La necesidad de un consejero cinematográfico

A próposito de El caballo de Turín

El cine constituye, en ocasiones, una experiencia desbordante. El flujo de imágenes, los mensajes contenidos, la intertextualidad, el impacto sensorial, pueden llegar a anegar los sentidos. En otras ocasiones es precisamente la falta de estos estímulos lo que determina un vacío vertiginoso que nos bloquea y obsesiona. Hay cintas cuya propuesta nos sobrepasa y otras cuyos fotogramas nos cautivan. En algunas, sin embargo, la falta de ideas y la escasa originalidad exacerban nuestro nivel crítico y nos pueden excitar negativamente. Tras experiencias tales, en positivo o en negativo, puede ser conveniente disponer de un crítico de cabecera… ¿Una idea estúpida? En absoluto. Tenemos enfermeras y médicos de cabecera, profesionales de referencia a los que entregamos nuestra salud y a los que contamos intimidades. Antes había curas y putas a los que confiar secretos. Actualmente todos ellos van siendo substituidos por la página abierta, cada vez más tentadora, de las redes sociales. Una opción casi infinita. Se dice que el papel lo aguanta todo. No se si es cierto pero si fuera así, podríamos decir que Internet aguanta más. No obstante, pese a la agilidad de la respuesta, pese a la posibilidad de contactar con amigos seleccionados o con grupos extensos, la Red no puede remplazar al confidente individual. Aquel que nos conoce, que sabe de nuestros gustos y que, a la vez, nos sirve de guía espiritual. Y, si convenimos que tal propuesta puede ser útil para temas sentimentales (sin duda los más importantes, aunque en realidad hablemos de sexo) o profesionales, hay que reconocer que también es necesario identificar nuestro consigliere cinematográfico. El guía espiritual nos puede orientar después de un exceso de entusiasmo ante obras discretas cuya propuesta nos toca de cerca por motivos personales. O, al contrario, puede suavizar los exabruptos en aquellas ocasiones en que las críticas de una obra nos hacían pensar en una obra maestra, nada menos, y tras el visionado de las cuales creemos haber visto un truño. Casos ambos dónde las hipérboles, los retruécanos y las interjecciones campan a sus anchas en todo comentario que se haga. Películas que recibirán una apreciación ciertamente sesgada a lo alto o que saldrán maltrechas de cualquier conversación. El consigliere nos puede citar referencias, dar orientaciones y permitirnos valoraciones más mesuradas. Evidentemente, no evitaría las ansias de quemar el cine que padecieron quienes vieron, por error, la penúltima obra de Brad Pitt sin saber quien es Terrence Malick. Ni tampoco conseguirá frenar el entusiasmo irrefrenable de un crítico obcecado en descubrir un nuevo autor o la obra de arte escondida. Sin embargo nos puede evitar disgustos con la familia, con otros comentaristas y con el mundo en general.

Me viene todo ello a la cabeza a raíz de El Caballo de Turin (A Torinoi Lo, B. Tarr, 2011). Una cinta parsimoniosa, nada sorprendente si conocemos otras obras de su autor, y diríase que ascética o, más bien, minimalista. Dos horas y media para describir, más que narrar, el fin del mundo. Un fin del mundo agónico, dónde la energía mayor se despliega en un incesante viento que barre la vida de la Tierra. Un mundo dominado por la mezquindad, según un personaje, en el cual los seres inteligentes, honestos y nobles han visto que su existencia no tiene sentido alguno y que por ello se han consumido. Una película rigurosa que no da concesión alguna al espectador, casi sin diálogos y con prácticamente tres escenarios: el interior de la granja dónde viven el padre y la hija protagonistas, el establo en el que el caballo decide renunciar a comer y el páramo que les envuelve, con un pozo que se secará anunciando el final, un árbol esquelético y una colina tras la cual se intuye un Más Allá desolado y desolador. La obra de Tarr, que pretende ser la última de su autor, resulta pues un durísimo testamento a un mundo que ignora a los débiles y que se consume a sí mismo de modo estéril. Es una última voluntad que esperemos no se cumpla pues la sola contemplación de la misma resulta agotadora. Un metraje, minimalista en cuanto a acción y parco en palabras, que transmite al espectador esta agonía, este final. Una obra que se sumaría a la reflexión coral sobre nuestro papel en este mundo y el propio papel de este mundo que hicieran también en el pasado año Melancolía (L. Von Trier), 4:44, last day on Earth (A.Ferrara), Perfect sense (D. Mackenzie), Le quatro volte (M. Frammartino, 2010) o El árbol de la vida (T. Malick). El caballo de Turin, a diferencia de todas ellas, reduce al mínimo la información y exige el máximo del espectador. Y llegado a este punto surgen las dudas. ¿Es una buena obra o es una obra de Béla Tarr? Es decir, ¿permite el apellido huir de la clasificación? ¿Puedo decir públicamente que he disfrutado más con Alex Payne y Clooney o con Clint y Leo que con el director húngaro y su visión del fin del mundo? ¿Puedo plantear “peros” a un director venerable o estoy obligado a venerarle? ¿Es preciso ser tan ascético, tan minimalista? ¿Puedo proclamar que Béla Tarr evita los fastos visuales o dramáticos de Von Trier o Malick y se acerca a lo popular como hacía Frammartino pero decir que su síntesis se limita a lo argumental sin reducir la duración de su propuesta como hacía el director italiano o el neoyorquino? En definitiva ¿Puedo decir con sinceridad que El caballo de Turín me ha gustado o estoy simplemente cumpliendo mi papel?. Y aquí el consigliere interviene para orientarme: «¿Te ha gustado intelectualmente pero no te ha emocionado?»… Tan simple como eso. El me conoce y sabe qué resorte pulsar. No, El caballo de Turín no funciona intelectualmente. La excusa del caballo de Nietzsche se desvanece ya en el primer plano y no hay material en las imágenes para revolver nuestra mente. Tarr no describe el enfrentamiento de lo Humano con el Infinito sino la extinción de lo Humano, tal vez la extinción de todo. Pero, a diferencia de los otros autores citados, evita lo emocional. Por ello El caballo de Turín, en contra de lo esperable, funciona sensorialmente. Su duración, el viento incesante y la música agobiante que inundan la banda sonora consiguen el efecto deseado en la oscuridad y el silencio final. Todo se acaba y Béla Tarr consigue transmitir de manera aplastante la sensación al espectador. Una sensación de desasosiego y tristeza infinita… «Así pues, Bela Tarr es un bromista, ¿no?», apostilla el consigliere, conocedor de las declaraciones del director húngaro en las que define esta obra como una comedia. Pues sí, por escondido que esté, hay que ver siempre el lado bueno de la vida. Con tanta coincidencia en nuestra cartelera (el año pasado teníamos El gato en París, El gato desaparece y El gato con botas), ahora tendremos Caballo de Batalla (War horse, S. Spielberg, 2011) y El caballo de Turín. Pobrecillos los que se equivoquen de sala. Necesitarán un buen consigliere.