Filmar la inocencia
Desde que Steven Spielberg inició su transición a la madurez, las imágenes de aquel pasado cinematográfico configurado a través de su productora Amblin han visto cómo la melancolía hacía de ellas una bonita utopía en la que confiar. O, mejor dicho, la clase de utopía a la que confiamos nuestra educación sentimental, cuna y hogar que solidificaron en una época de inocencia, felicidad y vida a la que aún hoy nos resistimos a renunciar. Nos trae a la memoria esos instantes en los que no había necesidad de negociar con el final de la adolescencia, la responsabilidad de ser adulto y, fundamentalmente, la tolerancia a la frustración.
El incierto futuro de David, el niño robot de Inteligencia artificial (A.I., Steven Spielberg, 2001), o el doloroso sentimiento de exclusión de Avner en Munich (Spielberg, 2005) ponen en escena el desmoronamiento de una comunidad que, ante el paso del tiempo, no puede asegurar con la misma firmeza su continuidad. Donde antaño leímos un espacio abierto a cualquier posibilidad, ahora es ese mismo espacio el que nos obliga a bajar lo brazos, agachar la mirada y reconocer que cada etapa tiene un final, y no podemos seguir retrasando su clausura. Por eso, cada nueva revisión de las pautas éticas y estéticas postuladas por Spielberg es, ante todo, un ensayo sobre el adiós a la inocencia, atrapada en ese lugar tan familiar como la memoria, que exige una conclusión.
A diferencia de M. Night Shyamalan —en la actualidad, el mejor cronista del malestar interior que provoca nuestro presente—, J.J. Abrams es quien mejor ha sabido retratar esa cicatriz que atraviesa nuestro pasado a partir de un conflicto, el paternofilial, que nos recuerda lo mucho que nos cuesta, y hasta qué punto nos forzamos a, dejar atrás todo lo que alguna vez fuimos; abandonar un hogar para fundar otro. En el núcleo de Super 8 (2011) late, precisamente, esa incertidumbre: dejar, renunciar, archivar ese pasado cálido que reflejan las grabaciones familiares, a riesgo de hundir nuestros pies en una nueva fase que reclama una elección, una decisión y, por primera vez en nuestras vidas, un rechazo consciente: dar ese paso inicial para ser nosotros mismos nos invita a olvidar aquellas opciones vitales que podríamos ser.
Joe y su amigo Charles quieren terminar, junto al resto de la pandilla, el corto de zombis que están rodando para presentarlo en un concurso de cine. Todos, en algún momento de nuestra infancia y primera adolescencia, hemos hecho algo parecido, bien en forma de club con carné de socio con olor a pegamento fresco, bien fantaseando con ser Marty McFly, Alan Grant u otro icono de nuestra niñez. Sin embargo, siempre hubo un punto en el que todo aquello acabó, anunciando una inminente diáspora, el final de nuestra inocencia. Es así como en la finalización del corto y todos los avatares que la rodean confluye —como sucedía en la isla de Perdidos, en el juego de identidades de Alias o en la tensión familiar entre mundos de Fringe— un mismo sentimiento: descifrar, en mitad de ese cúmulo de ficciones, deseos y realidades (los primeros amigos, el primer amor, los paseos en bici, las miradas ensimismadas a los cielos estrellados), el sentido de quienes realmente empezamos a ser.
Para un medio tan artificioso como el cine, filmar la inocencia es como atrapar un rayo en una botella. Podría decirse que la carrera de Abrams como productor y creador de conceptos y dispositivos de suspense gira en torno a crear la clase de botella que conserve, ni que sea durante un instante, ese rayo en el que se expresa una época que, nos guste más o menos, hemos de dejar marchar. En Nuevas tesis sobre el cuento, Ricardo Piglia señala que «los relatos nos enfrentan con la incomprensión y con el carácter inexorable del fin pero también con la felicidad y con la luz pura de la forma». En el fondo, todos queremos que las historias continúen; necesitamos hallar la fórmula para que la utopía de nuestra infancia no acabe embalsamada por la melancolía. Sin embargo, a pesar de nuestros intentos, tarde o temprano aceptamos la realidad; percibimos, por primera vez en la vida, hasta qué punto está en nuestra mano decidir qué es lo que sucederá a continuación. Super 8 es ese relato sobre el carácter inexorable del fin y, sobre todo, sobre lo difícil que nos resulta comprender su inevitabilidad, aunque a veces se sintetice en una de esas frases que nos decían en casa: “ya estás haciéndote mayor”. Al final, todo pasa, renunciamos a algunas cosas y elegimos otras. La inocencia, a la que tantas veces apelamos para expresar los recuerdos, está en nosotros. Pero, como le sucede a Joe al final de la película —y a Abrams y a tantos otros cineastas que giran su cámara hacia el pasado—, nos corresponde decidir qué forma queremos darle. Y ahí es donde empieza todo.
Tras haber leído convenientemente los cuatro interesantes textos, a cual más enriquecedor, y haber pensado un poco sobre «Super 8», no puedo evitar hacerme la siguiente pregunta: ¿Realmente la película posee verdadero valor aparte del asumido ejercicio nostálgico que le caracteriza? Porque más allá de eso, y aunque me cueste reconocerlo, no ofrece mucho más que un sólido entretenimiento de manual, con la enjundia justa para que ninguna de las dos historias que conviven en su metraje (una mucho más interesante que la otra, por cierto) se superponga sobre la otra.
Y es una pena, porque me hubiera gustado ver un J.J. Abrams más libre y valiente, menos deudor de sus incunables. El de «Perdidos», claro. O «Misión Imposible III».