De serpientes y otras cuestiones éticas
A estas alturas de la película ya no caben dudas: la televisión le ganó la partida al cine (tal y como éste se ha entendido hasta el momento). El pulso entre las salas de cine y las domésticas se está decantando hacia estas últimas. La cinefilia comienza a transmutarse en telefilia aunque, en realidad, ambas no dejen de ser la misma cosa. Antes, una persona con impulso artístico y creativo quería ser novelista; hasta no hace mucho, aspiraba a ser director de cine… y ahora no deberían existir titubeos: guionista de la HBO. El séptimo arte, tal y como lo conocemos, difícilmente puede desafiar a las (buenas) series de televisión. Lejos parecen quedar aquellas series televisivas que hacían enseña de la exaltación de los sentimientos y el uso de personajes estereotipados. Las narrativas dramáticas de las nuevas teleficciones requieren su propio tiempo… y eso es algo que el cine de antaño no puede dar.
En los tiempos que corren, adaptar una novela al medio audiovisual se ha convertido en una cuestión ética y el código deontológico del creador/cineasta de turno debería marcar claramente el camino. Mientras las salas de cine se vuelcan en mostrarnos remakes, secuelas o productos 3D, las series televisivas se dedican a contar historias. Lo único que parece faltarle a la ficción televisiva es el marcado de la impronta visual de los grandes creadores. No obstante, no parece que eso vaya a ser un problema si atendemos a la creciente nómina de directores, que hacen de la narrativa visual bandera, y que últimamente han dado el paso a la teleficción: Steven Spielberg, Martin Scorsese, Oliver Assayas, Michael Winterbottom…o Todd Haynes.
Mildred Pierce, la novela, fue publicada por James M. Cain en 1934 y retrata, sin ambages, la lucha de una mujer separada para sacar adelante a su familia en medio de los aterradoras secuelas de la Gran Depresión estadounidense. Salvando las distancias oportunas entre la época post crack del 29 y la actual, la contemporaneidad de la historia no admite vacilaciones. La novela cuenta la historia de Mildred, esposa de un hombre acomodado que pierde toda su fortuna tras la quiebra de su empresa, una inmobiliaria. Tras la separación del matrimonio, Mildred ha de dejar su orgullo a un lado para ponerse a trabajar y sacar a flote a sus dos hijas y a la maltrecha economía familiar. Ni la muerte de una de sus hijas le hace desfallecer un ápice y persiste en sus propósitos empresariales; pero ello no es suficiente para satisfacer las demandas de su otra hija, Veda, una joven arribista que consigue convertirse en una promesa de la ópera. El melodrama y la tragedia se dan la mano en las páginas escritas por Cain, alejándose del noir más genuino y haciendo gala de una violencia implícita a través de la conducta sexual de los personajes.
En 1945, Michael Curtiz adapta para la gran pantalla el texto de Cain. Curtiz se aleja de la novela para realizar un ejercicio de cine negro en toda regla, con una estética de fuerte contraste de luces y sombras en la fotografía, llegando a iniciar la película con un asesinato (ausente en la obra literaria), contándonos toda la historia a través de diversos flashbacks de Mildred y situando a Veda en la figura de la femme fatale.
Ahora, muchos años más tarde, llega esta nueva adaptación que parece beber a partes iguales de la fuente literaria y de los tiempos de crisis que estamos viviendo. Retomando, de alguna forma, un punto anterior de este artículo, no resulta extraño que los títulos de crédito de la mini-serie se inicien con un “HBO miniseries presents” para después introducir un no menos locuaz “a film of Todd Haynes”. Y es que la adaptación que Todd Haynes y Jon Raymond hacen de la novela de James M. Cain, mucho más fiel al texto original que la de Ranald MacDougall y Catherine Turney en la película de Michael Curtiz, no tiene cabida en los 120 minutos de rigor del cine actual. Mientras Michael Curtiz propone una puesta en escena mucho más concreta, Haynes y Raymond extienden la trama y amplian las miradas. Haynes se toma su tiempo (la obra pasa de las cinco horas de duración): explica la agitada y desordenada relación entre madre e hija (excelente Kate Winslet y, sobre todo, Evan Rachel Wood) y realiza un cuadro exacto de la época (con muchos vasos comunicantes a nuestros días).
Justo al contrario que Curtiz, Haynes es más rotundo desde el punto de vista emocional pero más oscuro en la vertiente del porqué de los hechos. En los tres primeros episodios, con un montaje armonioso y cadente, Haynes prepara el camino: nos enseña el escenario, los personajes (sus virtudes y vicios, sus dignidades y sus vilezas…) e ilumina (en claroscuro) las trayectorias vitales de los protagonistas. Los dos últimos episodios son una vorágine fílmica en la que la maldad emerge desde la aparente normalidad.
La obra de Haynes, como ya sucediera con su mejor obra hasta la fecha, Lejos del cielo, rezuma el aliento clásico del melodrama. El look de la cinta así lo atestigua y el protagonismo de la trama recae básicamente en las mujeres, siendo las figuras masculinas meras comparsas o, a lo sumo, aceleradoras de los comportamientos de ellas.
La obra esconde delicias en pequeñas escenas y planos. Es habitual en el metraje de la serie el ver a los personajes, sobre todo a Mildred, encerrados tras un cristal (ya sea de casa, de un coche, étc) mientras el reflejo del exterior nos muestra la vida (el marido de Mildred cortando el césped, el bullicio de la ciudad…). La escena en la que Mildred pretende pagar, en secreto, las clases de canto a su profesor encierra la tesis de la obra, con una apariencia de naturalidad y orden, sin hacer uso de subrayado alguno. Lentos travellings hacen gala de la elegancia en la puesta en escena de Haynes y describen con mucha agudeza los estados de ánimo de los personajes de una manera esencialmente visual. Y, fundamentalmente, queda impregnada en nuestras retinas el momento en el que Mildred se quita la venda de los ojos y descubre de que pasta está hecha su hija… ese paseo de Veda desnuda ante su madre, esa victoria de la juventud sobre el inexorable paso del tiempo…
Mención aparte merece la fotografía de tonos dorados y rojizos de Ed Lachman y la excelente y suave partitura de Carter Burwell que terminan por rematar la excelencia de un producto que, a pesar de haberse realizado en aras de la televisión, bien podría competir en la próxima gala de los Oscar. Esta película, de más de cinco horas, dividida en cinco partes, bien lo merecería.