Paranoia y soledad
1 Cuando, en noviembre de 2009, el Festival Internacional de Mar del Plata acogió el estreno de la maliciosa comedia El hombre de al lado, el gobierno presidido por Cristina Fernández de Kirchner, en su segundo año de mandato, sufría aún la resaca del paro agropecuario patronal que el país había vivido entre marzo y julio de 2008. Mientras figuras políticas, sindicalistas y miembros de la Sociedad Rural vociferaban a favor o en contra de las polémicas retenciones, una cuestión innominada flotaba en el aire: ¿por qué en una nación donde vastísimas extensiones de campo fértil están en manos de una minoritaria oligarquía jamás se ha propuesto nada parecido a una reforma agraria? ¿Por qué son apenas algunas voces marginales las que claman por democratizar el campo y poner restricciones a la posesión de tierras? Las explicaciones son alambicadas y no admiten simplificaciones, pero podríamos situar la génesis de la cuestión en la eliminación y absorción, por parte del peronismo originario, de cualquier organización o sindicato horizontal con el fin de instituir un discurso verticalista y defensor de una sociedad férreamente clasista en la que, no obstante, serían los trabajadores —la palabra proletario fue estratégicamente desterrada de la terminología peronista—, teóricamente, los máximos beneficiarios. Es decir: excepto por ciertos sectores minoritarios y radicalizados, la lucha de clases ha sido extirpada de todo debate sociopolítico.
2 En la hasta hoy penúltima película del tándem integrado por Gastón Duprat y Mariano Cohn, Víctor —interpretado por el extraordinario comediante cordobés Daniel Aráoz — comienza a agujerear la pared medianera situada entre su casa y la de su vecino Leonardo —Rafael Spregelburd, inquietante nueva voz de la dramaturgia bonaerense contemporánea— con el fin de atrapar algunos de esos rayitos de sol que le sobran a su vecino. Partiendo del esquemático conflicto que abre la película, el enfrentamiento entre individuos pertenecientes a dos sectores sociales netamente diferenciados se sitúa en el eje temático del filme. Daniel siempre ha habitado la misma casa, es un grasa primitivo y amante de los placeres simples, de bruscos modales y vulgares aficiones a ojos del buen burgués, se dedica a la venta de coches de segunda mano y suele acostarse con una mujer veinte años más joven que él; Leonardo vive en la Casa Curuchet —el único edificio de América Latina concebido por la mente de Charles-Édouard Jeanneret Le Corbusier—, es un diseñador industrial tan arrogante y pedante como cobarde y esquivo, espécimen representativo del execrable modernito argentino, buen conocedor de las maniobras de autopromoción necesarias para medrar en un terreno altamente competitivo, despectivo con quienes desean nutrirse de sus conocimientos, padre de una hija preadolescente que ni le habla, ni le escucha, y marido dócil en un matrimonio sumido en un atroz letargo genital.
3 Resulta esencial aludir a la revitalización del debate en torno al estatuto de la lucha de clases en la Argentina de hoy a través de un conflicto en absoluto alegórico, pero en todo caso representativo de un estado de las cosas. El primer gran acierto del guionista Andrés Duprat, colaborador habitual de la pareja de directores, es evitar urdir la trama como una intrincada metáfora nacional, limitándose a narrar la lucha absolutamente concreta entre dos hombres que, no obstante, tienen mucho que decir acerca de la Historia reciente de una nación —Inevitable pensar en las similitudes con la excelente novela Cuarteles de invierno del inolvidable Osvaldo Soriano—. Como en las películas de Michael Haneke, Cohn-Duprat toman el punto de vista del acomodado Leonardo: contemplamos la realidad desde sus ojos y desde las ventanas de su hogar. Los cineastas construyen un efectivo ejercicio de suspense, permitiendo que el aparentemente acorralado protagonista nos contagie el ridículo temor que despierta en él Víctor, y que no tiene otra base más que su envidiosa obsesión con quien puede permitirse llevar una vida instintiva, animal y audaz, ajena por completo al universo petrificado e hipócrita al que pertenece Leonardo.
4 El minucioso registro de los habitantes de la Casa Curuchet —que nos recuerda los trabajos previos como documentalistas televisivos y cinematográficos del tándem— se corresponde con una elaborada puesta en escena que formula sólidamente las frustrantes experiencias de convivencia en un espacio dotado de sentido a través de una vasta y precisa aglomeración de detalles y de la compleja recreación de las relaciones entre el histórico inmueble, sus dueños y sus fortuitos visitantes. En esta dirección avanza el texto que Leonardo M. D’Espósito escribe para el nº220 de la publicación mensual El Amante, en la que el crítico destaca la «ejemplar construcción de la historia. Cohn y Duprat se hacen las preguntas que podría hacerse cualquier (buen) documentalista: qué es esto que estoy viendo o registrando, qué paisaje humano se relaciona con esto, qué relaciones se establecen entre las personas y este paisaje. Más allá de su indudable contenido satírico, la película no deja de ser un ensayo vertebrado por estas preguntas. «Ensayo» en cuanto a intento, a posibilidad, a respuesta provisoria. Por eso se trata de una parte del cine, aun si no lo parece».
5 La tragicómica confrontación entre ambos vecinos no se reduce a la simple contraposición entre sus opuestas maneras de ser y de estar, aunque medie siempre entre ambos el creciente nerviosismo generado en torno al problema de la ventana. Los cineastas llevan el duelo a territorios inauditos, aproximándose incluso a la cuestión del hecho artístico. En una sorprendente escena, Daniel le enseña a Leonardo dos esculturas de su autoría elaboradas a partir de material automovilístico desechado: una de las figuras representa una pareja bailando tango; la otra, dedicada a su madre, es una «concha (coño)» de acero. Leonardo contempla con desprecio éstas dos piezas viscerales y honestas; la concepción opuesta entre las mismas y los gélidos y amorfos sillones del diseñador resulta evidente. Hallamos aquí un fino cordón umbilical que conecta El hombre de al lado con la película precedente de los dos directores, El artista (2008): en la contemporaneidad, el objeto artístico ha sido definitivamente desplazado por el objeto estético, y la valoración del mismo no sólo depende de la decisiva sensibilidad del receptor, sino, y sobre todo, de la capacidad de conceptualizar su creatividad por parte del propio artista. Ser artista, hoy, implica dominar una serie de conocimientos teóricos y estrategias lingüísticas que capaciten al creador para teorizar acerca de sus retoños y, de ésta forma, insuflarles vida.
En otro de los momentos cumbre de la película, Daniel ríe y da vueltas sentado sobre una de las obras maestras de su vecino, reformulando el preciado objeto museístico para transformarlo en un gozoso juguete.
6 Paranoia ha sido siempre una palabra recurrente en el vocabulario popular argentino. Baste recordar el título de la canción Paranoia y soledad, tema de la magnífica banda de pop-rock Serú Girán; también el satírico tango-merengue-rock Paranoica fierita, compuesto por un Fito Páez en estado de gracia; pero, sobre todo, pensemos en Charly García clamando que no quiere vivir paranoico en su atronadora Yo no quiero volverme tan loco. En Argentina —y no sólo en Argentina — los medios de comunicación asumen concienzudamente la tarea de criminalizar la pobreza y la juventud, espoleados por un gobierno de corte populista al que le resulta mucho más fácil promover debates acerca de la aplicación de leyes de mano dura que generar redes de contención, salud pública y estudios en los barrios periféricos y villas miserias. Frente al panorama (re)presentado por periódicos, emisoras de radio y canales de televisión, las clases medias se repliegan en sus micropalacios de seguridad y privacidad, recelan de la peligrosa jungla que se expande más allá de las paredes de su hogar y hacen del culto a la intimidad y de una existencia social nuclear y compacta su modus vivendi. El hombre de al lado es, ante todo, una radiografía, no por codificada menos diáfana, de los mecanismos psicológicos que subyacen a este pánico contagioso.
La mirada de esta película es universal. Existe un tipo de hombre burgués que vive en su propia paradoja vital, en la que halló la comodidad suprema elevando a iconos los fundamentos de la lucha social (Cuadro del Che, teléfono en la clase de yoga.,) que deja atrás en su propio beneficio, incapaz de comprender las dificultades de los demás. Leonardo vive en una exclusiva residencia de cara al exterior, magnífica atalaya desde la que contemplar todo lo que le rodea. Pero no puede dirigir su mirada hacia su interior, no empatiza con los seres a los que supuestamente quiere (aborrece el piquito de su esposa, le da una charla inadecuada a su hija, trata con desdén a su empleada doméstica.,) porque sólo sabe mirar desde el alto escalón en el que la ridícula sociedad en la que vivimos le ha puesto. Al final, resulta más comprensible la manera de actuar de Víctor, pese a ser tan primaria, porque es un desafío de la autenticidad. Se muestra como es, no necesita engañar a nadie. Una mirada acerada a aquel «épater les bourgeois».