Big Bang

“Hay una serie que en su cabecera enseña en pocos segundos la historia del universo. No te la puedes perder”. Ésta fue la primera referencia que tuve de Big Bang (“Big Bang Theory”, Chuck Lorre & Bill Prady, 2007-…). Sin embargo, ya fuera porque el mundo de las series televisivas se está volviendo cada día más inabarcable, ya fuera por vagancia, o porque creía erróneamente que un tipo de letras como yo no entendería una serie sobre niños prodigios de la ciencia, el caso es que hasta muy recientes fechas no he prestado la atención necesaria a un producto como éste. Y, tengo que reconocerlo, me he rendido ante la evidencia de su calidad.

Empecemos por el principio. Efectivamente, en 17 segundos se nos muestra la creación de universo a partir de esa gran explosión de materia conocida como big bang —que bautiza y da sentido a la serie—, adentrándonos en una galaxia que contiene a nuestro sistema solar, para pararnos sobre nuestro planeta y comenzar un bombardeo de imágenes que, en forma de efecto dominó, narran el comienzo de la vida en nuestro mundo y su desarrollo a través de grandes hitos biológicos —los primeros seres vivos unicelulares, la era de los dinosaurios o el desarrollo de los homínidos hasta la llegada del homo sapiens— y culturales —pinturas rupestres, esculturas paleolíticas y toda una evolución de estilos artísticos, desde Egipto hasta el Renacimiento—.

La barra que aparece en la parte inferior de la pantalla, y que nos anuncia el momento en el que nos encontramos, va desacelerando progresivamente según avanzamos en el tiempo, pues la Historia se condensa en sus puntos significantes. Hasta que hay un inciso, marcado por una variación musical en la sintonía y por una imagen concreta —la pirámide rematada por el ojo, procedente del reverso de los billetes de dólar—, que precipita una edad contemporánea que, a pesar de la progresiva aceleración de las fotografías mostradas, aparece dominada casi exclusivamente por iconos relacionados con la Historia de los Estados Unidos.

Sin embargo, todo tiene mucho sentido —al menos desde la óptica que representan políticamente los EE.UU., que es la del capitalismo liberal—, pues el hecho de que las imágenes terminen con el grupo de amigos comiendo en su sofá relaciona su estado de estudiosos de los misteriosos orígenes del universo con esa explosión inicial que dio pistoletazo de salida al origen de la vida, como si su existencia fuese la evolución lógica de una creación cuyo punto culminante sea, precisamente, la aparición de dichos genios, insertos éstos en un modelo social en el que los ricos mantienen con sus donaciones sus investigaciones —como observamos en el conflicto argumental de The Benefactor Factor (temp. 4, ep. 15)—. En fin, así son los yanquis.

Pero hay otro aspecto de la serie que me parece mucho más sugerente de analizar que el de las consecuencias ideológicas de su cabecera, como es el del reparto de roles de sus personajes principales, Leonard Hofstadter (Johnny Galecki) y Sheldon Cooper (Jim Parsons). Para ello, es inevitable acudir a dos de las referencias más citadas en el universo friki de una serie como Big Bang, como son La conquista del espacio (Star Trek: The Original Series, Gene Roddenberry, 1966-1969) y La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977).

Y es que ambas comparten una misma distribución entre lo que significa ser protagonista y ser héroe, ya que en ambos casos sendos papeles están en posesión de distintos personajes. Así, vemos cómo en el primer caso el público está claramente decantado emocionalmente con Mr. Spock (Leonard Nimoy) a quien se considera el verdadero protagonista de la serie, a pesar de que la presencia del Capitán James T. Kirk (William Shatner) mueve la acción, por lo que resulta ser el héroe —incluso a pesar de ser en muchas ocasiones incluso hasta antipático, con sus continuos galanteos de gran moscón, parodiados en la serie Futurama (íd., Matt Groening, 1999-…) a través del insoportablemente narcisista  Zapp Brannigan—.

El caso de La guerra de las galaxias es incluso más claro, ya que todos los personajes parecen tener más carisma que el inexperto jovenzuelo Luke Skywalker (Mark Hamill), el verdadero héroe en torno al cual se generan los conflictos y el desarrollo de la acción. Todos a su alrededor parecen mucho más protagonistas que el soso muchacho, sobre todo si lo comparamos con el aguerrido Han Solo (Harrison Ford), pues su presencia se come a la de su acompañante en cada plano y ante cada uno de los problemas que a su encuentro les sale.

Es por todo ello que en Big Bang nos encontramos ante lo que en principio nos podría resultar un problema de guión y no es más que una imaginativa solución para que héroe y protagonista se repartan el control de cada secuencia y se puedan generar los suficientes trances narrativos que hagan avanzar la acción. Y es que no hay duda de que Leonard es el héroe de la serie —el nombre del actor que lo encarna es el primero en aparecer en los títulos de crédito—, pues en torno suyo se acumulan los hechos, sus consecuencias y sus resoluciones. Él es quien mantiene unido al grupo de amigos, como un pegamento afectivo, y gracias a él se introducen en la acción el resto de los personajes. Es, de hecho, quien cuenta a Penny (Kaley Cuoco) cómo se conocieron Sheldon y él —The Staircase Implementation (temp. 3, ep. 22)—, cómo llevó a su casa a sus otros dos amigos, Howard Wolowitz (Simon Helberg) y Raj Koothrappali (Kunal Nayyar), y cómo llegó su sofá a su sala de estar. Y lo hace desde sus recuerdos, desde su particular punto de vista que destaca su propio carácter tolerante y la personalidad esquizoide de su compañero de piso.

Sin embargo, Sheldon Cooper es el auténtico protagonista de la serie. Su huella ha dejado impronta desde la primera temporada, y son legión sus fans en Internet, habiendo innumerables páginas donde se pueden adquirir réplicas de sus incontables camisetas o rememorar sus inmortales frases célebres. Pero es que además «Shelly» tiene una característica única y especial, y es que a su condición de protagonista hay que añadir la de antihéroe, pues con su implacable misantropía y sus ínfulas de sabelotodo podemos considerarle como el Darth Vader del piso de estudiantes, añadiéndose a sus múltiples facetas la de antagonista del héroe, a quien repudia con el mayor de sus superpoderes: el desprecio que le proporciona saberse un genio, el ser especial por el cual el big bang toma todo su sentido, pues verdaderamente este hecho estelar parecía abocado a entregarnos un personaje tan fascinante como él.

Egoísta, ególatra, egocéntrico, narcisista, soberbio, grosero, orgulloso y arrogante, a la par que lleno de complejos no admitidos, frustraciones no reconocidas, traumas infantiles y comportamientos rayanos en lo esquizofrénico. Poseedor de una valiosa colección de comics, de una memoria eidética y apasionado de los videojuegos —mucho mejor si son clásicos—, Sheldon Cooper tiene la capacidad de atrapar con su especial encanto a todos aquellos que tiene a su alrededor, como si al observarlo se pudiera estar más cerca de desentrañar los misterios del universo. Y es que no todos los héroes son protagonistas… pero todos los villanos molan.