Crainquebille

El mercader de las cuatro estaciones

París dormía acunado por René Clair. París se levanta a ritmo de Jacques Feyder. Putas, crápulas y maleantes se cruzan con los primeros trabajadores mientras esquivan la última redada de la policía. El paseo apresurado por barrios parisinos marcados por el paisaje. Un retrato de sus diferentes tipos sociales que se intuye mutilado por las múltiples batallas contra el tiempo y los remontajes. Sin tiempo para el lamento nos quedamos en el estómago de París, en Les Halles, dispuestos a empezar la faena junto al amable Jérôme Crainquebille y su carro de las cuatro estaciones.

El bullicio del mercado es encuadrado por este belga con una suntuosidad inconfundiblemente francesa. Planos que tienen su origen en las vistas Lumière, que enlazan con Feuillade y que deslumbran con este francés de adopción hasta alcanzar, en la frontera del sonoro, los de Au bonheur des dames (Julien Duvivier, 1930). Ni la agitación urbana recogida por otras cinematografías del periodo, ni los posteriores tumultos sonoros (Les enfants du paradis, Marcel Carné, 1945), terminan de relacionarse de la misma manera con esa iconografía callejera silente que encontramos en las tres primeras décadas del cine francés. Con el Boulevard du Temple (1838) de Daguerre en el recuerdo.

Sin necesidad de acudir a otras películas más reconocidas (de La otra madreI / Visages d’enfants , 1925, a  La kermesse heroica, 1935, pasando por sus filmes americanos con Greta Garbo), solo viendo una película tan escandalosamente buena como  Crainquebille, no tiene sentido seguir considerado a Feyder como un simple aliñador, más o menos elegante y eficaz, de películas. Pregúntenselo a Billy Wilder, y si no les contesta vuelvan a visitar los primeros diez minutos de Irma la dulce (Irma la Douce, 1963).

Al margen la pericia técnica y de la capacidad visual del director, Crainquebille destaca por su dimensión humana, por su capacidad para la crítica y la emoción. Crainquebille es material Chaplin. Un fondo que procede de la novela (L’Affaire Crainquebille, 1901) de Anatole France, y que desde su postiza ligereza resulta devastador. La hipocresía vecinal, el abuso de autoridad, el egoísmo y la torpeza de la justicia, aumentan su acidez con el enfoque de comedia negra que Feyder ofrece en las dos primeras partes del filme.

Las secuencias del juicio y de la pesadilla, con juegos de luces, tamaños y velocidades que recuerdan a las vanguardias de aquellos años, quizá llamen la atención y sean estimables a modo de protesta estilizada, pero son accesorias. Más importante es la simple fecha de nacimiento del acusado: el 14 de julio.

El filme funciona mejor desde esa normalidad, desde la ridícula disputa con el agente 64 que desata el conflicto, desde la exploración inocente de su celda y, sobre todo, desde el cambio de tono de la última parte del filme. Durante el último tercio de la película es noche eterna en París. La única posibilidad de volver a disfrutar del amanecer se podrá encontrar en el mismo lugar pero en otras personas. Un ángel de la calle, un pequeño vendedor de periódicos y su perro.