo peor es que, más que una oda a Spielberg, diría que es una coda. Para sus personajes, pero también para nosotros. Las películas juveniles ingenuas sólo podían hacerse en los ochenta. No sé por qué, pero es así.


Supersalidos (Superbad, 2007) apareció casi a traición en un panorama, el de la comedia juvenil, que nos interesaba a cuatro gatos. Greg Mottola pasó a ser la gran esperanza blanca, no sólo de ese subgénero sino, por extensión, de eso que algunos decidimos llamar la Nueva Comedia Americana. Gran esperanza blanca, claro está, para todos aquellos que nunca esperaron nada. Los demás ya teníamos (y seguimos teniendo) a unos cuantos héroes. Sea como fuere, el cine de este neoyorquino, desde su antediluviano debut con la hoy cuasi oculta The Daytrippers (1996), ha priorizado siempre el retrato de personajes frente a la religión del gag. En su anterior película, la notable Adventureland (2009), capturó con atmosférica precisión el paso a la adultez, desengaño amoroso mediante, de su protagonista. Paul también necesitaba una cierta atmósfera y, durante sus primeros cuarenta y cinco minutos, parece que la tiene. Empieza apuntando maneras de road movie marciana y mesuradamente crepuscular, siempre desde lo amable, saludando a Kevin Smith y a la gran hermandad de slackers que puebla la geografía norteamericana. Por supuesto, guiñando el ojo también a los fanáticos de la ciencia-ficción que asisten a convenciones como la Comic-Con de San Diego, aunque no sé si es justo decir que esta película es para los amantes de la ciencia-ficción cuando el 80% de sus chistes referenciales están monopolizados por las dos películas de Steven Spielberg antes citadas. Al menos se han acordado de Mi amigo Mac (Mac and Me, Stewart Raffill, 1988). Sea como sea, funciona. A un nivel muy básico podría decirse que funciona. Lo que ocurre es que la road movie, presuntamente canalla, degenera, sin que nadie oponga resistencia, hacia lo inane. Persecuciones y esas cosas. Que no importan demasiado. Un clímax que, de nuevo, remite a E.T. y es tan complaciente y previsible y bienintencionado que deja indiferente. De niño, cuándo se terminaban las fiestas de cumpleaños o las colonias escolares me sentía triste y casi deprimido. Nunca me he llegado a sentir deprimido del todo. Defraudado parcialmente, ni siquiera totalmente. Hace apenas un mes volví a ver E.T. y, joder, casi lloro. Miento: solté alguna que otra lágrima. Es una gran película. Pero esto, Nick Frost y Simon Pegg, es lo más soso que habéis escrito nunca.

Hay historias que exigen cierta distancia. Se escriben solas, pero a fuego lento. Accionan, como un espíritu convocado, la mano de quien las escribe. A horas intempestivas. Desconozco en qué condiciones se escribió el guión de Paul, pero tengo la impresión de que no era una de esas historias que se escriben desde la distancia. Sólo había una manera de hacerla bien y es escribiéndola con los cinco sentidos y alguno más a lo largo de un fin de semana infernal, a ser posible alcohólico y lisérgico, en una máquina de escribir como la que probablemente usarían Burroughs o Philip K. Dick. Pegg y Frost se irían turnando, siempre con una cerveza o un Nestea en la mano, soltando una insensatez tras otra, a cada cuál más grotesca e inenarrable. La película de Mottola hubiera sido mucho mejor de no ser tan cristalina e inteligente. Y tan consciente de su condición de película irónica adosada a otras películas. Su frikismo, además, es muy de palmadita cariñosa en la espalda. Lejos de la incómoda estética del fracaso que supuraba la valiente y menospreciada Gentlemen Broncos (Jared Hess, 2009). Lejos de aquél poema triste y divertido, en viñetas grises, que fue Platillos volantes (Oscar Aibar, 2003), otra película que narraba las desventuras de una extraña pareja que busca cosas raras en el cielo. Paul es una película simpática, no puedo decir que me haya disgustado verla, pero es también sumamente inofensiva.


Abandono a Greg Mottola para hablar de algo que me inquieta. Bueno, no quiero ser pomposo, digamos que esto es una nota a pie. No tengo la sensación de hallarme en ningún compartimento estanco ni en un cubo con seis puertas que, a su vez, da a otros seis cubos exactamente iguales. Pero no sé si es que el tiempo y el espacio se están contrayendo, o, al fin y al cabo, el infinito es una frivolidad para apesadumbrados. Digo esto porque cada vez hay más caras que se repiten, que vuelven antes de haberse ido, y palabras que remiten inexplicablemente a otras palabras y a hechos reales sin que haya razón alguna para ello. Resulta que Kristen Wiig y Sigourney Weaver actúan en la película de Mottola, y la misma semana volví a encontrarme con la teniente Ripley en Convención en Cedar Rapids (Cedar Rapids, Miguel Arteta, 2011), y a la semana siguiente Kristen Wiig va y aparece de nuevo en la pantalla, ante mis ojos, protagonizando La boda de mi mejor amiga (Bridesmaids, Paul Feig, 2011). Ambas son comedias americanas y ambas son mejores que Paul.