El Havre

Luces de la ciudad

En pleno siglo XXI, devorados por una crisis económica brutal y con desesperanzadoras noticias abultando unos medios informativos solamente preocupados por los titulares más rimbombantes, resulta tarea casi quimérica encontrar espacio para la sonrisa o la esperanza. Por tanto que entre la mediocre oferta de la cartelera cinematográfica se haya colado  una pieza tan lúcida e ilusionante como la nueva fábula de Aki Kaurismäki, evidentemente no consolará a nadie, pero tal vez tras su visionado, podamos creer aunque sea por unos instantes, que no todo está tan perdido.

A estas alturas, ¿a que director se le ocurriría narrar un cuento sobre solidaridad y esperanza protagonizado por un limpiabotas además de a Kaurismäki? La respuesta está por desgracia demasiado clara en una cinematografía mundial que se alimenta de golpes de efecto, tramas insulsas narradas con pretenciosidad o un hipotético tono cool que no significa nada de nada. El finlandés continúa siendo un pequeño bastión de resistencia, que no deja de asombrarnos con su irreductible coherencia y sensibilidad. En medio de una crisis mundial, como los viejos maestros, vuelve su mirada hacia los más necesitados, a los apátridas y los desheredados, que siguen revelándose como los auténticos caballeros andantes de este mundo patas arriba. A la manera del inmortal vagabundo encarnado por Chaplin, los personajes que habitan El Havre (Le Havre, 2011) son improbables Quijotes, siempre prestos a vivir una historia de amor o soñar con nuevas desventuras. Y es que si hay un nombre que gravita a lo largo de toda la propuesta es el de Charlie Chaplin. Por primera vez en su trayectoria, Kaurismäki parece dejar parcialmente de lado el genio Keatoniano para explorar el legado del hombre del bigotito y el bombín y ofrecer una suerte de genial reinterpretación de El chico (The Kid, 1921) o Luces de la ciudad (City Lights, 1931). Empero, observando a la troupe del film, como Marcel Marx, el maravilloso escritor vanguardista convertido en limpiabotas, o ese hermano desencantado del comisario Maigret, se puede concluir que la esencia de El Havre se encuentra sobre todo en una secuencia concreta de Chaplin, aquélla que le reúne en Candilejas (Limelight, 1952) con su venerable camarada Buster Keaton, en un pequeño camerino, en una época en la que ambos ya han conocido los sinsabores del olvido y el irracional desprecio. Los barrios bajos de la ciudad no son sino el equivalente a ese cuarto en el que los dos genios se ocultan del mundo, permitiéndose tal vez un diminuto espacio en el que cultivar el tan devaluado idealismo.

El encuentro entre Chaplin y Kaurismäki en efecto estaba anunciado desde hacía mucho tiempo. Pero al contrario que otros realizadores el autor de Sombras en el paraíso (Varjoja paratisissa, 1986) no rinde a sus maestros un luctuoso homenaje cinéfilo, pues al igual que las múltiples influencias/enseñanzas que se adivinan, como la maravillosa atmósfera de realismo poético que se respira durante toda la proyección, está perfectamente asimilada en su mirada hasta conformar un conjunto tan prodigioso como personal. Incluso los homenajes más evidentes o facilones (como la participación del rockero Little Bob, del envejecido Jean-Pierre Léaud, que con su papel viene a representar la mediocridad de la clase media europea que se regocija en su propia miseria denunciando al prójimo desde el vil anonimato, o del realizador Pierre Étaix), se integran en la milimétrica maquinaria narrativa completándola.

Las excelencias de El Havre no deberían sorprender a ningún espectador que conozca la previa filmografía del cineasta finlandés y quienes no estén familiarizados con su obra deberían apartar todos los prejuicios que arrastren para descubrir una de las escasas obras maestras que el pasado año nos ha legado. Desde un aparente tono distanciado y hermético y un carácter fabulesco, elabora una de las más certeras radiografías del panorama europeo coetáneo, partiendo de temas tan complejos y dolorosos como la inmigración ilegal. Lejos de los engolados discursos y de la vacuidad de los autodenominados cultivadores de cine social, Kaurismäki opta por la sencillez, el humor y el compromiso. Su cine es un auténtico privilegio en estos tiempos y la madurez que transmite esta obra nos subraya una obviedad sabida desde hace muchos años: es el mejor cineasta, tal vez con permiso de Philippe Garrel, que ahora mismo hay en activo.