Autenticidad en extinción
Siempre me ha resultado difícil comentar el cine de Pedro Almodóvar. Pienso, de hecho, que es un error mayúsculo tratar de reducir sus películas a un chascarrillo fácil, a un comentario simple o a una loa meramente fanática. La piel que habito, sin ser una excepción, ofrece una disonancia tan evidente entre el relato y el modo en que está narrado, que facilita notablemente establecer el límite entre sus méritos —escasos, dispersos y casi siempre teóricos— y sus problemas —numerosos, estructurales y casi siempre insalvables—, siendo necesario añadir una coletilla intrínseca al universo almodovariano: más allá de toda consideración, sus filmes siempre merecen ser vistos.
Almodóvar nunca ha dejado de arriesgar, y eso es algo que hay que agradecerle, porque ni es la tónica común entre los directores que viven cómodamente del cine gracias a su éxito, ni tampoco es lo habitual entre los autores de prestigio, que tienden a remedarse enconadamente. El salto cualitativo que nos ofrece en La piel que habito es la mezcolanza entre los estilemas habituales de su obra y una doble vertiente genérica: la del melodrama (nunca más cerca que aquí de Douglas Sirk) y el terror (evidentemente pegado al cine de la Hammer y, muy concretamente, a Terence Fisher). Pero el riesgo, claro, no es garantía de éxito.
Pocos minutos después de comenzar el filme, ambientado al principio en El Cigarral, una finca de Toledo, aparece el personaje de un joven, de entre veinte y treinta años, disfrazado ridículamente de tigre, hablando un brasileño macarrónico, que llama al portero automático de la casa donde transcurre el drama; es entonces cuando descubrimos que es hijo secreto de Marilia (Marisa Paredes), también madre del protagonista, Robert Ledgard (Antonio Banderas), y que no se ven hace años, a pesar de que por el tono de la conversación parezca que lo hicieron anteayer. Es sólo un ejemplo, aunque muy significativo, que sirve para resumir la mayoría de los problemas de la película.
En primer lugar, la verosimilitud cinematográfica salta por los aires aproximadamente cada quince minutos, lo que hace muy difícil la implicación del espectador en el transcurso del filme, por más que le esté interesando el contenido del relato. No se trata sólo de la extravagancia (algo inherente a la obra del manchego) o del choque entre el realismo de gran parte del filme y este tipo de digresiones (no necesariamente improcedentes) sino, más bien, de que el puzle que es toda película contiene en este caso piezas que no hay modo de casar, y el espectador queda huérfano de manera casi permanente.
En segundo lugar, muy relacionado con lo anterior, resulta realmente complicado fusionar con acierto el histrionismo almodovariano con la desmesura melodramática de Douglas Sirk y el misterio turbador de Terence Fisher. La propia escena que he puesto como ejemplo de lo que no funciona en el filme debería suponernos un intenso escalofrío —no en vano se trata de una violación presentada dramáticamente—, al mismo tiempo que un giro en el suspense de la narración fílmica; pero, finalmente, apenas si queda esa vena erótico-festiva que adorna buena parte de las películas del manchego y que aquí, definitivamente, no resulta coherente con el todo. Ocurre en otros muchos momentos de la película, como la escena protagonizada por Agustín Almodóvar, su hermano, una de esas piezas que no encaja con ninguna otra, a pesar de ser personalísima, y de enlazar con el estilo histórico del autor.
Y es que quizá lo que habita en la piel de Almodóvar es el drama de querer (o necesitar) dejar de ser Almodóvar sin dejar de serlo. Un imposible metafísico. Y es de esa contradicción de la que nacen las mil y una contradicciones de una película cuyo relato resulta tan atractivo como decepcionante es la forma en la que está envuelto. Como si, efectivamente, fuese un filme de transición y pillase al autor con el pie cambiado; incluso algo tan infalible en él como la dirección de actores no cuaja completamente, con una Marisa Paredes dos tonos por encima de lo procedente o un Antonio Banderas voluntariosamente concentrado. Gracias a Elena Anaya, la película se sostiene mínimamente; viene demostrando ya su sobrada capacidad para transmitir emociones con esos hermosos ojos, para vibrar eróticamente, para envolver los diálogos con un timbre al mismo tiempo trémulo y preciso que define los sentimientos a la perfección. Es ella la que perfila con mimo un personaje complejo y atractivo, que es sin duda lo más memorable, acaso lo único, de La piel que habito.
Creo que nunca dejaré de esperar con interés un filme de Almodóvar, ni de recomendar verlo, pese a sus resultados insatisfactorios. Quizá esta sea una de sus peores películas. Y aún así permanece en su interior una cierta autenticidad y una vitalidad creativa que conectan directamente con la audacia de sus primeros filmes. El problema de Pedro Almodóvar, creo, es que, progresivamente, su espíritu ha ido migrando desde la frescura de la movida madrileña hacia el rancio abolengo de las páginas de Cahiers du Cinéma, desde el genuino terruño manchego hacia la impostura de la alfombra roja de Cannes. Y esa transmutación, ese cambio que tiene poco que ver con él y mucho con el contexto social en el que ha terminado moviéndose, es posible que algún día acabe definitivamente con esas raíces tan propias que siguen motivándonos a algunos para ver sus películas con la esperanza, incluso, de que quizá la próxima, por fin, sea esa obra maestra que es capaz de hacer y todavía no ha filmado.
El momento del brasileño disfrazado( que casualidad escondiendo su rostro y su piel) es el verdadero detonante de la acción, sin ese personaje no existiría relato, pues la diegésis sería imposible. A mí, este nuevo viraje hacia la ensoñación del rostro y la depuración de la memoria de la imagen (desde los Abrazos Rotos), me parece magistral y muy placentera. Su mejor obra.
No sé, Enrique, pero esa apreciación acerca de la falta de verosimilitud del relato no la puedo compartir en absoluto; en mi opinión, la historia está perfectamente «abrochada» y desarrollada, sin perjuicio de que, ciertamente, haya situaciones, que, por lo estrambótico o lo al límite que llevan su aspecto ridículo, o patético, puedan chirriar narrativamente. Y creo que Almodóvar ha hecho la que, probablemente, sea su mejor película de los últimos años; con todas las «almodovaradas» de rigor, faltaría más -su insistencia en no dejar de lado, jamás de los jamases, y vengan más o menos al caso, aditamentos como sexo y droga, o esos «injertos» musicales que a él le encantarán, pero que en lo que hace al despliegue de la trama, pues bueno…-, pero, aún así, años luz por encima del nivel medio de la «cosecha».
Un cordial saludo.
Totalmente de acuerdo con lo del «imposible metafísico» Enrique. La particularidad de «La piel que habito» es que ya no es sólo exigente con el espectador tipo, sino también con el fan entregado. Es una película compleja y complicada, que gusta más en la medida en que uno se deja arrastrar por el todo sin prestar atención a la suma de las partes.
A mi me ha gustado con matices, y reconozco los errores de bulto. Pero formal y plásticamente resulta descomunal, otra dimensión. Almodóvar, de unos años a esta parte, se esta consolidando como uno de los mayores estetas del cine actual, sino el mejor.
La primera vez que escuché esta fábula de Esopo fue en una película de Neil Jordan titulada Juego de lágrimas. Lo que la fábula cuenta es cómo un escorpión le pidió a una rana que le llevara en su espalda para cruzar el río. “¡Ni pensarlo!”, dijo la rana “Si te llevo, me picarás”. “No seas tonta» —le respondió entonces el escorpión—. «¿No ves que si te clavo el aguijón, te hundirás en el agua y, como no sé nadar, yo también me ahogaré?» Ante este argumento lógico, la rana accedió. Pero cuando habían llegado a la mitad del trayecto, el escorpión picó con su aguijón a la rana. Y, mientras ambos se ahogaban, la rana preguntó al escorpión: ¿Por qué lo has hecho? Tú también vas a morir». Éste le respondió: —No he podido evitarlo. Es mi naturaleza.
Algo similar le ha sucedido a Almodóvar cuando decidió subirse a una película que no se parecería al “cine de Almodóvar”. Pensó que podría ser fiel a esta premisa (establecida por él mismo como una suerte de reto) pues, en caso contrario, se ahogaría. Así, cuando La piel que habito empieza a cruzar el río, funciona como un deslumbrante enigma, cuidadoso en el encuadre, intrigante en la rutina de los carceleros y su víctima. Sólo la imposible cabellera asignada a la Paredes alerta sobre el riesgo de picotazo almodovariano, pero Anaya está bella en su doble piel y Banderas luce inquietante… aún. Entonces entra en juego el “tigre brasileño”, un personaje como escapado de otra película, y el primer y prometedor tramo del film se hace añicos.
A partir de ese momento, la película intenta mantenerse a flote, volviendo a la intriga una y otra vez, para tratar de llegar viva hasta la otra orilla. Pero Almodóvar –es su naturaleza- necesita incluir el número musical de Concha Buika, una vocalista fantástica cuyas canciones, aparte de la potencia estética, no aportan nada al guión. Tiene que empastillar al protagonista la noche crucial. Y regalarle a Agustín Almodóvar su tradicional aparición, para conseguir el único instante de comicidad pura en una película que debería huir del humor almodovariano como de la peste. Recomponer un thriller lindante con el terror después de cada picotazo acaba pasando factura: el desenlace llega tarde y –lo que es peor- ni sorprende ni conmueve.
En fin, a Pedro Almodóvar le gusta apostar fuerte. Pero no ha contado con que es como es hasta cuando se resiste a serlo. En esa piel habita su cine y por eso con esta historia que, por una cruel paradoja, es tan similar al proceso de hacerla, fracasa cinematográficamente como nunca antes le había sucedido al manchego.
Mejor que vuelva el escorpión. Con su aguijón genial, sin complejos, de secano.
A mi lo que me asombra es ver cómo alguien puede defender este bodrio de película.
Se busca intencionalidad en las cosas que son simplemente errores y se le busca significado a lo insignificante.
Y lo de «almodovaradas» ya es de risa…
Ejemplos:
Yo es que en todas las bodas que he estado he visto orgías por los jardines (esto es lo más normal del mundo… verosímil, vamos…)
El personaje brasileño no hay por dónde cogerlo. Simplemente responde a alguna posible fantasía de «brasileñovestidodetigreconpollagrande» que debe tener Almodovar… como tantas otras cosas (por ejemplo aquel coño enorme que devoraba a no sé quién en aquella otra película suya).
En fin, que esto ya aburre, que sus extravagancias ya no tienen rollo, que son ridículas!!!!.
Esto es un poco como cuando los Rolling sacan un disco malo y sus fans lo defienden a muerte hasta que los propios músicos salen diciendo que es una birria.
Almodovar vuelve a demostrar su descomunal calidad artística. Todo tiene una razón de ser en esta obra de arte. Difícil de entender si no se conoce la obra y el mensaje artístico de Louise Burgoise, si no se descubre el grito de Munch en el rostro de Gal antes de tirarse, la referencia de Gal a Galatea y el mito de Pigmallon; el nombre de Vera Cruz, y la metáfora de la identidad; las claves en las pinturas que se muestran -la perfección renacentista-, la estructura de la novela romántica y Frankestein -con todos los elementos presentes- y aún un comienzo con cita a El Ciudadano de Orson Wells…y la música! la fotografía! el vestuario! … la belleza plástica de la escena final con madre e hijo muertos… es definitivamente una obra de arte que usando referencias que son una delicia explorar, envía un mensaje terrible con respecto a la manipulación (sea genética o de identidad de genero)