Ruido, nueces y artes marciales
Cuando tanto Stephen Norrington, con Blade (Id., 1998), como los Hermanos Wachowsky, con la trilogía iniciada con Matrix (The Matrix, 1999), empezaron a filtrar el actioner estadounidense a través de una sensibilidad estética heredada a partes iguales del cine de Hong Kong, el anime y los videojuegos —tres campos, en todo caso, que también se han influido mucho mutuamente, sobre todo por el peso de los desarrolladores japoneses en el tercero de ellos—, un buen puñado de friquis de la época vimos el cielo abierto, al sentir que estábamos viviendo el comienzo de una nueva era del cine contemporáneo. Y sí, hablo en primera personal del plural como forma de entonar un cierto mea culpa al respecto: reconozco que yo también me dejé llevar por el entusiasmo de loco por Akira (Id.; Katsuhiro Otomo, 1988) y Dragon Ball (Doragon Boru, 1986-2003), y no supe ver la relativa aplicabilidad del concepto sobre los proyectos de imagen real. Y es que, a la hora de la verdad, más allá de posteriores coletazos a manos de los mismos directores, y de la aparición de otros tantos que, unos de forma más honesta, otros de forma más interesada, han aplicado en mayor o menor medida ese planteamiento estético a su propio cine —ahí podría incluirse a autores como Paul W.S. Anderson, Zack Snyder, James McTeigue o Kurt Wimmer—, la revolución estética que esas dos propuestas parecían plantear respecto al blockbuster contemporáneo se quedó en poco más que agua de borrajas.
Dentro de ese contexto, Underworld (Id., 2003) era un intento tardío y más bien low cost —sólo costó unos irrisorios 22 millones de dólares— por parte de su director, el por entonces debutante Len Wiseman, de subirse al carro orientalizador de otros proyectos similares de aquella época. Poco tenía de original aquella peliculita, más allá de atreverse a darle su primer papel como action woman a Kate Beckinsale —y a envolverla en cuero bien apretado, sueño húmedo de muchos de sus seguidores que rompió, en su momento, la imagen dulce que la actriz había cultivado hasta aquel entonces—, y de descolgarse con una historia de amor interracial que se adelantaba unos cuantos años, si bien desde una perspectiva menos blandengue, a la edulcorada y ñoña visión del fantástico que llevaría al extremo la saga romántica iniciada con Crepúsculo (Twilight; Catherine Hardwicke, 2008). Aun así, comprobada su eficacia taquillera, y consciente de estarse dirigiendo a un público de multicines que quiere, sobre todo, mucho ruido y pocas nueces, Wiseman ha convertido la serie en una especie de refugio comercial personal al que volver de forma periódica —tanto es así, que cada una de las películas dista de la anterior en exactamente tres años— para, imagino, enjuagar cuentas de resultados dándole a sus bolsillos una alegría mayor que sus otras incursiones como director de actioners como La jungla 4.0 (Live Free or Die Hard, 2007) o la futura Total Recall (2012).
Así como confió la anterior Underworld: La rebelión de los licántropos (Underworld: Ryse of the Lycans, 2009) al diseñador de monstruos con el que trabajó en las dos entregas previas de la serie, Patrick Tatopoulos, en este caso el ahora productor le ha cedido las riendas a Mans Marlind y Björn Stein, dueto de directores suecos que, tras pasar bastante desapercibidos con su debut hollywoodiense, La sombra de los otros (Shelter, 2010), tienen ahora la oportunidad de demostrar que son capaces de ser unos artesanos tan impersonales y tan poco interesantes como su propio contratador. Y es que, más allá del coqueteo inicial con la estética del found footage, que parece apuntar una cierta renovación de la saga que nunca llega a ser tal, Underworld: El despertar (Underworld Awakening, 2012) responde, casi a rajatabla, a los planteamientos estéticos establecidos por Wiseman, con un solo matiz: las morcillas visuales incluidas por los directores para potenciar el efecto 3D, sean salpicones de sangre a la pantalla u objetos volando hacia el público. Y quizá sea, precisamente, por ese planteamiento crematístico que muchas veces conllevan las producciones tridimensionales, por lo que se convierte en uno de los episodios más honestos y más directos de la saga, ya que se deja de escarceos románticos y trágicos —sí, ahora Selene tiene una hija con su amadísimo Michael, pero tampoco es que se incida excesivamente en ello—, y va directamente a la raíz del asunto: las escenas de acción al más puro estilo hongkonés, que aquí se convierten en la espina dorsal del producto, en toda la justificación que necesita para hacer avanzar el argumento. Por eso mismo no vale la pena exigirle más de lo que ofrece: un espectáculo lleno de ruido y furia, a disfrutar con gafas estereoscópicas, una bolsa de palomitas gigantes en el regazo —¿quién quiere escuchar diálogos cuando tiene hostias como panes?— y, a ser posible, el cerebro aparcado al lado del vehículo que te ha llevado al cine.