La cosa

El horror revisitado

Más allá de sus resultados comerciales la práctica del remake es ante todo un ejercicio de revisión y actualización de  postulados éticos y estéticos. En los últimos años, las migraciones estilísticas entre Estados Unidos y Europa han llevado varios pasos más allá la potencia del discurso de aquellos pequeños clásicos, demostrando hasta qué punto una serie de miedos se comunican de una generación a otra. En un momento en el que el horror se retransmite vía metraje encontrando, explota su vecindad con la violencia más gráfica o discute la posibilidad de reelaborar la gramática de viejas formas del fantástico, llama la atención la apuesta de girar la vista hacia una de las cumbres del terror contemporáneo.

Ante las imágenes de La cosa (The Thing, John Carpenter, 1982) sentimos que existe un horror, prácticamente indescriptible, que nunca nos abandona. El grupo humano de expedicionarios, instalado en una modesta base enla Antártida, testimonia la imposibilidad de desembarazarnos de ese miedo, dejándolo atrás como olvidamos algunos de nuestros traumas infantiles. Porque, una vez descubierto, forma parte de nosotros. La confianza en el mundo se fractura, mostrando el incipiente individualismo que erosiona la fuerza de la comunidad. Aflora un sentimiento de soledad que compromete a los fundamentos de la condición humana. Volvemos a ser vulnerables. Y sólo queda esperar, a ver qué pasa.

Tres décadas más tarde, la decisión de rodar una precuela del filme carpenteriano, explicando el origen de lo que sucedía en aquella película, puede resultar un ejercicio de espiritismo. No en vano, la búsqueda de una fidelidad que conecte ambos filmes recorre la mayor parte del metraje de La cosa (The Thing, Matthijs van Heijningen, 2011), subordinando sus respuestas a la fuente original. Sin embargo, hay aspectos que conviene destacar. Así, en la crucial escena de la revisión de los empastes bucales —inequívoco reflejo del test sanguíneo en el filme de Carpenter—, van Heijningen dibuja una interesante extensión del discurso original: la diferencia, entre nosotros y ese otro agazapado, estriba en su incapacidad para admitir y entender las imperfecciones, sea un puente en la boca o una pieza de metal en el hueso. Donde Carpenter culminaba la acción a través de una reacción —la sangre de la cosa se defendía ante el ataque, dejando al descubierto quién no era quien decía ser—, Van Heijningen retrasa el efecto para deslizar la tesis: nuestro miedo a lo otro, a acabar siendo parte de ese otro, asimilándonos sin necesidad de violencia. En otras palabras, la inquietud pasa de temer al extraño a temer que podamos ser ese extraño, perdiendo todo rasgo de nuestra identidad personal.

La cosa 2011 debería leerse, más allá de su preocupación por encajar las líneas temporales con su antecesora, como un filme sobre la desaparición. Siguiendo la estela de aquellos ultracuerpos, reconocemos la variación en el tema central de la película. Ahora que la confianza en un nosotros se desvanece a causa de los modelos sociales impulsados durante las últimas décadas, nos queda el Yo y su eventual debilitamiento por culpa del conformismo, esto es, la sencilla adaptación a cualquier circunstancia. Si la obra de Carpenter expresaba que existe un horror que, una vez conocido, nunca nos abandona; su tardía revisión añade una coda preocupante: no podemos abandonar ese horror, porque intuimos que vive en lo más profundo de cada uno. Tal vez por eso, una de las imágenes más tristes del filme se encuentra en su conclusión, una vez su protagonista se ve forzada a admitir su fracaso, su falta de seguridad ante quien creía conocer, que le llevan a tomar una decisión que nunca habría imaginado llevar a cabo. Mientras Carpenter clausuraba su ficción apelando a un nihilista ¿y mañana qué?; La cosa 2011 apela a un sentimiento múltiple de fracaso: de la comunidad, de la ciencia y el progreso, de la masculinidad y, en fin, de cada uno, porque toda vez que desconfiamos del otro, el resultado es la soledad y el horror a dejar de estar solos (porque implicará ser parte de esa cosa a la que no queremos pertenecer). El tiempo amplifica la fuerza de nuestros miedos. Y eso no es buena señal.