Que el silencio suene
El cine mudo alcanzó una expresividad, singularmente durante la década de los años veinte, que llevó a este arte a uno de sus mejores momentos; quizá en algunos casos, como el que nos ocupa, esa expresividad no haya sido superada en décadas posteriores. Con esta película —precisamente la última silente que rodó—, el cineasta sueco Victor Sjöstrom (1879-1960) alcanza la categoría de extraordinario estilista, y se convierte en uno de los grandes pioneros del cine nórdico, sin duda una de las cinematografías más atractivas gracias, sobre todo, a su originario sentido plástico.
Más allá del tópico de que en este filme, a pesar de pertenecer todavía al periodo mudo, «el viento se oye» —uno de esos tópicos absolutamente ciertos—, Sjöstrom ofrece un juego escenográfico brillante bajo la dicotomía interiores/exteriores, y convierte un escenario principal (la frágil casa en la que se desarrolla la trama) en protagonista físico de un relato telúrico en el que la naturaleza parece poseer la misma vida que los seres humanos y, al mismo tiempo, parece querer enviarnos mensajes muy determinados.
Y ahí radica precisamente la grandeza de la película, una de las cumbres del cine mudo y, en mi opinión, de todo el cine que se ha hecho. Esos mensajes de la naturaleza constituyen, al mismo tiempo, una metáfora de lo que les ocurre a los personajes en su interior. El viento, así, azota las paredes de una casa que parece venirse abajo del mismo modo con que la pulsión sexual llama a las puertas de las emociones de unos personajes constreñidos por los convencionalismos.
Todos los elementos cinematográficos, dominados ya por Sjöstrom con la pericia de los maestros de la época, coadyuvan así en un relato repleto de poesía, donde forma y fondo transcurren con una coherencia admirable, como sólo podemos encontrar en los mejores logros de un F. W. Murnau. Un hito de la primera gran época del cinematógrafo.