Días extraños. Von Trier vs. Ferrara

Hay más de lo que parece. Un festival de cine permite elaborar enfrentamientos, proponer contrastes, analizar semejanzas. El pasado festival de Sitges contrapuso outsiders en situaciones límite (Bullhead frente a Himizu), asesinos varios (Killer Joe frente a Killer List) e incluso enfrentamientos del proletariado contra irrupciones del fantástico (Juan de los Muertos y Attack the block)…. Opciones diversas, en situaciones límite, frente a la vida. También opciones diversas frente a la muerte. Ante una invasión de zombies, ante una epidemia que amenaza con acabar con la humanidad, ante el inminente fin del mundo…

¿Pretende Von Trier narrar en Melancolía (Melancholia, 2011) el enfrentamiento entre dos hermanas, entre dos maneras de entender la vida, y/o la película entera es un mero pretexto para coquetear con Magritte, De Chirico y Delvaux asociándolos a las imágenes del Apocalipsis? Personalmente dudo que ni tan solo en última instancia pretenda hablar del fin del mundo. La valoración que se haga de la película, los sentimientos que despierte su obra, dependerán de cada uno pero también de la intención original del danés. Las reacciones encontradas que sus películas provocan se repiten, una vez más, en Melancolía. Su megalomanía llega a representar el fin del mundo de manera operística, una caída de los dioses con música de Tristán e Isolda. Su frialdad aparente nos deja, al final de la cinta, con un inmenso dolor por todos los esfuerzos que fueron en vano, por las ilusiones perdidas. Una vez más estamos en la disyuntiva que sacudía Rompiendo las olas (Breaking the Waves, 1996) y Bailar en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000) ¿Es esta conclusión, este diseño de producción, coherente y necesario con lo narrado o nos regodeamos en el esteticismo gratuito y la simulación de la pena? Escondida tras el sol que luce, que deslumbra, la melancolía surge inesperadamente y arrasa con todo, a todo nivel, Melancolía confronta a dos hermanas y dos planetas. Cinta tan sublime como simple, se puede acusar a Von Trier, una vez más, de manierista o de pretencioso, como hacía el amigo Manolo Ortega en su crónica desde el festival. Pero a Lars von Trier no le falta habilidad. Una habilidad que no sólo le permite lucir, las formas de una historia sino que también le da capacidad para hacernos empatizar con el dolor, con la tristeza, con la depresión de Justine. Con ese lunático que llevamos dentro y que Von Trier, gran lunático, consigue hacer salir. Por eso, pese al desequilibrio que genera el enfrentamiento entre las dos partes de Melancolia, la película hipnotiza la espectador y le lleva a un límite del que no hay retorno posible. Como en Anticristo (Antichrist, 2009), aunque sin el toque gore.

En la primera parte, encabezada con el nombre de la protagonista, Justine (una desbordante Kirsten Dunst), se despliega la tragedia de una bellísima mujer que, en el apogeo físico, sexual y profesional, es admirada pero también despreciada por su inherente fragilidad emocional. Una gran celebración, claramente deudora de la homónima cinta del Dogma (Celebracion, Festen, T. Vinterberg,1998) en la que amigos y enemigos orbitan a su alrededor. Una celebración luminosa de la vida y la amistad tras la que se oculta la amargura, el rencor, la tristeza, la melancolía que todo lo devora. En la segunda parte, que arranca con el nombre de la hermana de la protagonista, Claire (Charlotte Gainsborough, tan sufrida pero más pasiva que en Anticristo), todos los fastos, los lujos y las ilusiones se han desvanecido. La celebración ha revelado su apariencia y su esterilidad y Justine está, una vez más, sola, desamparada y desconsolada. Y es aquí dónde Von Trier, en un golpe maestro, desequilibra, voluntariamente, la cinta. Porque Claire no es la protagonista de una historia que en realidad, en todo momento, gira en torno a Justine y su Melancolía, una melancolía que domina a todos cuando toda esperanza se pierde, cuando todo falla. El último refugio, la coartada perfecta, para ocultar el fracaso de nuestras vidas. Así, desesperanzada, Justine atraerá a Melancolía para acabar con el Mundo, para acabar con su angustia vital, arrastrando consigo a Claire y a todo el mundo. Tanto da si este final es figurado o real. Para Justine, para Lars Von Trier, el Fin del Mundo es la solución ideal para librarse de la desesperación. Si ellos no son felices, destruir la Tierra les libera, a sabiendas de que nadie será feliz sin ellos. Von Trier y sus personajes no están cuerdos y sus cintas buscan un imposible equilibrio entre la locura que le arrastra y la inserción de lo diferente en una normalidad que ni él ni Justine pueden dejar de rechazar. Por ello el final de la historia de Justine se anuncia desde el principio. Por ello se evita el clímax dramático. Porque Von Trier da por supuesto que no hay otra opción posible y que Justine, Claire y todos los demás se irán deslizando (nos iremos deslizando), lenta e inexorablemente, a lo largo de la segunda mitad de la cinta, hacia un abismo mientras tratamos, embelesados, de retener las glorias que disfrutábamos hasta ese momento. Por ello Von Trier nos obsequiará con una relajación forzada tras un final tan atronador como catártico.

Abel Ferrara coincide curiosamente con Von Trier en la inevitabilidad del Fin del Mundo. Coincide también en una puesta en escena mayormente basada en el anticlímax. Y, coincide también, que ya es mucho, en un luminoso fundido en blanco final. Ya es bastante raro ver cruzarse los pasos de ambos cineastas bailando en torno al Apocalipsis; pero no hay, como era de esperar, muchas más coincidencias. Dónde el danés emplea la grandiosidad, Ferrara se remite a la intimidad, dónde referencias pictóricas a simbolistas y surrealistas, aquí bajamos a la realidad más pura y dura. Ferrara busca llevarnos a la empatía, al dolor, a la intensidad aun en el anticlímax, mediante una puesta en escena relajada que huye de la megalomanía del danés pero también de los histrionismos de otras obras propias. Posiblemente, sea la intimidad la baza más destacable de las utilizadas por Ferrara. Una intimidad que toma pinceladas del exterior (el budismo como camino de renacimiento, la ciencia como herramienta de globalización pero también de destrucción de la capa de ozono) pero que mira en el interior de dos seres humanos. Una intimidad que la cámara asume, acercándose, repetida, obsesivamente, a los personajes, a su rostro, a sus manos, a su sexo. Una intimidad tan real, tan sentida, transmitida de modo tan convincente y, a la par, tan sensible, que hace de ésta no sólo una de las mejores cintas de su autor sino una que se acerca a la categoría de obra maestra.

En tanto que Von Trier busca la encarnación de todos en un singular personaje, Ferrara parece centrarse en una historia singular que tal vez fuera la suya misma. Allá dónde la melancolía de Justine parece convocar el desastre, el desastre ha sido aquí pergeñado por una sociedad que no mira más allá de sus límites y que ya no puede ser evitado aunque se quiera huir de él. Si la tristeza de Justine era la tristeza de Von Trier tratando de contagiarnos a todos, el relajado nihilismo que exhiben Cisco y Tina es el de Ferrara. Es su loft el apartamento dónde se desarrolla la acción y es su pareja actual (Shanyn Leigh) la que encarna a Tina frente al indudable alter ego encarnado por un (como siempre) convincente Willem Defoe (curiosamente, protagonista del previo largo de Von Trier, Anticristo, coincidiendo con Charlotte Gainsborough). Ferrara trata, pues, de relajarnos frente a lo peor. De concienciarnos, también, recordando nuestra parte de culpa en el inevitable final. Y, de paso, de ofrecernos un par de bellas opciones para hacer menos tensa la espera: sexo y budismo, una buena combinación. Es curioso ver como ambos cineastas ponen mucho de sí en su cine y, específicamente, en estas dos películas. La diferencia radica en que Ferrara, violento o calmo, presenta sus personajes como distintos en contraposición a todos y Von Trier les presenta como distintos pero con la pretensión de lograr la identificación de todos con ellos. Los héroes de Ferrara son realmente únicos, sea un policía corrupto, un gánster psicópata o una vampira que se mueve por la intelectualidad, todos ellos royendo partes de la Gran Manzana. Y también son únicas las heroínas de Von Trier. El danés, sin embargo, pretende no sólo la empatía sino casi la identificación del espectador con sus sufridas heroínas, aunque sean capaces de prostituirse por amor a su pareja, de asesinar por amor a su hijo, de desencadenar una masacre por ser rechazadas o de ser supermujeres que arrasan con todo tras una suerte de renacimiento. En esta ocasión, Ferrara utiliza el fin del mundo como pretexto para que Cisco encuentre la paz antes de la paz eterna y, en coherencia, su puesta en escena se corresponde con la mencionada y buscada intimidad. No hay necesidad de exteriores ni grandes decorados, los efectos especiales digitalizados cumplen su objetivo con solvencia y el mensaje final (el amor es todo lo que de este mundo nos podemos llevar) queda muy claro. Von Trier, por su parte, desarrolla su estrategia de nuevo. Justine somos todos. Todos tenemos la tristeza en nuestro interior y, por ello, el final es inevitable… Tal vez en la opción del final de la película, de la contemplación del final del mundo, se exacerban las similitudes y diferencias en ambos autores.

En el caso del danés, el final (aun anticipado en el prólogo) es voluntariosamente grandilocuente, empequeñeciendo a los personajes mediante el color, los efectos especiales y el sonido. En el caso del neoyorquino, el fundido en blanco nos permite mantener la sensación no sólo de intimidad sino, curiosamente, por el propio efecto cinematográfico, de continuidad. El fin del mundo de Ferrara mantiene la intimidad que ha lucido el resto del metraje y, paradójicamente, mantiene la confianza en que hay algo más allá. Basta que sepamos cultivar el amor en nuestro interior. El neoyorquino parece pasar página respecto de sus violentos y autodestructivos personajes para reivindicar (para todos, para sí mismo) algo más de compasión, de respeto e incluso de esperanza. En el caso de Von Trier, pese al apoteósico apocalipsis, conociéndole y conociendo su trayectoria previa, hay que pensar que, tal vez, es sólo el final de una parte de nosotros. Esta Melancolía, en mayúscula, que nos supera, pueda ser sino evitable, si controlable. Tal vez sea cuestión de reconocerla, absorberla y permitir que el fin del mundo suceda en nuestro interior. Si estamos en paz con nuestros seres queridos (con nuestra hermana y sobrino, como en Melancolía, con nuestro hijo como en Bailando en la oscuridad, con nuestro padre como en Dogville (id. 2003), con nuestra pareja como en Rompiendo las olas), tal vez entonces suenen las campanas en lo Alto y el milagro se produzca. Tal vez, entonces, no entremos en la nueva vida que el budista ciclo de la vida anuncia sino que nos transformemos, ahora sí, en los nuevos superhombres nietzschenianos, más poderosos, más seguros de nosotros mismos, en los Anticristos.