Highschool: Relevancia dramática de un espacio

Cuando pensamos en series de televisión con adolescentes por protagonistas seguramente el escenario que nos venga a la cabeza sea un instituto. Las posibilidades dramáticas de este espacio son ilimitadas. Es un simulacro, un modelo a escala de la realidad, estructurado mediante unos pocos principios rectores y vestido de un sin fin de opiniones parciales reflejo de tantas realidades como personas concurren allí. El carácter caricaturesco de los dramas representados en sus pasillos, las exageraciones aleccionadoras de los profesores y la rebeldía aún más exagerada de los estudiantes, las emociones siempre a flor de piel, los posicionamientos morales de importancia capital, la explicitud en fin de efusiones que parecen no tener lugar en el escenario del mundo real y a veces ni siquiera entre bambalinas, en el ámbito privado, resultan en poderoso revulsivo para el espectador.

Sin embargo no siempre se han aprovechado las posibilidades de un espacio semejante. Quiero hablar en este texto precisamente de cómo el instituto ha pasado de ser un mero decorado a convertirse en un personaje más.

En los albores de las cadenas de televisión estadounidenses, en la segunda mitad de los años cuarenta, los medios técnicos imponían gran cantidad de limitaciones. Las emisiones eran en directo, retransmisiones deportivas generalmente, y en estudio el principal obstáculo técnico lo constituían las cámaras de televisión: eran gigantescas, requerían un operador de foco y otro que empujase aquellos mamotretos por el plató. Incluso el simple hecho de permanecer en el set resultaba difícil, pues debido a la pobre sensibilidad del sistema se tenían que emplear una considerable cantidad de luces y de gran potencia, hasta el punto de que los presentadores y actores solían tomar pastillas de sal para evitar bajadas de tensión por el calor. Debido a estas limitaciones los primeros programas de estudio tenían que ceñirse a unos pocos decorados, en oposición a la flexibilidad narrativa que brindaba a sus contrapartidas radiofónicas el hecho de que, por ejemplo, para representar que unos personajes paseaban por la playa bastaba con poner de fondo el sonido de las olas.

Con aquellos medios está claro que era impensable un travelling por los pasillos de un instituto siguiendo la charla de dos personajes, por poner un ejemplo de algo que en la actualidad daríamos por supuesto. E incluso algo más tarde, cuando los avances técnicos comenzaban a facilitar la tarea, se seguía trabajando en plano fijo con una sola cámara y los actores tenían un movimiento muy limitado. Aunque en cualquier caso, más allá de las limitaciones técnicas, está claro que por aquel entonces los intereses eran otros.

En Trouble with Father (Roland D. Reed. 1950), una de las primeras sitcoms de la historia de la televisión, el protagonista, interpretado por Stu Erwin, era un director de instituto. Sin embargo la acción se desarrollaba principalmente en el hogar de los Erwin y, aunque de cuando en cuando se colaba alguna escena que trascurría en el lugar de trabajo del señor Erwin, podría perfectamente haberse tratado de otro tipo de oficina: que fuese un instituto no tenía demasiado peso dramático. A este respecto sucedía de igual forma en Our Miss Brooks (Al Lewis. 1952), muy innovadora por tomar como protagonista a una profesora de instituto soltera, modelo de una mujer liberada en ciernes. Una buena parte de los sardónicos diálogos de la señorita Brooks se desarrollaban en la salita en la que hacía vida con su casera, un plano que podía durar minutos y que solo se sostenía gracias a la vis cómica de Eve Arden. Y cuando la señorita Brooks no estaba en casa podíamos encontrarla generalmente en el instituto: en su aula, en el laboratorio de química, en el despacho del director… escenarios todos ellos muertos, que nada tienen que ver con los de los institutos que vemos hoy en día en televisión.

Y claro, los protagonistas de aquellos programas eran el señor Erwin o la señorita Brooks. Los adolescentes, al igual que los niños, no eran más que personajes secundarios, el alivio cómico. ¿Qué podía ser más divertido que ver al señor Erwin subirse por las paredes debido a la nueva ocurrencia de su hija adolescente? «¡Que vas a ser actriz! ¿Y cuanto me va a costar?».

A Date with Judy (1952), basada en un serial radiofónico que había triunfado de 1941 a 1950, sí estaba dirigida a los adolescentes, pero aquella fórmula resultó no funcionar de la misma forma en su versión televisiva: solo duró una temporada. Y es que quizás la televisión de aquellos años demandaba la atención de papá y mamá, más que la de los jóvenes de la casa. Pero había otro medio en el que los adolescentes eran ya protagonistas absolutos: el cómic. La influencia del cómic en el subgénero que nos ocupa es tan importante o más que la de los folletines radiofónicos, y en especial la serie de cómics creada por John Goldwater en 1941, y sus personajes, Archie, Betty, Verónica y Judgehead, que no solo se convirtieron en los favoritos del público adolescente de la época si no que constituyen verdaderos iconos de la cultura popular que han perdurado hasta nuestros días.

Aunque, a decir verdad, las historietas de Archie Comics no tenían como escenario principal un instituto, tampoco los enredos de A Date with Judy, que transcurrían fundamentalmente en el hogar de los Foster, y como he dicho ni en Trouble with Father, ni en Our Miss Brooks, tenía el instituto otra función que la de poder mostrar cierta variedad en los decorados. Sin embargo conforme el protagonismo de los adolescentes fue creciendo dentro y fuera de la pequeña pantalla, conforme los clichés se tornaban retratos y los espectadores adolescentes se transformaban en potenciales clientes de nuevas industrias, el escenario donde se desarrolla la mayor parte de sus vidas también adquiría un mayor protagonismo.

No estamos hablando de series teen en general pero llegados a este punto no está de más mencionar las adaptaciones en dibujos animados que se hicieron a finales de los sesenta de los tebeos de Archie Comics. Y sería imperdonable no tener en cuenta otra serie de dibujos animados cuya influencia en la cultura popular es también indudable, Scooby Doo (Scooby Doo, Where Are You! Joe Ruby, Ken Spears. 1969). Porque aunque los adolescentes no eran retratados con realismo alguno, estas series de animación supusieron la irrupción del universo juvenil en el mainstream.

Llegamos a los setenta. Durante esta década se vivió en los Estados Unidos una regresión generalizada a los años cincuenta. Encontramos infinidad de ejemplos en el mundo de la música, como el álbum de John Lennon Rock ’N’ Roll, las versiones de Linda Ronstadt de los éxitos de Chuck Berry, Buddy Holly o los Everly Brothers, el 15 big ones de los Beach Boys… Fue un largo homenaje que alumbró también estrenos cinematográficos como American Graffiti (George Lucas. 1973) o Grease (Randal Kleiser. 1978). Y así mismo llegó a la televisión Happy Days (Garry Marshall. 1974), cuyos personajes parecen sacados de Archie Comics, con la notable excepción de Fonzie, interpretado por Henry Winkler, un greaser descarado que pronto se convertiría en el personaje central. A lo largo de las once temporadas que duró la serie se puede ver, como en un corte geológico, cómo evoluciona el protagonismo de los adolescentes en televisión.

Pero en lo que a institutos se refiere, quizás la primera serie de éxito que pretendía retratar verdaderamente la vida estudiantil, aunque fuese en tono satírico, sería Welcome Back, Kotter (Gabe Kaplan, Alan Sacks, 1975), que estaba basada en la experiencia como profesor del actor principal, Gabe Kaplan. En realidad la forma de interpretar de Kaplan no era muy distinta a sus anteriores actuaciones en el Tonight Show de Johnny Carson, a veces incluso se le escapaba una risilla cómplice hacia el público, como seguramente habría hecho tantas otras veces en su carrera como stand-up comedian. Los adolescentes caricaturizados en esta serie se salían por completo de lo normal, no eran ni mucho menos como los de Archie Comics, ni siquiera como Fonzie, pícaro pero honrado: eran chicos del barrio, chicos problemáticos, capaces de torcer las reglas a su conveniencia, aunque eso sí, en el fondo buenos chicos. De hecho, los que sí se parecían a Archie y a sus amigos eran los empollones de la clase rival, los estudiantes modelo que despreciaban a los protagonistas y por tanto eran blanco de continuas bromas por parte de estos. En el aula del señor Kotter tuvimos la oportunidad de conocer nada menos que a John Travolta, que interpretaría solo tres años más tarde al greaser Danny Zuko.

Sin embargo esta serie seguía retratando a los estudiantes desde el punto de vista de los adultos, y para que el espacio del que hablamos se convirtiese en verdadero protagonista era necesario que lo viésemos a través de los ojos de uno de sus estudiantes, para el cual el instituto constituiría todo su mundo.

En la década de los ochenta comienzan a aparecer series que intentan retratar la cotidianeidad de los adolescentes, así mismo comienzan a explotarse las infinitas posibilidades del instituto como escenario. La primera de estas series quizás sea Square Pegs (Anne Beatts, 1982), protagonizada por una jovencísima Sarah Jessica Parker. Anne Beatts, guionista del Saturday Night Live, presenta a unos adolescentes que son algo más que clichés, que tratan de ser un fiel retrato de la realidad. Pero no son solo los personajes, un sin fin de detalles de producción nos acercan a la experiencia estudiantil, como la decisión de rodar en escenarios reales, concretamente en un instituto abandonado, el Excelsior High School de Norwalk, lo que aporta una sensación de verosimilitud fuera de lo normal. Beatts puebla el escenario de una muchedumbre de estudiantes, cada uno con su personalidad, tenga líneas de diálogo o no, y tampoco descuida el atrezzo, viste con esmero las localizaciones. Los diálogos son cómicos, ciertamente, pero no son una mera lista de frases ingeniosas, están hilados en un discurso que no tendría por qué extrañar en un adolescente de carne y hueso. A decir verdad, si no fuera por las risas enlatadas apenas advertiríamos que se trata de una sitcom. Y quizás fue precisamente ese carácter excéntrico el que evitó el encumbramiento de esta serie, sin duda una adelantada a su época, muy en la línea de Freaks and Geeks (Judd Apatow, 1999), solo que casi veinte años antes. Ambas series, tanto la de Beatts como la de Apatow, fueron canceladas tras una sola temporada.

Pero, por supuesto, Square Pegs fue solo el principio. A lo largo de los ochenta se sentaron las bases de lo que iban a ser las series de instituto de ahí en adelante. Algunas de aquellas series aportaron nuevos y excitantes componentes a la fórmula, como en el caso de Fama (Fame. Christopher Gore, 1982), otras simplemente refrescaban viejos conceptos, como Los primeros de la clase (Head of the Class. Michael Elias, Rich Eustis, 1986), que no dejaba de ser una versión actualizada de Welcome Back, Kotter, también hubo algún intento en el terreno de los dibujos animados como Teen Wolf (íd. Gordon Kent, 1986), incluso serias recreaciones que se adentraban aún más en las dinámicas estudiantiles, como la nostálgica Aquellos maravillosos años (The Wonder Years. Carol Black, Neal Marlens, 1988). Y diría que con Salvados por la campana (Saved by the Bell. Sam Bobrick, 1989) se cerraba de alguna forma un círculo, al menos un círculo que he intentado dibujar en este texto, puesto que sus personajes parecían una versión actualizada de los de Archie Comics: Zack era una especie de Archie, Kelly una Betty, Jessie una Veronica y Screech un perfecto Judgehead.

Pero ¿es que las series de instituto de después de los ochenta no aportaron nada? En los noventa descubriríamos series tan originales como Parker Lewis nunca pierde (Parker Lewis Can’t Lose. Clyde Phillips, 1990), o tan influyentes como Beverly Hills, 90210: Sensación de vivir (Beverly Hills, 90210. Darren Star, 1990), nuevos revivals de los cincuenta, como la lisérgica Twin Peaks (íd. David Lynch, Mark Frost, 1990), e incluso alguna que demostró que aún se podía ser más sincero a la hora de retratar a un adolescente, como Es mi vida (My So-Called Life. Winnie Holzman, 1994). Sin embargo, la puertas del instituto estaban ya abiertas. Los adolescentes siguieron ascendiendo hasta el completo protagonismo que les otorga actualmente la sociedad de consumo. Aunque el caso es que, si lo analizamos con detenimiento, el escenario del drama apenas ha cambiado desde ochenta… ¿debiera?

Quizás el escenario haya cambiado, quizás ya no sea el mismo después de Columbine y tantos otros dramas como aquel. ¿Está de nuevo la televisión aguardando el momento adecuado para coger el testigo del cine? Seguramente sea ya el momento para un Elephant (íd. Gus Van Sant. 2003) televisivo, y por supuesto no me refiero a un telefilme, me refiero a una serie que intente entender a los adolescentes alienados, a los suicidas, a los asesinos de masas durmientes…

Pero no, la puertas están efectivamente abiertas: lo demás es material para una futura reflexión.