El saloncito hortera de un apartamento de la costa californiana se ha convertido en un improvisado plató de la última película pornográfica de una productora en números rojos. Se trata de una realización al viejo estilo de los años setenta, en las que los medios eran ínfimos, los pubis trenzados y cada inserto o contraplano dolía como un dardo. El productor y los técnicos serían estereotipos risibles sino fueran personas de carne y hueso. La actriz, una veinteañera de rubia melena y tetas golosas, víctima inmediata de unas cuantas operaciones y otras tantas sesiones de rayos UVA, aguarda en el sofá el momento de abrir las piernas, arrancarse el sostén y enseñar sus mejores reclamos. Los focos se encienden y el director, un hombre contrahecho y bigotudo, otro estereotipo roñoso e imposible, grita acción, su palabra favorita de todas las que empiezan por A y una de las que más emplea de todo el diccionario. En escena irrumpe, tímidamente, un hombre vulgar e insignificante. Un pedazo de carne que no haría carrera ni tras una caja registradora. La estupidez personificada coronada con un ridículo peluquín de angelito y una dentadura que desentonaría hasta en el más presumido de los castores. Sí, es Bucky Larson, un pringado con estrella. ¡Bucky Larson!, el último grito del porno Youtubero, moda, al parecer efímera, que ha mandado en pocas semanas el porno chic a freír espárragos. Seguro que incluso tú has visto alguno de esos vídeos que tienen lo grotesco por norma y que no pretenden excitarte. Más bien se centran en que, por comparación, valores lo que tienes entre las piernas y pienses que, a fin de cuentas, tu vida amatoria no es tan patética. Bucky Larson, estrella del porno, suerte de Nacho Allende de la América Profunda, se baja los pantalones entre indisimuladas risas de chacha oligofrénica, y enseña a cámara un micropene de infarto. La mueca de la actriz, ya desnuda, es todo un poema de la experiencia. Bucky parece excitado e, inmediatamente, poseído de violentos espasmos que hacen incluso más violenta la situación. El hombre tras la cámara se retuerce de risa. Bucky tarda apenas unos segundos en correrse, no hay más remedio que usar un esforzado plano detalle para dar fe del chorrito que empieza breve y cobarde y concluye en potentísimo manguerazo. El semen ha salpicado el techo, las cámaras, algún espejo, y sus pringosos residuos decoran ahora hasta los rincones más resguardados de la estancia. La actriz se pregunta dónde se ha metido y se muere por salir por piernas. Bucky, orgulloso y un poco desconcertado (¿van a pagarle por esto?), se sube sus pantalones de ciclista y se los ajusta a su cintura de avispa anoréxica. Está feliz, se siente una estrella. El equipo de técnicos rompe en aplausos. El director dice que ya está bien por hoy. Entre todos han rodado una buena escena. Lo van a petar en Internet. Ya pueden irse a descansar y a celebrarlo, muchachos, ha sido un día duro. En efecto, ha sido una jornada inmejorable.
No es cierto que Adam Sandler fundara la Happy Madison —nombre que surge del choque de sus dos galaxias más reconocibles hasta el momento: Billy Madison (Tamra Davis, 1995) y Happy Gilmore (Dennis Dugan, 1996), revientataquillas en EE.UU.— sólo para dar de comer a sus colegas y de paso cumplir sus sueños particulares: también se planteó, no me cabe duda, fundar una especie de escuela de fe sobre la posibilidad real del Sueño Americano. Presentarnos formalmente a entrañables y cómplices perdedores, horteras, disfuncionales, discapacitados o deformes, trasuntos de los miembros (ejem) de su público objetivo, adorables parias que viven y anhelan en los márgenes del mundo, aplastados por la bota de winners mentecatos, y narrarnos a continuación, desde el fondo del pozo negro, su capriano ascenso a un estrellato instantáneo y traicionero. La operación incluía, como coda final lenitiva, una improbable redención por la vía del Amor Verdadero, siempre entre las manos y piernas de una mujer inasequible, de rara empatía con los más desfavorecidos. El esquema se repite con piloto automático en más de una decena de películas que relatan la oscura comicidad de un Circo de los Horrores voluntariamente naif, con vocación de tratado de autoayuda para nerds condenados al ostracismo e idealistas desheredados, carne de talk show al otro lado del paraíso. Hasta la fecha, la jugada le ha salido redonda sólo en una ocasión, de la mano de Rob Schneider y su extrañamente carismática Deuce Bigalow: Male Bigalow (Mike Mitchell, 1999), crónica entre negra y azucarada de un honesto y barrigudo loser que se prostituye con mujeres con desarreglos físicos y mentales y encuentra el amor gracias a la mediación de una rubia lindísima con pierna ortopédica. El resto de las películas de la Happy Madison, posibles gracias al apabullante éxito de las películas del Sandler-actor, progresivamente más blandas y buenrollistas, incidieron en la fórmula del millón hasta dar síntomas de un franco agotamiento, víctimas de un molesto desequilibrio entre lo integrador de su mensaje y su condición de vertedero del humor cafre, incorrecto y canallita que Sandler sólo incluía solapadamente en sus blockbusters familiares.
Cierto que negarle el pan y la sal a la Happy Madison sería tirar por la borda un buen puñado de comedias si no notables, por lo menos festivamente simpáticas, punteadas de hallazgos aislados y de gags suficientemente ingeniosos. No podría perdonarme darle la espalda a la lúcida sensibilidad existencial de La sucia historia de Joe Guarro (Joe Dirt. Dennie Gordon, 2001), al ácido descreimiento pop, casi summersiano, de Dickie Roberts ex niño prodigio (Dickie Roberts, Former Child Star. Sam Weisman, 2003), a esa exégesis del lazy loser, por la via videojueguil y cervecera, llamada Grandma´s Boy (Nicholaus Goossen, 2006), o incluso al sentido homenaje cafre al cine de Jacopetti y Prosperi que es Naturaleza a lo bestia (Strange Wilderness. Fred Wolf, 2008). Lejos de ser completamente desechables, menos inspirados me resultaron en su momento el revoltijo nostálgico-adolescente de Este cuerpo no es el mío (The Hot Chick. Tom Brady, 2002), la voluntariosamente ingenua —y finalmente, algo mema— El maestro del disfraz (The Master of Disguise. Perry Andelin Blake, 2002), la desaprovechada amargura de Los calientabanquillos (The Benchwarmers. Dugan, 2006) o la autoconsciente zafiedad de Gigoló europeo (Deuce Bigalow: European Gigolo. Mike Bigelow, 2005). Carretera asfaltada en dos direcciones por el lado más costroso de América y su cara más efervescente, un escenario tan sórdido en apariencia como suave y sedoso tras la corteza. Nos la muestran, entre cogorzas y chascarrillos, reconocibles compañeros de viaje —siempre los mismos graciosos adorables con idénticas muecas y caras de pasmo: Schneider, Spade, Covert, McDonald o Carvey— metamorfoseados en estrellas infantiles fracasadas, limpiadores de acuarios salidos o testeadores de videojuegos fumetas, todos ellos metidos en arena de romcom gamberra por ladina mediación de la magia del celuloide. Y al mando —teledirigido— del acorazado de la burla, Adam Sandler, prócer en la sombra, complejo y oscuro cómico que fustiga a sus demonios, los fantasmas del triunfo, a través de estas historias de pringados en días de gloria: parafraseando (de memoria, ojo) a su personaje de Niños grandes (Grown Ups. Dugan, 2010): «No sólo basta con saber perder, también hay que saber ganar».
Bucky Larson quizá sea el personaje más extremo y patético de toda la factoría Happy Madison, lo que sin duda constituye una marca difícilmente superable. En esto también influye que la película resulte moderadamente anacrónica sólo por el hecho de tener aroma de comedia de hace diez años, esto es, anacrónica dentro de los parámetros de un género que, en poco tiempo, ya ha vivido a Chris Morris, a Ricky Gervais, a Adam McKay, a Bobcat Golthwait, a Sacha Baron Cohen y a Sarah Silverman, y nunca volverá a ser el mismo. Es como si las películas, y los personajes, de la productora vivieran en un universo paralelo, y sus odiseas tuvieran lugar en un espacio y tiempo únicos. Centrémonos en Bucky, creación personalísima de Nick Swardson, compinche habitual de Sandler y aquí también guionista en compañía de su mentor y padrino. Swardson, haciendo gala de una loable falta de sentido del ridículo, compone un personaje tragicómico y patético, sorprendente incluso para los estándares sandlerianos, un treinteañero virgen con micropene que se convierte en estrella del porno underground por su novedosa habilidad de correrse siempre donde no debe… al descubrir que sus queridos y ancianos padres fueron estrellas del género en los setenta, justo cuando se disponía a darse un homenaje frente a una de sus antiguas películas. Bucky Larson, nacido para ser una estrella arranca con cierta gracia y alguna línea de diálogo inspirada («No te veía tan triste, Bucky, desde que cancelaron la serie Jerico»), dibujando un retrato de la tosca placidez de la América Profunda que Sandler, como el Ford de La ruta del tabaco (Tobacco Road, 1941), tanto ama, envidia y reverencia. Contiene en su desarrollo ideas valiosas, entremezcladas con gags de sal gruesa no demasiado originales, y hace gala de un desprecio a la opinión pública y al star-system sicalíptico que no puede resultar más que saludable. Stephen Dorff, como estrella que ve peligrar su reinado, Don Johnson, en un divertido papel de director aficionado a las píldoras, y Christina Ricci, el inevitable contrapunto romántico, tienen papeles divertidos que no parecen tomarse demasiado en serio pero que dotan de ciertos matices con el plus que dictan sus indiscutibles tablas. El principal inconveniente es que sus responsables echan el freno demasiado rápido, justo en el momento en que los contornos de la fábula comienzan a oscurecerse en demasía, lo que nos lleva a un tramo final brusco y más bien torpe en su asumida blandenguería. Esta renuncia, habitual en este tipo de comedias pero en otras ocasiones resuelta con mayor naturalidad y eficacia, y la molesta interferencia de algunos gags que no acaban de funcionar (el personaje de Kevin Nealon), provocan que el conjunto deje un regusto de insatisfacción que la propuesta y su personaje protagonista tal vez no merezcan. Hasta entonces se dan los suficientes momentos de intensidad camp, capaces de sublimar un romanticismo idílico a contracorriente con la mezquindad y caspa circundantes —el adiestramiento de Ricci para convertirse en una perfecta camarera (¡!) o la escena de amor en la que ella hace uso de una caña de refresco como improvisado preservativo (¡!!!)— para justificar el visionado de esta ridícula epopeya diseñada para arrasar en una ceremonia de los Razzies o, simplemente, para dejar constancia sobre lo absurdo del género humano. Así somos, por nuestros restos seremos juzgados.