¿Hay esperanza para la curiosidad?
A Hugo le encantan las películas, y a Isabelle los libros. Hay dos escenas, en esta última película de Martin Scorsese, en las que sus dos niños protagonistas se descubren el uno al otro. Primero ella le lleva a él a una biblioteca y le pregunta, con un atisbo de inseguridad en la voz, si nunca ha leído un libro. Luego Douglas Fairbanks aparecerá en una conversación, y será Hugo el que querrá saber si a Isabelle le gusta el cine. Scorsese ha dirigido una película teóricamente infantil y familiar (eso se decía cuando la estaba rodando) que, sin embargo, parece haber sido concebida como una prueba o un ensayo nostálgico sobre lo que, hace mucho tiempo, significó ser niño y descubrir que, además de la vida, existían los libros y las películas y la aventura. Descubrir que ciertos placeres podían ayudar a sobrellevar y enriquecer la existencia. A mitigar los dolores. El problema es que si el director de La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993) se está preguntando por la vigencia de cierto tipo de experiencias y emociones iniciáticas, me temo que la respuesta que podría recibir del público infantil se limitará a una leve indiferencia. No pertenezco a la comunidad educativa; quizá peco de cínico o pesimista y, en efecto, el visionado de una película como esta llevará a muchos chavales a investigar sobre Scorsese y también sobre Méliès, y a ir a una biblioteca a por un libro y acabar quedándose embobado con la contraportada de otro y llevárselo. Creo que la biblioteca del colegio, hoy, se asocia indefectiblemente a un lugar al que puedes acabar yendo en calidad de recluso o castigado, y en el que hay que guardar silencio y eso implica no juguetear con móviles y otros aparatos. Luego están las bibliotecas públicas de las ciudades, a las que se va a estudiar y a mirar a chicas. Supongo que, de vez en cuando, eso puede constituir una aventura. Pero diría que el ocio de los jóvenes, hoy, pasa por otros lugares y otras pantallas. Hay unos pocos libros, a menudo sagas de libros anunciadas en televisión y en el cine, que molan. El resto es para los raros. Aunque, en el fondo, ¿acaso la cultura no ha sido siempre para los raros, para los que acabamos escribiendo en Miradas de Cine? Concluiré, pues, que La invención de Hugo no es una película infantil, ni siquiera juvenil. Es una película para niños y adolescentes raros, que estén dispuestos a concederle tiempo a una narración. Otra cosa que no se lleva: el verbo esperar.
Es una película para conocedores. Casi unánimemente bendecida por la crítica y por los aficionados al cine (quedó muy bien eso de bajársela y verla a última hora, en 2011, cuando salió un ripeo aceptable, para poderla meter en listas de lo mejor del año), la película de Scorsese se encamina hacia la cuarta dimensión de las rarezas que serán clásicos dentro de diez o veinte años o cincuenta y saldrán en los libros pero que ahora, cuando se estrene, nos va a gustar a nosotros, la gente que a veces escribe sobre cine, y a cuatro gatos más. Por más que en ella exista esa voluntad de servir de nexo entre el pasado y el futuro, entre Méliès y el 3D y entre Méliès y Sacha Baron Cohen. No está hecha para revolver las tripas y sentirse lúcido y desgraciado, como era el caso de Taxi Driver (1976), es más bien un filme educativo, pedagógico, cuasi documental. Dile a un niño que le vas a pasar una película educativa sobre un pionero del cine y ya verás a dónde te manda. Pero hay que intentarlo. Si el renacuajo se aburre con esta, si no funciona el embrujo, probar con La verdadera historia del cine (Forgotten Silver, Peter Jackson, 1996), que es cortita y la recuerdo entretenida.
Le puse cuatro estrellas a la película, así que se supone que me gustó mucho. Y lo hizo. Pero últimamente me ha dado por sentirme muy humilde y todo eso, y citar y decir en mis textos que hablo con otras personas, y el caso es que una breve conversación en Facebook con Ignacio Pablo Rico me hizo pensar de nuevo en Hugo y en Isabelle y en la mayoría de niños que veo por la calle. Y no sé si se van a entusiasmar como yo, que en cierto modo también sigo siendo un niño. Pero cuando me pregunto por qué deberíamos reivindicar La invención de Hugo me viene inmediatamente a la cabeza el título de un artículo de Bukowski, “En defensa de cierta clase de poesía, cierta clase de vida, cierta clase de criatura llena de sangre que algún día morirá”. Por eso creo que es una película valiosa. Estamos empezando a acostumbrarnos a que la curiosidad sea algo regulado y sujeto a los criterios y caprichos de quienes pretenden preocuparse por nuestra salud mental. Y aunque La invención de Hugo habla de otras cosas, no sé como podría resistirme a una apología de la curiosidad y de la aventura tan hermosa como esta, aunque no sea otra cosa que la fantasía cinéfila retrofuturista de un veterano que aún no se ha enterado de que Alicia ya no vive aquí. Esperemos que eso último aún esté por ver.
Ayer domingo fui con mi hijo (7 años) y mi sobrina (11 años) y puedo certificar que a la película le falta, como sugieres, suficiente gancho para mantener el interés de los más pequeños durante las dos largas horas que dura ¿Cómo explicar la espectacular escena del tren descarrilado si no es para despertar a la audiéncia juvenil? A mi personalmente me ha parecido deliciosa, un homenaje como pocos a los pioneros del cine, cuando la magia y el artificio eran la base del espectáculo, y la he disfrutado plenamente, pero la próxima vez me va a costar el doble desenganchar a mi hijo de la consola para llevarlo al cine 😉