Tratado de bajas pasiones
Tolkienitas y frodófilos, rendíos a la evidencia. Vosotros, que veis en El señor de los anillos la más grande novela de fantasía jamás creada, que os refugiáis en las versiones cinematográficas de Peter Jackson para revivir el viaje de Frodo, los berridos de Gollum y las charletas de Gandalf. Desde que un tipo llamado George R.R. Martin (no es casual la doble R) comenzó a publicar la saga Canción de hielo y fuego en 1996, nada volverá a ser igual. Porque su mezcla de realismo sucio medieval, fantasía épica, intrigas palaciegas y violentas batallas campales le da mil vueltas a la trilogía de Tolkien, que queda por comparación como añeja literatura juvenil. Ambas se parecen tanto como The Artist y Hugo, como La Dama de Hierro y J. Edgar. Es decir, nada en absoluto.
Marcadas las necesarias diferencias, toca contextualizar el original de Martin, guionista de televisión antes que novelista. No por casualidad participó en el remake ochentero de The Twilight Zone; y, no por casualidad, la narrativa, los ritmos y giros de cada capítulo de sus libros responden a la lógica de las series televisivas. Una historia infilmable, decía el propio escritor sobre su obra magna, en gran parte teniendo en cuenta la millonada que costaría reproducir los escenarios de las novelas, encontrar o manufacturar el vestuario adecuado y aderezar todo con unos efectos especiales no por discretos menos costosos. Pero, ah amigos, desde que existe la bendita HBO nada es imposible. Nada es infilmable. Ni siquiera El Muro, una barricada helada de cientos de metros de altura, ni la espesa calma que precede a la batalla en el campamento de los Lannister, ni los explícitos juegos sexuales de dos prostitutas a las órdenes del refinado y manipulador proxeneta que es Petyr Baelish, alias Meñique. Ésta última escena no está presente en el libro, pero sirve para otorgar una nueva dimensión a un personaje fundamental en el desarrollo de la trama. Además, es el perfecto ejemplo de cómo se las han apañado los creadores de la serie para suplir con pequeños añadidos la enorme poda del original que se han visto obligados a hacer.
Una serie vuela tan alto como le permiten sus personajes. Y la tarea más difícil a la que se tuvieron que enfrentar David Benioff, D.B. Weiss y el propio Martin cuando se plantearon adaptar Juego de Tronos residía en la infinita colección de matices, tonos y grados en los que respira cada una de las criaturas que pueblan los Siete Reinos, en la complejidad de sus decisiones y la tupida red de relaciones que se va tejiendo entre ellos. Porque de las miles de páginas de la saga, en las que Martin vuelca toda su sabiduría narrativa —también presente en otras dos joyas de la literatura de terror y la ciencia ficción como son Sueño del Fevre y Los viajes de Tuf, ambas editadas por Gigamesh— lo más destacable es la sutileza con que va desvelando las distintas facetas de individuos tan complejos como Tyrion Lannister, quizá el más sibilino, fascinante e intrincado de todos. La segunda y más ardua tarea consistía en encontrar a los actores adecuados que pudieran transmitir esa amplísima gama de tonalidades. Hay elecciones de cásting discutibles, como la de los dos hermanos Targaryen, pero también aciertos memorables. Para no aburrir con los nombres, y aparte del evidente acierto de poner a Sean Bean en la piel del patriarca Stark, nos quedamos con tres: Peter Dinklage, el único Tyrion posible; la autenticidad de Mark Addy como el rey Robert Baratheon, borracho y putero pero capaz también de expresar una profunda herida emocional; y por último Aidan Gillen, siempre impecable, tan divertido como pérfido en su rol de Petyr, alcahuete real.
Lo más espantoso de este mundo, como decía Renoir, es que todos tenemos nuestras razones. En el mundo de Juego de Tronos no hay un Bien y un Mal en permanente lucha, nada de maniqueismos baratos. Hasta Cersei Lannister tiene sus motivos para comportarse como una cruel hija de perra. Lo que palpita tras cada imagen es un tratado de bajas pasiones: los deseos, aspiraciones, miedos, caprichos, envidias, celos y venganzas de un puñado de seres humanos a cada cual más imperfecto. Nadie se salva de la quema. Si la integridad —algunos lo llamarán estupidez— de un tipo como Eddard Stark comienza a ser molesta, se le corta la cabeza y punto. Es algo para lo que tiene que estar prevenido el espectador: a Martin no le tiembla el pulso (incluso disfruta diría yo) a la hora de quitarse de en medio a un protagonista incómodo. Avisados quedáis.
El inicio de la serie es deslumbrante, aterrador: una secuencia-prólogo, más allá del muro, en la que se presenta la amenaza que se cierne sobre Poniente desde el norte. Es la presentación perfecta para los whitewalkers, criaturas de mirada gélida, más allá de la vida y la muerte, capaces de arrasar un campamento en cuestión de segundos y hacer extrañas figuras geométricas con las vísceras de sus víctimas. A los primeros capítulos se les suele achacar el excesivo poder de la palabra, la cantidad de información que el espectador se ve obligado a procesar por medio del diálogo. Una revisión del primer capítulo nos demuestra precisamente lo contrario: la presentación de los Stark es un ejemplo perfecto de la capacidad de Tim Van Patten, un fijo de la HBO que ha dirigido algunos de los mejores capítulos de Los Soprano, The Wire y Boardwalk Empire, para describir el afecto, el odio o el respeto que se profesan los distintos miembros de la familia, conectados a través de elocuentes gestos y miradas. Quizá los capítulos intermedios tengan un desarrollo más lento, pero es necesario para el crescendo final, ejemplar en el octavo capítulo, escrito por el propio Martin, y en el brutal desenlace de la temporada, todo un augurio de lo que está por venir en la segunda, a estrenarse en abril. Siguiendo algunos de los mayores aciertos del libro, la serie se marca dos majestuosas elipsis que eluden las sangrientas batallas y decide apostar por las reacciones de los personajes ante la magnitud que está tomando el conflicto. ¿Falta de medios? Es posible, pero resuelta con una elocuente elegancia.
Quizá Juego de Tronos no sea la serie definitiva, la cumbre televisiva que su omnipresente campaña de márketing nos ha querido presentar. Pero teniendo en cuenta la dificultad de condensar en diez capítulos de 55 minutos las ochocientas y pico páginas de la edición en rústica del libro original, el resultado es brillante. La serie no debe entenderse como un sustituto o resumen del texto, sobre todo para no privarse del genuino disfrute de devorar sus páginas, sino como una fiel traslación de un universo propio capaz de desbordar los límites de la pantalla televisiva. Para adentrarse en ella hay que vencer prejuicios de todo tipo y entiendo que pueda causar rechazo a priori, pero si los primeros compases de este violento ajedrez humano cautivan, el resto arrebata. Es una cuestión de abrir o no la puerta al placer de vivir, durante una temporada, en los luminosos interiores de Desembarco del Rey, los bosques nevados de Invernalia y las áridas tierras de Vaes Dothrak. Si el espectador decide dejarse llevar, podrá perderse para siempre en algún confín de los Siete Reinos, intentando desentrañar los destinos de un puñado de personajes inolvidables.
Totalmente de acuerdo.