Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio

Spielberg 3.0

Cuesta creer que la adaptación cinematográfica definitiva de uno de los grandes iconos mundiales del noveno arte haya tardado tres décadas en ver la luz, pero lo cierto es que el estreno europeo de Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio constituye un reconfortante triunfo de la voluntad sobre la asepsia mercantilista de cierto emporio comercial cada vez más impermeable al romanticismo inherente a toda epopeya fílmica. Quizá por ello, la incertidumbre generada en los despachos de Sony y Universal Pictures respecto de la acogida de la película en Estados Unidos, con un demográfico a priori poco interesado en todo lo ajeno a su acervo cultural, ha motivado su desembarco previo en el viejo continente, partiendo de la premisa de que su previsible éxito por estos lares arrastrará a los cines a los espectadores del otro lado del charco. Será el signo de los tiempos, pero resulta como poco desconcertante tanta aritmética cuando el bagaje conjunto del trío Hergé-Spielberg-Jackson no puede ser otro que el del entretenimiento con mayúsculas.

Detengámonos brevemente en el origen: George Remi tuvo el acierto de crear un personaje que, resultando en el fondo tan coyuntural como sólo puede serlo un alter ego eternamente juvenil, atraviesa de forma modélica la convulsa historia de un siglo XX convertido en fecundo substrato de los 24 volúmenes que describen las correrías del intrépido reportero, desde los últimos estertores del colonialismo europeo a los cambios propiciados por la revolución social de los sesenta. Que las andanzas de Tintín hayan sido traducidas a un centenar de idiomas, hasta llegar a la mágica cifra de las 350 millones de copias vendidas redunda en lo irrebatible de su vigencia, pero el tránsito al siglo XXI requería de un salto cualitativo que posibilitara sumar para la causa a los nuevos consumidores de imágenes, para los que el hecho visual pasa antes por la pantalla que por la viñeta. Ni que decir tiene que la transición de uno a otro formato ha recaído, afortunadamente, en el cineasta más indicado para llevar a buen puerto tamaño encargo. Beneplácito del autor mediante.

Y ha sido el empeño personal del propio Steven Spielberg, tras años y más años de conversaciones, tiras y aflojas a propósito de los derechos y retrasos en la producción, lo que ha permitido que al fin podamos disfrutar de Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio; y conviene recalcar el aspecto lúdico de la cuestión, pues todo aquel espectador que se acerque a la sala de cine más cercana pertrechado con sus gafas 3D y libre de apriorismos, a buen seguro disfrutará como un niño. Optimizando al máximo la lógica retroalimentación con el universo Indiana Jones, que tan bien supo ponderar Javier Boltaña en su texto al respecto, el periplo aventurero del infatigable Tintín (Jamie Bell) comienza homenajeando de modo exquisito el legado pre-existente para, una vez presentados personajes y establecido el inevitable mcguffin —ese navío en miniatura, celoso guardián de dorados secretos—, trascender la línea clara sumergiendo al espectador en un evocador espectáculo visual donde la mirada nostálgica hacia el añorado pasado se alterna sin grandes estridencias con las trepidantes secuencias de acción, a medio camino entre la narrativa clásica y el cartoon desbocado. Cortesía esto último de un Capitán Haddock (Andy Serkis) hilarantemente desatado.

En el pulso inevitable entre Hergé y Spielberg la película termina por decantarse, inevitablemente, hacia este último. Y este triunfo se debe, inferimos, al plus de motivación que ha debido suponer para un director especialmente interesado en los avances tecnológicos el poder explorar un novedoso formato visual, el 3D Digital, que visto el resultado final no puede ajustarse mejor a sus inquietudes formales, permitiéndole jugar como nunca con la profundidad de campo —la persecución por las calles de Bagghar, rodada íntegramente en plano-secuencia, es un portento de planificación y dinamismo—, dotando además tanto a personales como a escenarios de un fotorrealismo verdaderamente deslumbrante.  Pese a que la colaboración con Peter Jackson y sus chicos de Weta Digital en el apartado técnico no puede calificarse sino de exitosa, el problema sigue siendo, mucho me temo, la propia naturaleza de la percepción humana; seguramente aún habrán de pasar unos cuantos años para que la extrañeza que nos producen estos seres virtuales casi reales no conlleve desapego hacia sus actos, pero esto no debe ser impedimento para valorar como se merece un título tan divertido como honesto, en el que sus creadores salen victoriosos del difícil reto de actualizar un mito del cómic sin renunciar a sus fértiles imaginarios respectivos. Por más que ello conlleve asumir ciertas licencias que, suponemos, escocerán a no pocos tintinófilos ortodoxos.