Los años 20. Inkwell Studios & Fleischer Bros

La serie ‘Out of the Inkwell’ y los Fleischer, Max y Dave, en los años 20

Uno de los grandes what if de la historia de la animación es qué hubiera pasado si la aviación japonesa no hubiera atacado Pearl Harbor la mañana del 7 de diciembre de 1941. No, en serio. La cuestión es que el 5 de diciembre de ese año, los hermanos Fleischer, Max y Dave, estrenaron su segundo largometraje de animación, Mr. Bug goes to Town, un intento de vencer en su propio terreno a su rival Walt Disney y en el que habían puesto todas las esperanzas de su estudio, ya bastante tocado por la huelga que tuvo lugar en 1937 y el traslado de sus instalaciones Nueva York a Miami, en el cual perdieron buena de parte de sus colaboradores. Desgraciadamente, Mr. Bug fue un completo fracaso comercial debido a la situación bélica, con lo que meses más tarde, incapaces de hacer frente a las deudas, los Fleischer fueron expulsados de su propio estudio.

Las consecuencias son conocidas por todos. La victoria de Disney fue completa y total, dominando la escena de la animación norteamericana durante décadas, hasta que se hundió sobre sí misma a finales de los 60 y primeros 70 (la Disney de hoy poco tiene que ver con la que creará el patriarca). Además, la historia de la animación USA se reescribió por completo, como si sólo hubiera existido el estudio del ratón, cayendo en el olvido los pioneros de los años 20 y 30, mientras que para el público y la crítica el estilo Disney, con su mezcla de perfección técnica y sensiblería sin límites, se convirtió en la única manera posible de la animación, tanto para lo bueno como para lo malo, como demuestra el rechazo y la desconfianza hacia esta forma que imperó (e impera aún) durante décadas en el núcleo duro de la crítica mundial, puesto que una forma centrada en la representación de animales antropomorfos y orientada al público infantil, no podía ser seria ni merecer la atención de los intelectuales serios… en claro contraste con lo que esa misma intelectualidad pensaba hacia 1930, como prueban los elogios de Walter Benjamin hacia Mickey Mouse.

Sin embargo, este artículo no es sobre Disney, sino sobre su más directo competidor en los años 30 y que durante la década anterior, los 20, fue considerada como la productora de animación por antonomasia, aunque esto pueda sorprender a la mayoría de los lectores, educados en la versión Disney. Me refiero por supuesto a Inkwell Studios, creado por los hermanos Max y Dave Fleischer, en sus papeles respectivos de productor y director.

Introducción

La aportación de los Fleischer al mundo de la animación es innegable. Sólo desde un punto de vista técnico fueron los inventores de una serie de tecnologías básicas en el campo de la animación, como el rotoscopio, que permite transformar en dibujos animados secuencias rodadas por medios tradicionales, por el sencillo expediente de dibujar sobre ellas fotograma a fotograma (y que curiosamente ha resucitado en los últimos tiempos, metamorfoseado en la técnica de motion capture); el proceso contrario, el rotógrafo, por el cual se puede proyectar un dibujo animado sobre una secuencia con personajes reales; y por último, una cámara multiplano que permitía simular el movimiento de los personajes animados en entornos tridimensionales, la cual era más fácil y más natural de utilizar que la creada por Disney (en pocas palabras, en el modelo Disney los planos se apilaban verticalmente, mientras que en el modelo Fleischer se organizaban horizontalmente, permitiendo la inclusión de maquetas que podían girar) pero que debido a la victoria final de la productora del ratón acabó relegada al olvido.

No obstante, si la importancia de los Fleischer se limitara a sus innovaciones técnicas, sólo habrían pasado a la historia de esta forma como una nota a pie de página (¿quién se acuerda de El cantante de Jazz / The Jazz Singer, Alan Crosland, 1927, por ejemplo?). Por el contrario, ellos eran unos auténticos creadores de raza, siempre intentando ir un paso más allá, buscando ideas nuevas y, sobre todo, sin miedo a aceptar riesgos, lo que dota a sus cortos, incluso los de su última época, de una factura libre y abierta, imprevisible, donde todo puede pasar y la conclusión no está definida. Una manera tosca y desarreglada, como muestra que durante mucho tiempo los Fleischer no sincronizaron el movimiento de los labios con la pista sonora (mejor dicho, que muestra su respeto por las morcillas de los actores de doblaje) en clara oposición al rigor, la precisión y el pulido formal de los cortos de la Disney, que muchas veces ocasionaba que nacieran sin vida y donde las peripecias de los protagonistas suenan a forzadas, pecado que nunca se podría atribuir a los Fleischer, ni por supuesto a la Warner, sus descendientes más directos, que sabían cómo hacer convincentes y verosímiles, el caos y el delirio.

De esta manera, en su periodo de gloria, en esos años 20 en los que reinaron casi en solitario, los Fleischer consiguieron un pequeño milagro, solo al alcance de unos pocos, consistente en crear las normas por las que habría de regirse esa forma acabada de nacer y romperlas una tras otra. Una tarea en la que los cortos de la serie Out of The Inkwell de 1919 a 1929 y protagonizados por el payaso Koko, constituyen una de las cumbres de la producción de los Fleischer y por ende de la historia de la animación.

Loa a la animación

En sí, la trama de los cortos de Out of The Inkwell no tiene nada de especial. Todos empiezan con Max dibujando a su personaje, el cual luego se verá envuelto en aventura tras aventura, a cada cual más delirante. Nada, como digo, fuera de lo ordinario, sí mucho de una fórmula que a las pocas iteraciones habría acabado por convertirse en rutinaria y repetitiva, como tantas y tantas series animadas que inundan las televisiones actuales. Sin embargo, no fue así, y cuando empezó a serlo los Fleischer emigrarían hacia otras formas y maneras, la bomba sexual de Betty Boop, la entera serie de Popeye, las adaptaciones de Superman, que continuarían manteniéndoles en primera línea de la animación norteamericana, pero que se salen del ámbito de este artículo, los años 20.

Volviendo a los cortos de Koko ¿Qué tienen de especial? O mejor dicho, ¿qué hace que más de 80 años después sigan siendo sorprendentes y llamativos? Como he dicho con anterioridad, los cortos comienzan de una manera sorprendentemente sencilla, con Max Fleischer sentado en su tablero de dibujo trazando el perfil de Koko. Esta introducción, que podía haberse fosilizado en una secuencia eternamente repetida, como son las intros de las series actuales, que sirven para llamar la atención del espectador y avisarle de que su serie favorita está a punto de comenzar, se convierten en los cortos de Koko en un auténtico tour de force, en un despliegue de creatividad que asombra por estar destinado a una parte supuestamente anodina del corto, por lo que se convierte en una promesa de que lo mejor está aún por llegar.

Unas intros que se convierten en una loa al arte de la animación (aún por fijar y crear, como digo, y que sólo serían apreciadas muchos años más tarde, cuando esta forma acumulara décadas de historia) donde Max Fleischer, o mejor dicho Dave, que poco a poco asumiría las labores de dirección, dibuja trazos inconexos o arroja manchas de tinta sobre el papel vacío que se irán conectando, combinándose y metamorfoseándose, hasta dar origen al perfil reconocible de Koko, el cual en algunas ocasiones llegará a crearse a sí mismo, arrebatando la plumilla de manos de su creadores.

Como puede apreciarse, esta forma de abordar la animación es inusual, tanto en el estilo Disney como en la más reciente 3D, donde todo el esfuerzo se centra en crear una ilusión de verosimilitud que nos haga olvidar que lo que estamos viendo es algo dibujado, para conseguir que nos creamos que está vivo por sí mismo. No obstante, el planteamiento era muy distinto en los inicios de la animación. La mayoría de sus pioneros (piénsese en Windsor McCay, Otto Messner, Emile Cohl o Charley Bowers) eran ilustradores, dibujantes de cómic o estaban relacionados con ambas disciplinas. Para ellos, como para la gran mayoría de los aficionados a la animación, al menos hasta el advenimiento de la 3D, el auténtico atractivo de esa forma era conseguir que lo que era estático, como los dibujos, los muñecos y los objetos cotidianos, cobrara viva como por arte de magia, reviviendo entre el público el mismo asombro que sintieron los espectadores de los primeros filmes de los Méliès.

Un gusto por lo asombroso, por lo maravilloso, donde parte del encanto del truco era precisamente mostrar cómo se realizaba ese truco, la trastienda de la creación, un objetivo compartido por todos estos pioneros de la animación y que poco a poco, con la influencia del cine y la emergencia del estilo Disney, sería siendo preterido y abandonado, aunque emergería aquí y allí, con la misma fuerza y fascinación, como conviene a una de las invariantes de esta forma, en donde destacaría ya en los años 40, la figura gigante de Tex Avery, al incluir de forma integral en sus cortos esos defectos del proceso que otros eliminaban como no dignos y aptos.

Realidad y Ficción/Creador y Creación

Dejando atrás estas magníficas intros, que como digo son distintas para cada corto y siempre buscan ir un paso más allá con respecto al corto anterior, era muy sencillo, casi previsible, que estos segundos iniciales se hubieran convertido en lo único aprovechable del corto, cayendo el resto en la rutina y en la fórmula. No obstante, estamos hablando de unos Fleischer, Max y Dave, en la cumbre de sus poderes creativos, y de unos creadores que aún no están atados por ninguna norma no escrita de la animación, ni siquiera por aquellas que ellos mismos se imponían. Así, si hemos visto que ellos comienzan por mostrar el proceso creativo por el cual Koko es creado y se le confiere vida, moviéndonos del espacio tridimensional del estudio de animación al espacio bidimensional del tablero de dibujo, en los sucesivos cortos de Out de Inkwell, los Fleischer van a aprovechar al máximo las posibilidades expresivas de la oposición entre los ambos mundos, el real y el imaginado, y las vías de conflicto que ofrece la frontera invisible, pero siempre permeable entre ellos.

De esta manera, en un corto como Modelling (1921), la falta de atención de Max, que debe ocuparse de modelar en arcilla bustos para un cliente, provoca un estallido de celos de Koko, que se enzarza en un autentico duelo de artillería con su creador, en el cual el propio busto es utilizado como munición y el comitente se ve atrapado en el fuego cruzado. Esta ruptura de los límites entre la realidad y lo imaginado, donde el tablero del dibujo es al mismo tiempo barrera permeable, como límite infranqueable, alcanzará nuevas alturas en un corto como Invisible Ink (1921) donde Koko escapa del tablero de dibujo, dejando a Max sin medios para continuar el corto y le obliga a perseguirle por patios, calles y azoteas, siguiendo una línea blanca que Koko ha dibujado, para volver a un estudio ocupado por cientos de Kokos, de entre los cuales Max deberá descubrir cuál es el original.

Estos dos cortos sirven de medida de la creatividad que eran capaces de desplegar los Fleischer en los años 20, pues con los recursos e imaginación derrochados sólo en ellos, se podrían llenar temporadas enteras de animación actual y aún sobraría. No obstante, lo asombroso es que los Fleischer, Max y Dave, parecían contar en esa década con una fuente inagotable de ideas, de forma que cada corto parecía ser mejor y más audaz que el anterior. Así en Puzzle (1923), la guerra en la que se enzarzan Max y Koko concluye con el animador atrapado dentro del tablero de dibujo en la misma trampa que había dispuesto para su criatura, viéndose obligado a atravesar un laberinto subterráneo, cuya única salida, tras mucho gatear y escalar, es el mismo tintero que del que Max saca la tinta que utiliza para dibujar a Koko.

La diversión no cesaría en toda la década, así en un corto como The Cartoon Factory (1924), Max inventa una máquina que le permitirá crear dibujos animados en serie, sin contar con que Koko la manipulará para construir un ejército de réplicas suyas con las que rebelarse contra su creador, el cual acabará combatiendo el fuego contra el fuego, recuperando su invento y poniéndolo a funcionar a toda potencia para crear clon tras clon suyo, culminando el corto en una auténtica batalla campal en las que las fronteras entre la realidad y lo imaginado se han disuelto por completo. Una confusión entre ambos mundos, realidad y dibujo, creador y criatura que culminará en Vaudeville (1926), donde Max acaba ingiriendo el frasco de tinta con el que dibuja a Koko, para disolverse ante nuestro ojos, transformándose en una mancha de tinta viva, capaz de combatir a Koko en su propio terreno.

Finale

Ejemplos como estos podrían acumularse uno tras otro, sin servir para otra cosa que para reafirmar la certeza de que los 20 fueron la década prodigiosa de ambos Fleischer. Nunca después, a pesar de la altura de su producción posterior, llegarían a alcanzar las cumbres de libertad e imaginación, de rebeldía y subversión de estos primeros cortos de Out of the Inkwell, salvo excepciones e insertos aislados. Incluso el mismo Koko evolucionaría al final de los 20 hasta convertirse en un dibujo animado más, desapareciendo la guerra continua en la que se enfrascaba con su creador, un signo de que el público desaprobaba esa mezcla entre realidad y ficción, prefiriendo que cada cosa permaneciese en su sitio sin mezclarse con las otras. En esta última época, ya como personaje aislado, Koko aún protagonizaría cortos magníficos como Koko’s Earth Control (1928), donde inadvertidamente causa el fin del mundo, pero serían ya su canto del cisne, antes de devenir secundario en los cortos de Betty Boop de los 30 y desaparecer por completo.

En conclusión, y como siempre digo, no me hagan caso, ni a mí ni a mis notas incompletas, busquen los cortos de los Fleischer, ya saben dónde, y quédense con la boca abierta descubriendo como era la animación antes de la animación, bueno, antes de esa animación.