Jack y su gemela

El placer de las comedias anormales

Empezaré por confesar que la estatua ecuestre de Adam Sandler ya no reluce como antaño en mi galería de héroes cinematográficos de ayer y de hoy. Tengo la sensación, no sé si errónea o precipitada, de que todo lo que el fundador de la Happy Madison (su productora) tenía que decir sobre la vida y sus circunstancias ya lo dijo en la década que media entre dos auténticas perlas de la comedia norteamericana moderna: de Billy Madison (Tamra Davis, 1995) a 50 primeras citas (Peter Segal, 2004). Lo cual no quita que Sandler haya seguido produciendo, escribiendo y protagonizando películas más que aceptables. Recuerdo una conversación sobre listas de lo mejor del año, con una chica que me comentaba que había incluido en su top diez el Film-socialisme (2010) de Godard más que nada por una cuestión de resistencia: aunque no tenía claro si la película lo merecía, había que escribir y ver escrito el nombre del cineasta francés. Poder decir y sentir que Jean-Luc seguía ahí, aunque problemas de tipo griego le impidan recoger premios en festivales. Tuve una sensación parecida cuando me vi pagando ocho euros para ver en el cine Jack y su gemela. Fue mi tercer Sandler en pantalla grande, tras Hazme reír (Funny People, Judd Apatow, 2009) y Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, Paul Thomas Anderson, 2002), y eso que ninguna de estas dos es totalmente sandleriana. Además, me dormí en dos o tres ocasiones durante la película, no me dejaron entrar a la siguiente sesión aún poseyendo la entrada y explicando el por qué de mis desvelos, y tuve que recuperar trozos del filme recurriendo a un costroso pero visible screener. Tiene algo de anacrónico ir a ver a Sandler al cine; me habría gustado haber ido al cine a ver todas sus películas de los noventa y primeros dos mil, pero la verdad es que Jack y su gemela no está nada mal. Es casi perfecta en su género, el de la comedia familiar marciana para paladares curtidos y para chavales que empiezan a descubrir que las cosas normales casi siempre acaban siendo aburridas. Había varios niños en la sala. Con suerte, alguno de ellos buscará en el futuro Little Nicky (Steven Brill, 2000) y se lo pasará en grande. Vaya, ahora que lo pienso, “las cosas normales” es una combinación de palabras que puedo escribir a la ligera, como lo acabo de hacer aquí y ahora, pero no tengo ni idea de qué significan. Me dan más miedo que Fraga y la violencia de género.

En otra conversación, más reciente y por correo electrónico, Pablo Vázquez me hablaba de la displicencia con la que algunos críticos cinematográficos suelen tratar películas como esta que nos ocupa. Y de cómo parece adecuado y está permitido despachar algo que generalizando mucho llamaremos cine de multisalas con adjetivos y expresiones gruesas, mientras que, por el contrario, crea rechazo el que, por ejemplo, alguien vaya y diga que el cine de Cronenberg es para gilipollas. De todas formas esto no ocurre sólo con la crítica. El mismo público de las multisalas ya suele dar por sentado que el suyo es un gusto menos refinado. Para hablar bien o mal de Sandler a menudo sólo nos queda reducirlo todo al placer o al dolor que nos ha provocado la experiencia. Podemos emparentar su cine y su visión del mundo con determinados autores de comedia del Hollywood clásico, pero sólo nos harán caso cuatro acólitos. El resto de teorías, manifiestos y exabruptos entran de lleno en los dominios de Karl Popper. O de Facebook: le das al “me gusta” o no le das.

No es una de las mejores películas de la Happy Madison y tiene momentos más inspirados que otros. La aparición estelar de Santiago Segura no es gran cosa y deja cierto regusto a deja vu torrentiano. Pero no faltan ni el humor esquinado ni los ramalazos de escatología y absurdidad marca de la casa, ni ese confort tan característico con el que seguro que están familiarizados todos aquellos que no se pierden ninguna película del protagonista de Terminagolf (Happy Gilmore, Dennis Dugan, 1996). Además, Al Pacino está fantástico interpretándose a sí mismo, a un Pacino acabado e histriónico que habla con los limoneros y cree que la única cura para sus males es Adam Sandler vestido de mujer. Su composición es tan genuinamente grotesca que puede recordar al Michel Houellebecq personaje que deambula deprimido por las páginas de su última novela, “El mapa y el territorio”, o al Pauly Shore crepuscular de Pauly Shore is Dead (Pauly Shore, 2003). Diría que es la mejor comedia en la que ha aparecido Pacino y su mejor película desde Insomnio (Insomnia, Christopher Nolan, 2002). O, si me pongo entusiasta, la mejor desde Heat (Michael Mann, 1995).