Los tres mosqueteros

Hartazgo 3D

Hay una cuestión que todos deberíamos plantearnos antes de sentarnos frente a una pantalla de cine: ¿Tiene algún sentido ver esta película? Apelo al espectador informado, ese que, independientemente de no pretender sino pasar un rato agradable se toma la molestia de recabar la información previa suficiente para poder tomar una decisión razonada al respecto. En el caso concreto que nos ocupa se trataría de conocer, siquiera mínimamente, la filmografía anterior de Paul W. S. Anderson y, derivado de ello, como las gasta el realizador británico. Y aún más importante, que el ciclo aventurero creado por el inmortal escritor francés Alexandre Dumas ha sido tan sobreexplotado —según mis cuentas tres filmes en menos de dos décadas— que convierte cualquier revisitación en prescindible a priori, máxime si la coartada no es otra —aparte del previsible beneplácito de la taquilla— que contar lo mismo de siempre con la novedad de un soporte tecnológico de última generación.

Vaya por delante que no veo nada de malo en volver cíclicamente a ciertos temas, siempre y cuando los responsables creativos se planteen aportar una mirada fresca y renovadora, o al menos tengan presentes unos mínimos estándares de calidad cinematográfica. Atendiendo a que las correrías aventureras de D´Artagnan, Athos, Porthos y Aramis por la Francia del Cardenal Richelieu han conocido encarnaciones silentes —Fred Niblo—, clásicas —George Sidney—, desmitificadoras —Richard Lester— y descaradamente  mainstream —Stephen Herek— insuflar un hálito novedoso a material tan manoseado se antoja poco menos que imposible; salvo, claro está, que se opte abiertamente por el despropósito. Un dudoso honor que ya ostentaba El mosquetero (The Musketeer. Peter Hyams, 2001), a la que supera Los tres mosqueteros (The Three Musketeers. Paul W. S. Anderson, 2011) por la vía del nonsense.

El festivo prólogo en Venecia tiene la virtud, en este sentido, de condensar en pocos minutos todo lo que se extenderá agotadoramente después; tanto el inexistente diseño de personajes como la aparatosa parafernalia visual, sin olvidar la sonrojante falta de coherencia —y en el mayor de los casos, interés— de la práctica totalidad de las secuencias que desfilan sin orden ni concierto ante nuestros ojos se enseñorean de una propuesta que hace de la pirotecnia digital y el guiño cómplice a la platea su principal razón de ser. El indigesto pastiche a que dan lugar tales ingredientes resultaría más digerible si al menos fuera divertido o formalmente brillante, pero los recurrentes chistes no tienen maldita la gracia y los momentos bigger than life, por definirlos de alguna manera, se limitan a una batalla de barcos voladores filmada con escaso brío y unos cuantos duelos espada en mano donde la tensión, al igual que la planificación de cámara, brilla por su ausencia.

Lo que no falta es la generosa presencia de Milla Jovovich, trasmutada para la ocasión en una Milady de Winter empeñada en eclipsar al resto del reparto a base de acrobacias en bullet time —cual Trinity del Antiguo Régimen— y apretados corsés. El peso que adquiere un rol secundario en manos de la protagonista absoluta de varias de las películas de Paul W.S. Anderson redunda en la certeza de que, definitivamente superadas las eficaces atmósferas de género —Horizonte Final (Event Horizon, 1997)— de sus inicios lo único que parece importarle al susodicho en la actualidad es diseñar artefactos lúdicos a la medida de su hueca concepción del entretenimiento, con la esperanza de que el deseado demográfico diana se lo pase tan bien como él. No es de extrañar entonces que el uso del 3D, principal reclamo publicitario de la catarata de oportunistas remakes facturados en los últimos años se limite, en el mejor de los casos, a jugar con la profundidad de campo de las amplias estancias palaciegas; en el peor, a entorpecer el correcto seguimiento de las secuencias de acción a base de juegos malabares. Los tres mosqueteros se convierte, por sus propios deméritos, en muestra evidente del infantilismo agudo  al que aboca el uso abusivo de este caro formato, añadiendo una razón más a las ya apuntadas para no verla: pagar once euros por la entrada.