Escalera de servicio

Two lovers

En La escalera de servicio un tal Leopold Jessner comparte dirección con Paul Leni. Gracias a la mala praxis histórica y a la celebridad del segundo, la presencia de Jessner ha quedado reducida a la de comparsa de Leni, que también firma los maravillosos decorados. La cinefilia terminó de embarrar el campo con su incurable manía de considerar expresionista cualquier película alemana realizada durante la década de los veinte. Así, La escalera de servicio ha sufrido idéntica desvirtuación a la de otros filmes de Robert Reinert, Richard Oswald, Lupu Pick, Joe May, Arthur von Gerlach o Karl Grune, por no hablar de F.W. Murnau, Georg Wilhelm Pabst o Fritz Lang. Una desviación que empieza en cierta pereza semántica, pero que termina en dolorosa confusión estética.

Jessner, judío de izquierdas, fue una de las figuras principales del teatro alemán durante la República de Weimar. Si bien en su propio terreno también sufrió menor atención que otros de sus colegas. Evidente precursor de la renovación que culminarían Erwin Piscator, Erich Engel y Bertold Brecht, Jessner contaba con unos principios enfrentados a la tradición más sensual y apreciada de Max Reinhardt. Su teatro era político no en un sentido ideológico simplista, sino en el de ofrecer y servir como visión y comprensión del mundo. Esto es, aspiraba a metarrelato, no a programa de partido político.

Marcado por la brutalidad de la Primera Guerra Mundial, y nada ajeno a las revoluciones soviéticas, promulgó la escena alejada de la representación ilusionista de una realidad que —tras decenas de millones de muertos- había asaltado y despedazado a las apariencias. Después de su iconoclasta representación (1919) del Guillermo Tell de Schiller, sus ideas quedarían sintetizadas en el epigrama Escena escalonada. El decorado (plataformas y escaleras) como entidad independiente y como esencia dramática. El pilar y sus columnas: concentración de contenidos, de personajes y de mensaje, claridad en la dirección y el actor como elemento de tensión decisivo.

La escalera de servicio es, desde su mismo nombre, un trasplante rotundo de ese ideario escénico de Jessner. Imposible de acoplar a términos de por sí confusos como Expresionismo y Kammerspielfilm. Cada gesto de los actores parece dirigido y medido hasta la congelación, mezclando y contrastando la naturalidad de Henny Porten como sirvienta, con la angustiosa interpretación de Fritz Kortner como cartero. Con ello se intenta suplir una de las constantes de su obra teatral: la importancia y la claridad que exigía a la palabra. Toda la acción se reduce a contemplar cómo la joven realiza sus tareas en la casa de huéspedes mientras aguarda una carta que no llega. Un sencillo pero eficaz planteamiento tras una relajada introducción y antes de la febril coda.

El elemento crítico casi ineludible en las representaciones artísticas del periodo, ocupa aquí el espacio fuera de cuadro. Las fiestas burguesas que intuimos a través de los cristales o a la mañana siguiente mediante los desperdicios. Y esa especie de corrala también escalonada: la pensión en pisos superiores, luego el patio y enfrente el sótano del cartero. Como en El útimo (Der letzte Mann, F. W. Murnau, 1924), los vecinos —quién sabe si también los espectadores— ejercen de contraplano sensacionalista, husmeando y lapidando no se sabe si por vocación, por afición o por ambas.

Jessner apenas tendría otras tres aventuras cinematográficas antes de su exilio a Israel (1933) y Estados Unidos (1937). En esta primera apenas necesitó una escalera, el siempre excelso trabajo de Carl Mayer, tres actores y un hacha, para realizar una de las películas más desoladoras de la historia del cine.