Entrevista a Nacho Vigalondo

El 20 de marzo tuvo lugar en Madrid el pase de prensa de Extraterrestre, el último filme de Nacho Vigalondo a día de hoy. Una vez concluidas la proyección, la rueda de prensa y una inacabable serie de entrevistas el cineasta cántabro y yo entramos en un tumultoso bar y charlamos entre cañas y tapas de inefables sabores.

Extraterrestre plantea la fricción improbable entre dos géneros como son la ciencia ficción y la comedia. ¿Cuál es el origen de esta idea y cómo fuiste desarrollándola?

—A veces se tiende a pensar que un género me ha llevado al otro de alguna manera, cuando en realidad desde el mismo punto de partida lo que tengo muy presente es la colisión entre los dos. Por ejemplo, incluso antes de pensar en la colisión de géneros uno se plantea estrategias con una base puramente lúdica, como puede ser cuando tenemos un cambio de punto de vista en un género reconocible como el de las invasiones extraterrestres, en lugar de contar la película desde la proximidad del protagonista —entendiéndolo como una persona determinada a ser un héroe, como sucede en La guerra de los mundos—, lo que seguimos es la experiencia de alguien que en una película ortodoxa sería secundario. A partir de una decisión de ese tipo —que, insisto, parte del arte como un absoluto divertimento—, de repente surge la comedia y te das cuenta de lo gracioso que puede llegar a ser que alguien a quien presuponemos una cierta inquietud por el destino de la raza humana en realidad esté a otra cosa.

—Tu última película evoca las claves de tu cortometraje Domingo (2007), no sólo por el hecho de que la acción gire en torno a la aparición de un platillo volante, sino por tratarse de una maliciosa aproximación al mundo de las relaciones sentimentales de tu generación.

—Sí que hay cortometrajes que de alguna manera me han servido como punto de partida para desarrollar largometrajes. Por ejemplo, tengo un corto con Areces llamado Cambiar el mundo (2007), y ojalá consiga llevar adelante un guión que tengo pensado que funciona como una amplificación de este corto. En el caso de Extraterrestre es más casual, simplemente he pensado en el ovni como icono de la cultura popular y en mis películas siempre acaba habiendo un desencuentro sentimental de algún tipo. A partir de ahí, lo que estoy confesando es que ya estoy comenzando a repetirme a mí mismo, que ya estoy empezando a practicar el autoplagio. Cosa que a mí me parece muy defendible, yo defiendo el autoplagio. Creo que David Lynch tiene todo el derecho del mundo a reutilizar los símbolos que ha utilizado.

—O Chris Marker.

—O Chris Marker, por supuesto. Con los grandes autores tiende a ser condenada la tendencia a repetirse a uno mismo, cosa que, por ejemplo, sería impensable en la pintura o en otros lenguajes. Creo que hay un plagio legítimo ahí, vamos.

—Quizás Extraterrestre sea la película donde mejor se reconoce el influjo de una determinada tradición española, que sería la comedia madrileña de los ’80. Pienso en Trueba o en Colomo.

—Perfectamente. Aquí está también lo que puede denominarse como comedias en un piso. Yo creo que, de más joven, cuando uno tiene una relación distinta con el cine que se hace en el propio país, de alguna manera yo sentía rechazo por la fórmula de la comedia en un piso. Es una época en la que estás necesitado de productos de evasión, y lo que quieres ver es cualquier cosa menos pisos como aquel en el que vives. Pero he acabado haciendo una película que es una comedia en un piso y que, además, responde a esa definición a la perfección. La verdad es que ahora mismo tengo una atracción por ese cine que ha ido creciendo con el paso del tiempo y si, de alguna manera, mi película remite a Ópera Prima (Fernando Trueba, 1980) o incluso a Bajarse al moro (Fernando Colomo, 1988) yo no puedo más que celebrarlo. Creo que sería bonito que en España tuviésemos a alguien que resucitase el cine quinqui de la misma manera que Tarantino resucita géneros tradicionales norteamericanos.

—Sin embargo, ¿no crees que eres un cineasta característicamente transnacional, siendo realmente difícil circunscribirte a cualquier tradición nacional?

—Pero mira, fíjate: la gran paradoja es que siendo la comedia el género que menos se predispone a la distribución internacional —por el motivo que sea, siempre se entiende que las comedias son las que más sufren con el cambio de nacionalidad—, la película que realmente abrió las fronteras internacionales a nuestro cine en los ’80 fue Mujeres al borde de un ataque de nervios (Pedro Almodóvar, 1988), y nadie diría que esa película intenta disimular el localismo. Sí que por un lado ha conseguido tener una presencia internacional que a mí me sorprendió primero; pero, por otro lado, ya nos hemos acostumbrado a que el director español internacional por definición sea Almodóvar, un director profundamente español por otro lado. Yo no creo que haya una contradicción entre ser producto de tu idiosincrasia nacional y hacer algo que pueda ser disfrutado en cualquier país.

—En realidad no, y menos cuando entran en juego elementos de diverso tipo que, por múltiples razones, puedan resultar exóticos para el resto del mundo.

—Yo quiero pensar y defino que el cine que hago es español, y quiero pensar que mis películas son también españolas aunque las ruede en Los Ángeles.

—Volviendo a Extraterrestre, creo que la película es una comedia intimista envuelta por un acontecimiento cósmico. ¿No piensas que hasta cierto punto pueda hablar de ese desconcierto ante la opacidad que nuestro presente —proteico como nunca lo había sido antes y definido por una interrelación crecientemente compleja entre lo virtual y lo real— pueda suponer para nosotros mismos?

—Hay un momento en la película en el que, aunque los protagonistas pueden ver al ovni a simple vista, para compartir esa imagen con los espectadores necesitan la presencia de una cámara y de la televisión. Es algo que, en el momento, es una mecánica de guión que tiene una necesidad inmediata, pero con el paso del tiempo ves la película y sí que de alguna manera notas que estás diciendo algo acerca de tu tiempo. Con todo esto defiendo que a los cineastas a veces se nos presupone la capacidad de resumir una época o un momento y un lugar al concebir nuestras películas, cuando en realidad somos también hijos de nuestra época. Digamos que la época habla a través de nosotros.

—Todas las películas son hijas de su tiempo, reflejándolo de manera oblicua o directa, con consciencia o sin consciencia de ello.

—Cuando se habla del cine de ciencia ficción de fines de los ’50, todos sabemos que ese cine tenía unas connotaciones políticas, pero aquellos directores de cine no eran conscientes de lo que estaban diciendo con sus películas. El caso paradigmático es el de Don Siegel y La invasión de los ultracuerpos (Invasion of the body snatchers, 1956): él pretendía que la película fuese una metáfora anticomunista y la película acabó siendo una metáfora mucho más grande sobre toda la paranoia de la época. Otro caso para mí que explica todo esto es el de George Romero. Creo que George Romero hace mejores películas de zombies cuando él no es consciente de que está retratando su tiempo. De un tiempo a esta parte, las películas de zombies parece que tienen que llevar incluida la metáfora debajo del brazo, y eso resta cierta efectividad. Creo que los que en un momento podemos llamarnos autores tenemos que tener la humildad de reconocer que las películas son más inteligentes que nosotros, son más preclaras que nosotros.

—En tu caso sí noto un cierto afán de aproximarte un poco a determinados aspectos de nuestra época. En Extraterrestre, como sucedía en Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves, 2008), parece que a veces la realidad se abre paso hacia nosotros a través de las pantallas, aunque las cosas estén sucediendo a la vuelta de la esquina.

—Sí, sí. Y en todas las películas de found footage que he visto la cámara sobrevive a los personajes, y creo que esto también nos dice algo importante. No es found footage mi película, pero sí que hay una cámara y una pantalla que tienen una presencia constante y que están siendo utilizadas en todo momento. Hay un momento en el que, a través de la pantalla de plasma que domina el salón, vemos una cosa, pero luego veremos otra y más tarde acabaremos viendo otra. Ese juego con los puntos de vista incluso a través de tecnología presente en pantalla creo que también dice algo acerca de lo que somos en estos momentos. Pero la película sabe más que yo de todo esto.

—En tus trabajos hay una cierta continuidad estilística: utilizas recurrentemente el fuera de campo, la elipsis o la visibilización de los mecanismos que codifican el cine de género, como ocurría en 7:35 de la mañana (2003) con el musical. Creo que la intencionalidad es eminentemente lúdica. ¿Piensas que existe también una continuidad temática?

—Sí. Por ejemplo, creo que los grandes temas que —si tienes suerte y eres libre— puedes desarrollar no son de los que quieres hablar sino de los que vas descubriendo cuando hablas. Hay un momento en el que yo conscientemente no quiero que haya villanos en mis películas, que no haya buenos y malos. De alguna manera, quiero luchar contra cierto maniqueísmo que se nos impone desde todos los medios a la hora de tener que decidirnos como los buenos frente a otros que son los malos. Sí que conscientemente quiero que mis personajes escondan al héroe y al villano, y que todos los villanos tengan la oportunidad de ser héroes en algún sentido y que todos los héroes tengan la oportunidad de cagarla y ser malos. A partir de esas decisiones constantes te vas dando cuenta de que mis películas acaban hablando de la culpa, y más que el pecado acaba siendo la culpa el motor de las circunstancias, y son cosas que vas viendo.

—Precisamente, y ahora que hablas de la culpa, tanto Los Cronocrímenes (2007) como Extraterrestre creo que son películas que describen un desplazamiento desde el deseo a la culpabilidad. Todo esto concluye, en ambos casos, en un regreso al estatus perdido, prevaleciendo finalmente una estabilidad más bien aparente y falaz.

—En las dos películas, cinco minutos después de acabar la película todo se va a venir abajo, por decirlo así (Risas). Hay una mentira que no va a durar mucho. Sí, la verdad es que a mí me gusta mucho tocar estas cuestiones, me gusta mucho hablar de la paradoja del voyeurista, que no es solamente alguien que desde la lejanía es capaz de ver, sino que en la cercanía es incapaz de manifestarse. Es algo que también percibo en los avistamientos de ovnis; hay alguna contradicción en el hecho de que los ovnis avistados por las cámaras siempre estén lejos del punto de vista. Es como decir que puedo viajar años luz para acercarme a ti, pero en última instancia siempre nos van a separar los putos kilómetros. Nunca llegaré a estar tan cerca de ti como para que me veas en primer término (Risas).

—La verdad, no lo había pensado…

—A mí se me está ocurriendo ahora (Risas).

—Yo te iba a decir, por otro lado, que en tu cine hay un diálogo con distintas manifestaciones de la cultura popular —principalmente el cómic y el videojuego—, pero se producen a un nivel subterráneo, que no se evidencia inmediatamente en la formulación visual o en la textura de la propia película, permaneciendo bajo una codificación estrictamente cinematográfica, a diferencia de cineastas como Zack Snyder, Paul W.S. Anderson, Tarsem Singh, el tándem Neveldine-Taylor o incluso David Fincher.

—¿Sabes por qué? Porque así como me atrae mucho la idea de la adaptación, me repele mucho la idea de la repetición. A veces veo una cierta superficialidad a la hora de producir una transición de una misma escena en distintos medios. Hay algo que veo muy valioso en el atrevimiento de Zack Snyder para hacer Watchmen (2009), pero creo que hay algo terriblemente equivocado cuando intenta que la pantalla, el frame, se pueda llegar a confundir con la viñeta por una cuestión de pura semejanza plástica. Creo que es mejor que en las películas, en ese tipo de procesos, esté todo mucho más integrado y que la película funcione a varios niveles y no muera en el primer visionado. Creo que es más saludable que no todo esté a la vista, en cierta manera, quiero que todo esté integrado y que pueda ser explorado en un momento dado; esa es mi ambición. Nunca haría una película como Watchmen en la que todo lo que sobrevive del cómic a la película está en primer término. El tebeo está lleno de subliminales: el smiley con la gota de sangre. Hay decenas de viñetas en las que el smiley se repite como un fractal, una y otra vez. Algo me parece equivocado cuando la película solamente reproduce los smileys más fáciles de detectar en el cómic. Hay muchos más que no están en la película. Eso me parece una traslación un poco pobre del cómic original. O te armas de valor y los cuelas todo o decides cambiar de estrategia, que me parece mucho más saludable, pero no te quedas únicamente con lo más llamativo.

—Creo que el problema de películas como Watchmen o Sin City (Robert Rodríguez, Quentin Tarantino, Frank Miller, 2005) radica en creer que el ritmo interno de una viñeta y el de un plano es semejante.

—Sí, eso es repetir y ver si cuela. Por ejemplo, cuando hay un momento en que creo que los videojuegos están presentes en mi forma de entender el lenguaje cinematográfico, lo último que haría es hacer un plano subjetivo imitando los juegos en primer persona.

—Has trabajado en diversas ocasiones con los chicos de Muchachada Nui, tanto rodando sketches para su programa de televisión como dándoles papeles en tus propios trabajos cinematográficos. Noto especialmente en Extraterrestre cómo dejan su impronta.

—Me siento absolutamente privilegiado por haber trabajado con ellos en Muchachada Nui porque fue escribir y dirigir con total libertad. Para mí, ninguno de los sketches para La Hora Chanante y Muchachada Nui son menos personales que cualquiera de mis cortos, eso de entrada. La película no tiene una clave surrealista, sino que más bien hay una deriva naturalista, hiperrealista, de un planteamiento que en su punto de partida puede ser surrealista, que es la colisión de los dos géneros. Si he confiado en gente como Raúl Cimas o Carlos Areces es porque su dominio del humor bebe del naturalismo y conecta muy bien con la película. El humor que hace esta gente normalmente es un humor que juega constantemente con lo reconocible, con lo cotidiano. Hay un dominio en esos actores brutal, y sabía que en todo momento iba a casar con lo que hiciesen Michelle Jenner y Julián Villagrán. Es imposible que aquí en España la gente no sepa de dónde viene cada uno de ellos, pero me ha gustado mucho comprobar en el extranjero cómo yo declaraba que algunos actores venían de la comedia y otros no y nadie sabía quién podía ser un cómico y quién no porque creo que hay un mismo tono, que es lo que estaba buscando en todo momento.

—Se nota que no has temido en ningún momento que a Areces y a Cimas les costara sobrellevar el peso dramático de determinadas secuencias.

—A mí me hubiese disgustado, por ejemplo, que la chica, como objeto de deseo, tuviese una implicación pasiva en la trama, que fuese la que dispara las emociones y que el resto de la película esperase a quien llegara hasta ella, como si fuese un trofeo, algo que pasa en muchas comedias románticas. Yo quería que ella tuviese la oportunidad de equivocarse tanto como ellos y que se sintiera tan culpable como ellos de todo lo que sucede en la película.

—Por esto mismo, creo que hay otra colisión aparte de la que se produce entre la comedia y la ciencia ficción, y es la que tiene lugar entre las tradiciones cómicas que recoges y el impulso hacia un humor de un naturalismo exacerbado. Todo esto, tal vez, es lo que lleva a un final que parece armónico y equilibrado pero que es verdaderamente cruel para los protagonistas.

—Debemos entenderlo como la revelación que tiene un personaje que se cree principal y resulta que es secundario. Sí, vamos, no es un juego consciente, uno no pretende renovar los códigos de la comedia sino intentar ceñirse a ellos para contar algo que quizás estaba antes en tu cabeza. Hay una reflexión, me he dado cuenta, que es el temor a ser el otro en vez de ser uno mismo, ser el secundario o el antagonista en un momento dado. Y efectivamente, lo que hago es salirme de la comedia para llegar hasta ahí. Pero más allá de eso, cualquier atributo que tenga la película será el que vosotros digáis, en cierta manera (Risas).

—Aparte de los referentes cinematográficos, en Extraterrestre es también notorio el influjo de formas no cinematográficas del audiovisual…

—…y la película acaba con un videoblog, en cierta manera. En realidad, no hemos evolucionado nada. En lo esencial se trata de las razones por las que empalmamos un plano con otro. A partir de ahí, todo son adornos y creo que son detalles. Aunque cambie el modo de distribución, aunque cambie el modo de exhibición, seguimos empalmando un plano tras otro y apropiándonos de la magia que se desprende del punto de corte de los planos. Me gusta aludir a la esencia del lenguaje cinematográfico porque creo que todo sigue igual. La reflexión que conlleva empalmar dos planos es la misma de siempre. Eso es lo que sigue sobreviviendo. A partir de ahí, ahora mismo que estamos en un momento en el que el marco tecnológico está transformándose profundamente, es importante estar a la altura de los cambios y recibirlos con inteligencia y con entusiasmo porque hay que saber apropiarse de ellos, pero nunca hay que percibir que en esencia ha dejado de ser lo mismo.

—¿Cómo ha estado funcionando la película en los lugares donde se ha ido proyectando, tanto a nivel de crítica como de público?

—Hay algo que me gusta de hacer comedia, y es que al final todo acaba fundamentándose en si se han reído o no. Esa reacción primaria por parte del público para mí es algo que colma en un momento dado, que te libra a veces de la necesidad que tienes de entender la relación de la película con su público en otros géneros, en que todo está más difuso. Hay un momento en el que todo es primario y todo es directo, y es si se ríen o no. Y luego, a partir de ahí, me gusta leer las razones por las que la película gusta y no gusta, y me gusta percibir que la película tiene esa dualidad como comedia chorra en la que hay gente corriendo en calzoncillos pero por otro lado es una película festivalera. A mí esta dualidad, siendo a la vez una película de autor y una película comercial, es a veces lo que más me aterra de mi condición y a veces lo que más me divierte. A mí me costaría entenderme ahora mismo como un director comercial a lo Michael Bay o como un director con fácil encaje en Cannes en un momento dado. A mí me parece una especie de territorio intermedio que no termino de entender ni yo que para mí es una auténtica aventura.

—Te sientes fronterizo, ¿no?

—No fronterizo como que estoy en los márgenes de algo sino entre dos definiciones del cine distintas. A mí me provoca cierta inquietud, porque a veces pienso que no voy a terminar de nutrirme de la consolidación posible en cualquiera de los dos márgenes; pero, por otro lado, digo: mira, no quedan territorios vírgenes por explorar en el planeta tierra, el único territorio virgen es el que tú puedes llegar a definir. En ese sentido, me agrada saber que nadie sabe dónde estoy yendo.

—¿Crees que otros directores de tu generación o incluso más jóvenes pueden estar, en cierta forma, redefiniendo los límites y alcances de la industria cinematográfica española?

—Disfruto mucho con el hecho de que directores que conozco o admiro como Rodrigo Cortés o Paco Plaza hagan películas que sean fáciles de ubicar en el mismo conjunto pero que a la vez sean tan diferentes de la mía como diferentes entre sí. Creo que ahí está la prueba de la auténtica salud de una corriente, el hecho de que pueda generar productos tan próximos como diferentes. Qué duda cabe de que un movimiento como el spaghetti western tuvo como lacra que las películas que generó a partir de las películas de Leone eran reiteraciones sobre lo mismo en más de un sentido. En España no se está dando un fenómeno similar, pero la variedad que existe me parece que es un tesoro.

—¿No crees que, dejando de lado propuestas como las de Isaki Lacuesta, José Luis Guerín, Albert Serra, Jaime Rosales o Marc Recha hay una creciente inclinación hacia el cine de género en directores como los que citabas anteriormente, incluyéndote a ti mismo?

—Sí, ¿sabes por qué? Porque el cine español, desde que se plantea la exportación, ve que el cine de género es el más fácil de exportar. Ha llegado un punto en el que Extraterrestre desafía el estatus que consigue Los cronocrímenes a nivel de distribución internacional. Es curioso porque, de repente, es como tirar piedras contra mi propio tejado. Todo el mundo esperaba otra película de género y de repente salgo con esto. Pero, por otro lado, no quiero dar a entender que este cine sea menos exportable que el de Isaki Lacuesta o el de Albert Serra, cuando me parece determinante que en una recopilación que hizo Taschen de los cien nuevos directores más relevantes del planeta sean Isaki y Albert Serra los que estén ahí seleccionados. Volvemos a lo mismo: es tan valioso reconocer ese grupo en el que se encuentran Isaki y Albert Serra como reconocer el cierto antagonismo que puede haber en sus propuestas. Me parece lo más estimulante del mundo. Hay un momento en que, no sé hasta qué punto, Albert Serra está más cerca de mi cine que del de Isaki. Yo los he conocido a los dos por separado y me ha parecido muy enriquecedor. Y, por supuesto, desde el punto de vista del espectador me siento muy próximo a algunas propuestas de Albert Serra. En algunos momentos de mi vida yo hubiese jugado más en ese sentido, pero es que todo es genética al final, aunque hay un momento dado en el que yo veo Honor de cavalleria (Albert Serra, 2006) e imagino que podría estar realizando una película similar. Hay algo en lo que me siento muy próximo a ellos y es que, aunque mis propuestas sean todas muy artificiosas, siempre me he resistido a trabajar con sets, siempre he querido nutrirme de lo que me ofrece una localización real. Nunca he querido transformar un entorno, siempre he querido adaptar mi historia a ese entorno. Ese impulso inicial me hace entender las propuestas de esos directores; por ejemplo, el hecho de que en un momento dado no quieras transformar la realidad sino retratar algo que encaja con una realidad previa, algo que se adecúa a una realidad que existe antes que tú.

—¿Qué rumbos y derroteros piensas que puede tomar tu trayectoria cinematográfica?

—Tengo dos películas en marcha, y es curioso porque una de ellas es una propuesta formal que en un momento dado puede parecerse al found footage pero en un sentido muy diferente, que es la de Windows, y que sí que va a tener esa connotación de thriller intenso y muy disfrutable para ver como experimento formal. Y luego, la otra es Supercrooks, que tal como la hemos escrito Mark Millar y yo es un gran espectáculo con trampas genéricas, pero no tan diferente de lo que ha conseguido hacer Soderbergh con la saga Ocean’s. Y a partir de estas dos películas, no sé si me voy a convertir en un director comercial taquillero o si voy a quedarme en un callejón donde me dejen hacer lo que quiera con pocos juguetitos (Risas).

—¿En algún momento temiste que la polémica con El País pudiera afectar seriamente a tu carrera?

—En el momento, sí. Sí que hubo situaciones que me incitaron a pensar que todo podría haber terminado. Y lo que es peor: notabas por parte de algunos sectores las ganas de que me pasase algo así, pero con el paso del tiempo todo se va volviendo más y más ridículo, más y más grotesco y más y más inocuo, en realidad. En última instancia, era todo una pantomima.