Immortals

El traje nuevo del emperador

Hasta el momento, no había podido decidirme sobre si me gustaba o no el cine de Tarsem Singh. Por un lado, La celda (The Cell, 2000) siempre me ha parecido un caos pretencioso e infumable, insalvable en su barroquismo estético; en cambio, la posterior The Fall: El sueño de Alexandria (The Fall, 2006) resulta mucho más equilibrada y madura, y con un uso notablemente más inteligente de las influencias pictóricas que siempre ha reconocido el director indio —más específicamente, el trabajo de Odd Nerdrum, H.R. Giger y las animaciones de los Hermanos Quay, siempre, por supuesto, filtrado por los personalísimos diseños de vestuario de Eiko Ishioka—. De alguna manera, pues, su reciente Immortals (Id., 2011) venía a ser una especie de reválida personal, una posible confirmación de su talento como filmmaker, y su potencial consagración en el estrellato de Hollywood. Sin embargo, más que una evolución para su carrera, se trata más bien de un retroceso a los aires pretenciosos de su (mediocre) colaboración con Jennifer Lopez, ya que su pretendida personalidad cinematográfica, a la hora de la verdad, se ahoga en su propio planteamiento estético.

 

Referencias ineludibles en esto de la crítica cinematográfica como Antonio Trashorras o Jordi Costa se han mostrado entusiasmados con el resultado, pero mi impresión, sin embargo, resulta mucho más escéptica. El segundo de ellos relacionaba en su crítica para El País, con toda la razón del mundo, el pictoricismo de Singh con el cine de Sergei Paradjanov. Y sin embargo, ahí es donde, a mi parece, chirría el planteamiento personal del director indio. Película a película, Paradjanov fue depurando su particular concepción, inspirada en los frescos medievales, de la puesta en escena, hasta que en El color de la granada (Sayat Nova, 1968) alcanzó el cénit de su estilo, precisamente, por la reducción del movimiento casi al mínimo, acercando cine y pintura hasta límites extraordinarios. En cambio, Singh no ha querido (o ha sabido) dar ese paso, y se aprecia en su trabajo una tensión creciente entre una cierta ambición pictórica y la necesidad de aceptar las reglas de juego de Hollywood que le impiden llevarse a su propio terreno con naturalidad el material de partida con el que, en este caso, contaba —un guión de Vlas y Charley Parlapanides, digámoslo ya, de seudopeplum, absolutamente infumable y lleno de lagunas—. No quisiera sonar a amargado cascarrabias, pero me da la impresión de que Immortals es cine de serie B que pretende ser algo más (que no es) a través del riquísimo planteamiento estético que realiza su director, mano a mano con Ishioka y el diseñador de producción Tom Foden —y en el que explota a fondo las posibilidades de los efectos CGI, lo que implica dejar a un lado la bellísima fisicidad de los entornos naturales que utilizó en The Fall: El sueño de Alexandria—, hechizándose a sí mismo con sus propias imágenes, y olvidándose por el camino de que el cine es algo más que encuadres pictóricos y composiciones barrocas.

 

Y es que, aun a riesgo de que alguno de nuestros lectores me tome por loco, me resulta mucho más simpática la reumática, pero honesta en sus limitaciones de planteamiento, Furia de titanes (Clash of the Titans, 2010): al menos, Louis Leterrier se dirigía directamente al público poligonero de multisalas al que iba dirigida su película —y ofreciendo además, todo sea dicho, algunas set pieces bien construidas, pese a que el recuerdo de la película de Desmond Davis y Ray Harryhausen pesara demasiado sobre el conjunto—, mientras Singh intenta esconder, bajo los mismos barnices hiperculturales y posmodernistas que aplicó sobre La celda, el espíritu exploitation del proyecto. Por eso mismo no acabo de entender las semejanzas establecidas con 300 (Id., 2006), por más que el planteamiento visual de algunas de las batallas, en plano secuencia sostenido, pueda tener ciertas semejanzas. Y es que, si bien Zack Snyder dotaba a esas escenas de acción de una fisicidad intensísima, y de un ritmo espléndido, logrado a base de alterar la velocidad del movimiento de los actores —hasta el hartazgo, eso sí, pero la idea y el resultado inicial es magnífico—, en cambio en Singh no puedo evitar ver las coreografías, y si me apuran, hasta los cables que sostienen a Henry Cavill en su intento de resultar heroico. Es lo que distingue a un director dotado para las action movies, con pulso y nervio para ello, de otro que simplemente intenta salir de ello con más o menos dignidad, por más que intente esconderse detrás de una pose de artista.