Medianeras

Dos en la ciudad

EN LOS PRIMEROS MINUTOS DE MEDIANERAS (2004), SU CORTOMETRAJE MÁS EXITOSO HASTA EL DÍA DE HOY, Gustavo Taretto verbaliza explícitamente una de las tesis centrales del cine de Jacques Tati: es la estructura arquitectónica de una casa, barrio o ciudad la que condiciona el carácter de sus habitantes. La arquitectura bonaerense, así, se manifiesta como la inductora de los modelos vitales a los que se adscribe la neurótica pareja protagonista. De este modo, los primeros minutos de ambas versiones de la historia —el corto original y el largometraje que nos ocupa— describen, tanto a través de una serie de geométricas estampas urbanas como del lúcido soliloquio en off de Martín —interpretado en ambos casos por Javier Drolas—, el espíritu de Buenos Aires —metrópolis individualista, irregular y, en fin, inefable, que se atreve incluso a  dar la espalda a su río—, pero también de los particulares habitáculos donde desarrolla buena parte de la vida diaria de los dos personajes centrales. Espacios ensimismados y replegados sobre sí, colmados —y volvemos a Tati — de artefactos de capital importancia en la vida contemporánea, orbitando todos ellos alrededor del ordenador cibernético, médula de las relaciones sociales y laborales en la actualidad. Si Monsieur Hulot se veía amenazado por la doble faz de la tecnología de vanguardia, Mariana y Martín viven perfectamente integrados y desarrollan sus actividades diarias en pleno contacto con la multimedia digital. Víctimas de la configuración posmoderna de la urbe —con la Urbanística supeditada a los intereses de la gran política, desterrando de sí misma cualquier vestigio de sensibilidad o creatividad artística—, sus hogares se convierten en centro neurálgico de la mayor parte de actividades cotidianas, y las calles se transforman en apenas una zona de tránsito. Quien vaga por el simple hecho de disfrutar del paseo adquiere contornos similares a los del proscrito; el turista recorre sin detenerse los puntos de interés señalados en la guía de turno, mientras el ciudadano navega y naufraga en Internet, embebido en un errante monólogo interior y acurrucado, como aquél pobre funcionario de Dostoievski, en el triste y balsámico letargo del subsuelo que lo acoge.

Los aciertos presentes en la estimable versión reducida de la historia provenían tanto de su desprejuiciada desenvoltura como de la concisa descripción de ambientes y personajes. Aun conservando buena parte de las virtudes del cortometraje —el retrato de un Buenos Aires aséptico y escasamente esteticista, el ingenio que brilla en algunas soluciones escénicas o la tierna y fiera reconstrucción de un paisaje humano sólido y veraz —, la debilidad más visible de Medianeras proviene de su condición de corto estirado: Taretto no trastoca, en ningún momento, el simplísimo esqueleto dramático del original, confiando en que engordar y ensanchar las experiencias de los personajes bastará para darle empuje al conjunto. No obstante, sería injusto olvidar nuevos hallazgos, como la vulnerabilidad que Pilar López de Ayala aporta a Mariana o la aparición de una insólita mujer capaz de parlotear multitud de idiomas pero conjurada, paradójicamente, a la pura y dura incomunicación.

A pesar del hondo pesimismo que impregna este fresco de soledades yuxtapuestas, Taretto ha optado por sumarse a las tentativas de reformular la insípida comedia romántica comercial de las últimas tres décadas: frente a la alienación de las relaciones amorosas y a la rendición conformista ante execrables arquetipos masculinos y femeninos, el cine de Woody Allen —homenajeado explícitamente en el filme— podría ser entendido como un alegato reivindicativo en favor de pensar las emociones y finiquitar los roles genéricos y sociales acríticamente asumidos. Así pues, el cineasta transita caminos cercanos al racionalismo sentimental de Marc Webb, a la desorientación generacional de Mike Mills o a la liviana melancolía de Alex Holdridge. Sin embargo, al travesear con esta serie de encuentros y desencuentros en los márgenes de la geometría urbana, está notablemente más próximo de la empalagosa insistencia en paralelismos improbables y reiterativas casualidades de las películas de Nora Ephron que de la filosofía de la sospecha del siempre irónico y cerebral Eric Rohmer.