La doble vida de Rhoda
Imagina una tierra de las segundas oportunidades. Un lugar al que acudir cuando algo irreparable ha ocurrido, cuando uno siente cómo la culpa o la tristeza lo corroen, un espacio físico en el que poder empezar de nuevo, tratando de evitar los errores del pasado o subvertir las trampas del destino. Bajo esta premisa, con el espíritu metafórico de la ciencia-ficción más clásica y la pasión creadora del que aguza el ingenio ante la escasez de presupuesto, Mike Cahill y Brit Marling han creado un híbrido entre el drama indie y la ciencia-ficción, con el que lograron el Premio del Jurado en el Festival de Sundance. Los que ven Sundance como la cantera de Hollywood tienen dos nuevas y firmes promesas, porque su debut en el largometraje de ficción (juntos habían dirigido el documental Boxers and Ballerinas en 2004) contiene todos los ingredientes de un primer paso en lo que promete ser una larga carrera de éxitos: ambos son autores de un guión profundo y efectivo, él dirige y edita con sutileza y concisión y ella llena la pantalla con sólo una manera de andar y de mirar.
Cahill cita como influencias La doble vida de Verónica (La double vie de Veronique, Krzysztof Kieslowski, 1991) y las obras completas de Ray Bradbury, y algo hay de ambas en el desarrollo de una película que recuerda, por la modestia de su presupuesto y el calado de su reflexión sobre la condición humana, a Moon (Duncan Jones, 2009), el último gran destello indie en un género cada vez menos dado al minimalismo argumental. Es una ciencia-ficción que utiliza la existencia de un planeta igual a la Tierra a modo de universo paralelo para alejarse deliberadamente de la espectacularidad del género, de efectos especiales gratuitos (pero muy caros) y redundantes, unos árboles que pocas veces deja ver el bosque (aunque hay excepciones que confirman la regla, como la propia Moon o District 9). A la dupla Marling-Cahill le interesa mucho más el drama existencial en el que se ve inmerso Rhoda, una joven frágil sometida a la tortura constante de su sentimiento de culpa, y John, un padre de familia que ya no tiene lugar en el mundo después de perder a su mujer embarazada y a su hijo de seis años. La estrategia es acercarse a ellos con pudor, dejando que sus rostros expresen por sí mismos su dolor, separando literalmente la imagen del sonido. Así, el apartado visual se centra en mostrar a Rhoda deambulando de aquí para allá, con la otra Tierra del título siempre en el horizonte, mientras una o varias voces en off, sacadas de la radio o la televisión, explican la existencia de ese planeta espejo envuelto en misterio. La estilización es radical: frecuente cámara en mano, escasez de diálogos y un montaje elegante que se decanta por las elipsis antes que por la reiteración.
La existencia del planeta espejo y la relación entre ambos personajes no se pueden discociar, trascurren paralelas a lo largo del metraje para confluir en un final que no por predecible resulta menos efectivo. Pero la noción del doble o los giros argumentales no son lo más interesante de Otra Tierra: lo que la distingue y otorga grandeza es cómo narra el progresivo acercamiento entre estas dos almas solitarias, la ruptura de una cáscara que los separa del mundo y de su vida anterior. La vergüenza inicial, el miedo a que el otro abra una brecha en sus respectivas corazas, se ve sustituido paulatinamente por algo parecido a la amistad y finalmente, al amor. Sus soledades son menos dolorosas al compartirlas y su progresivo acercamiento viene marcado por tres secuencias en las que late una sensibilidad especial. El rato que comparten jugando a la Wii, aderezado con certeros jump-cuts en el montaje, la historia del cosmonauta ruso que Rhoda le cuenta a John y, sobre todo, ese momento sorprendente y algo bizarro en el que él la lleva al conservatorio y le ofrece como regalo un concierto tocando un serrucho como si fuera un violín.
«A lo largo de nuestras vidas, nos ha maravillado cómo los biólogos han conseguido ver las cosas cada vez a menor escala. Y los astrónomos han estudiado más y más lejos en el oscuro cielo nocturno, en el tiempo y en el espacio. Pero quizá lo más misterioso de todo no sea lo más pequeño ni lo más grande: somos nosotros, de cerca. ¿Acaso podemos reconocernos a nosotros mismos? Y, si lo hiciéramos, ¿qué nos diríamos a nosotros mismos?, ¿qué podríamos aprender de nosotros mismos?, ¿qué sería lo que realmente nos gustaría ver si pudiéramos estar fuera de nosotros y nos observáramos?». Las palabras son de Richard Berendzen, un célebre astrónomo colaborador de Carl Sagan, que sirvió como inspiración a Cahill para elaborar el guión y el centro de la reflexión sobre el doble o doppelgänger que propone Otra Tierra. El director utiliza las palabras de Berendzen en off o en una entrevista televisiva para puntuar la narración y darle una vuelta de tuerca al guion, siempre en equilibrio inestable entre la parte más dramática y la ciencia-ficción. Es quizá el punto más débil del film, porque Otra Tierra no es una obra maestra. Tiene fallas, fugas y derroteros no explorados. Pero en su imperfección reside parte de su encanto y anuncia sin reservas el talento de dos jóvenes sin miedo a hacer un cine despojado de prejuicios y obviedades, que no es poco en los tiempos que corren. Sin aspirar a ningún tipo de verosimilitud científica, logran profundizar en lo más complejo y misterioso según Berendzen: nosotros y nuestras emociones.