Apocalípticos integrados
Esbozar un breve y esquemático recorrido dando cuenta de los numerosos inadaptados que habitan la historia del cine reciente resultaría una tarea particularmente ardua: depende de la definición del concepto de inadaptación —que abarca desde aquellos seres hermanados con Holden Caulfield, que se mueven en la imprecisa frontera entre el gregarismo y el rechazo a la comunidad hasta los descendientes espirituales de Jeremiah Johnson, que optan por perderse en páramos nevados y senderos devorados por la maleza—, delimitar las múltiples e incontables manifestaciones de la inadaptación y tratar de evitar las consecuentes simplificaciones. En todo caso, una recapitulación arbitraria y heterogénea nos da una ligera idea de la proliferación de desarraigados durante la última década cinematográfica: los fracturados outsiders de Elephant (Gus Van Sant, 2003), el cándido y algo bobalicón Christopher McCandless de Hacia rutas salvajes (Into the wild, Sean Penn, 2007), el samurái
profundamente pacífico y humanista Seibei Iguchi en El ocaso del samurái (Tasogare Seibei, Yoji Yamada, 2002), o la vasta galería de desubicados concebidos de Werner Herzog —creciendo año tras año, película sobre película—, desde el alien interpretado por Brad Dourif en The Wild Blue Yonder (2005) hasta el lisérgico y amoral Terence McDonagh en Teniente corrupto (Bad lieutenant: Port of Call New Orleans, 2009), sin olvidar a Tim Treadwell, ese hijo de nuestros tiempos obsesionado con la toma perfecta y el autorretrato en Grizzly Man (2005). Todos ellos, por anacrónicos o por adelantados, por alienados o por visionarios, comparten un sentimiento común de desapego respecto a sus congéneres y el rechazo a las múltiples metas vitales que ofrece la sociedad en la cual se enmarcan sus coléricas existencias.
George, estudiante neoyorkino y personaje central de El arte de pasar de todo, experimenta con cierto laconismo su propio tránsito de una
niñez alegre y extrovertida a una pubertad agria y amarga, herido su sensible espíritu por los traumáticos acontecimientos históricos que han dado lugar a una era de desconcierto ideológico y desorientación moral. Así pues, el muchacho apenas encuentra un respiro dibujando a lo largo de las interminables clases, ignorando con apático nihilismo cualquier obligación, deber o compromiso marcado por su agenda familiar o por exigencias académicas. La curiosidad que el misántropo muchacho despierta en Sally, atractiva, sociable y perspicaz compañera de clase, termina por generar un débil acercamiento entre George y la sociedad de la que ha renegado, dando lugar a distintos desencuentros con un entorno que se antoja casi siempre extraño y hostil, pero que finalmente inducirá al joven a replantear su concepción vital, asumiendo felizmente que debemos realizarnos según las reglas ya establecidas, viviendo supeditados a ellas y paciendo cabizbajos en un tosco, sucio, mediocre redil.
De ésta forma, la ópera prima del neoyorkino Gavin Wesen fracasa en su pretensión de actualizar la figura del inadaptado a través de los modelos pergeñados por François Truffaut —pienso muy concretamente en Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959) y Besos robados (Baisers volés, 1968) — y J.D. Salinger —tomando como evidente punto de partida El guardián entre el centeno—. Asegura el director en distintas entrevistas que quiso aproximarse a una serie de personajes y a un entorno humano que bien podrían haber pertenecido a la archicélebre Gossip Girl, pero distanciándose de la grotesca superficialidad de la serie para focalizar la atención en problemáticas individuales y colectivas de hondo calado, muy probablemente compartidas por buena parte de la audiencia juvenil. El arte de pasar de todo se adhiere a la vertiente lánguida de la comedia indie, pero a diferencia de sus referentes, Wesen expone la rebeldía asocial de George como exhibición de clara inmadurez, y su perspectiva vital —o la ausencia de la misma— como una pataleta con fecha de caducidad. Los profesores del colegio privado donde estudia nuestro protagonista, por su parte, son pacientes y comprensivos profesionales que deben lidiar con la idiotez del aletargado pupilo. El mayor fracaso del difuso trazado de este pretendido mapa de emociones adolescentes vuelve a dejarse ver en un aspecto de
capital relevancia: en El arte de pasar de todo no hay lugar para las nuevas herramientas de sociabilización de la era hipertecnológica y digital. Ni rastro de signos realmente determinantes de nuestros tiempos: si la película se hubiera desarrollado en los años ’80, apenas habría sido necesario realizar un par de correcciones insustanciales en el guión.
Nada queda de la rebeldía genética del aguerrido Antoine Doinel ni de la sulfurosa e hipócrita rabia de Caulfield: la épica victoria del protagonista —ralentí mediante— nos presenta al irredento refractario recogiendo su título de graduación. La oveja negra vuelve a pastar con sus albas y atolondradas compañeras. Y es feliz. Al final, nos da la sensación de que Gavin Wiesen no se ha apartado tanto de Gossip Girl como había manifestado en su arrogante y vana declaración de principios.