La quimera del oro

Una ética de la comedia

De tanto manosearla, la máxima ha perdido gran parte de su vigencia, pero resulta obligado traerla a colación a propósito del cine de Charles Chaplin: sus películas, más que celuloide, son estados de ánimo. Sin menoscabo de la maestría técnica que se esconde tras su liviana sencillez, los títulos de su filmografía que he tenido la suerte de ver comparten una preeminencia de todo lo que atañe al ser humano, sin obviar los claroscuros, que posibilita como con ningún otro creador cinematográfico el establecimiento de un exquisito vínculo emocional con lo que muestra la pantalla. Tal vez porque el género utilizado para sustentar sus ficciones fuera mayoritariamente el cómico, con el recurso —no abusivo— del slapstick como marca de fábrica que hermana sus primeras obras silentes con las de sus contemporáneos, Chaplin es identificado por la colectividad como Charlot, una sinécdoque lógica por la repercusión icónica de su inolvidable vagabundo de sombrero bombín y grandes zapatones, pero injusta por incompleta; la obra del genial director británico es más, mucho más, que las peripecias de un personaje que ha hecho reír a mandíbula batiente a varias generaciones de espectadores.

La quimera del oro es una muestra inequívoca de ello. Pieza fundamental para entender la madurez de un estilo, en apenas setenta minutos se sucede secuencia tras secuencia de prodigioso timing cómico, verdaderos mecanismos de relojería visual apoyados tanto en la expresividad de los rostros como en la cinética de los cuerpos, para llegar por todas las vías posibles al disfrute del espectador. Claro que esta narrativa primigenia, que entonaba ya su canto de cisne a mediados de la década, posibilita igualmente la necesaria toma de conciencia: la inolvidable cena de Acción de Gracias, una de los grandes momentos de la Historia del Cine por meritos propios, deviene hilarante y terrible a partes iguales. ¿Acaso resulta divertido, a poco que lo consideremos, comerse una bota raída cuando se llevan días sin probar bocado y el fantasma de la muerte por inanición acecha, inmisericorde? Sí, y no. La dignidad con que el solitario explorador (Charles Chaplin) degusta los cordones de su calzado, como si fueran sabrosos spaguettis, es motivo más que suficiente para que surja la carcajada. O la lágrima.

De hecho, esa Alaska agreste y permanentemente nevada, poblada por buscadores de oro que no tienen donde caerse muertos, aporta un nuevo escenario para una de las grandes temáticas chaplinianas: la atención a los más desfavorecidos y la escala de valores a que da lugar la exclusión, un caldo de cultivo que, ante el capitalismo desaforado que tan bien reflejará una década después la no menos magistral Tiempos modernos (Modern Times, 1936), prefigura ya el New Deal y el contrato social consecuente. Ante la adversidad que lleva a algunos a sacar lo peor de sí mismos  —Black Larsen (Tom Murray)—, surge igualmente la amistad y el compañerismo: el solitario explorador y Big Jim (Mack Swain) sobreviven a los zarpazos del hambre apoyándose el uno en el otro, y llegado el momento de salir de la pobreza, ambos compartirán el tesoro. Toda una declaración de principios que subyace a las puertas que se abren y se cierran, los bailes de salón y las ensoñaciones amorosas. Un cine con mensaje, en definitiva, que en ningún momento necesita ser subrayado, sino que se deriva de modo natural del propio fluir de las imágenes, de las situaciones evocadas.

El compañero Rafael Arias Carrión se preguntaba con intención, en el encabezado de su sentido homenaje a Charles Chaplin en Cien miradas de cine (Varios autores, 2010-11), «¿Qué decir de Chaplin en 2010?». La respuesta a tal cuestión resulta inseparable, a mi entender, de la crisis de valores que nos asola desde hace décadas, convirtiendo en absolutamente vigente el legado de sus obras, con lo que no está de más volver la vista atrás y tratar de recuperar ciertos aspectos positivos de la condición humana, por caducos que puedan parecerles a los descreídos habituales. A vuelapluma: confianza en el otro, respeto a las opiniones ajenas y empatía hacia el desfavorecido como sustento irrenunciable de un verdadero proyecto común, ético, de convivencia. Y Amor, por descontado.