En cierta ocasión le preguntaron a Albert Einstein que explicara con palabras sencillas su teoría de la relatividad aplicada al tiempo. El eminente físico propuso entonces una metáfora tan clara como reveladora: si un hombre se sienta junto a una mujer hermosa durante unos segundos, tiene la sensación de que el tiempo vuela; pero si ese hombre mete la mano en unas brasas durante los mismos segundos, tiene la sensación de que el tiempo se eterniza.
A principios del siglo XX, cuando Einstein formula su popular teoría, el tiempo no es sólo objeto de estudio científico. Es la época de las vanguardias, y las artes dirigen también su mirada hacia esa magnitud implacable que ordena, gobierna y somete todas las cosas vivas. En pintura, los surrealistas se adelantan a John Huston y retratan el tiempo como la materia de la que están hechos los sueños (y las pesadillas). Y los futuristas, influenciados por la mecánica del cine y la fotografía, lo trocean y descomponen en abigarradas composiciones que tratan de emular el movimiento de hombres y máquinas.
Esta obsesión por el tiempo, su naturaleza, efectos y percepción, tampoco escapa al poder del cinematógrafo e impregna la obra de algunos autores experimentales. Es el caso del francés Jean Epstein, que tanto en sus textos teóricos como en sus películas muestra una preocupación casi obsesiva por la capacidad del cine para acelerar o ralentizar el paso del tiempo; también para crear un tiempo propio, el tiempo cinematográfico. “¡Es pues verdad que los segundos duran horas!”, escribe en 1928 acerca de ese superojo mecánico y óptico que es esencialmente el cine.
El hundimiento de la casa Usher (La chute de la maison Usher, 1928) es quizás el filme que mejor plasma su interés por la maleabilidad del tiempo. En una doble vertiente: como fenómeno físico que puede manipularse a voluntad por medio de la técnica cinematográfica, y como fantasma que agita la existencia humana desde la tridimensionalidad que forman pasado, presente y futuro. A la primera inquietud responde Epstein con la utilización de numerosos ralentís que elongan y distienden actos y pensamientos, y, con ellos, la duración regular de las secuencias. Esta técnica pretende dinamitar la percepción tanto del tiempo cinematográfico como del tiempo natural, para que el espectador, huérfano de referentes cronológicos, se ahogue en un relato cuyo auténtico horror es la suspensión del tiempo. En el interior de la mansión Usher no actúan las fuerzas naturales, sino las sobrenaturales, y el drama de Roderick y Madeleine parece —y se padece— eterno.
Para concretar la segunda inquietud, el tiempo como fantasma que agita la existencia humana, Epstein propone una hipnótica puesta en escena que intenta recrear formalmente los tormentos pasados, presentes y futuros de sus personajes. El tratamiento de Roderick nos brida acaso el ejemplo más representativo de esta idea. El último Usher no aguanta el peso de su antaño glorioso linaje (ahí están la galería de retratos o la propia mansión, ahora decadente y ruinosa), añora el hombre vital que fue (su viejo amigo le reconforta con recuerdos de juventud), vive atormentado por la enfermedad de su esposa (a quien, sin embargo, con cada pincelada roba la vida: su presente y su futuro, en un recurso de claros tintes wildeanos) y teme con pavor la llegada de la muerte, que supone el óbito de los sentidos (de ahí su apego a la música, la pintura y la lectura, fuentes de emociones y nostalgia).
Como fondo de este tenebroso paisaje, y no por casualidad, Epstein escoge el universo literario de Poe (su totalidad, no sólo el relato que da nombre al filme). Maestro como pocos en el manejo del tiempo con fines dramáticos, el espanto, el horror y la angustia de sus relatos no surgen de la sangre o la violencia. No proceden de la ferocidad de un monstruo ni de la locura de un asesino. No huelen a cadáveres ni a putrefacción. Emanan de la incertidumbre que provoca ignorar cuándo caerá el próximo golpe. Cuándo será mi hora.