Blancanieves (Mirror, Mirror)

¡Cómo cambia el cuento!

Si alguien se pensaba que ir a ver una película como Blancanieves (Mirror, Mirror) (Mirror, Mirror, Tarsem Singh, 2012) pudiera ser como dejarse arrastrar por la corriente de una alcantarilla, está muy equivocado. Y es que una vez que se supera el inicial estadio de estupefacción ante su propuesta —estéticamente tan barroca como delirante—, el espectador se va adentrando en un relato repleto de humor, ironía, sinceridad, rebeldía y sofisticación a partes iguales.

Empecemos diciendo que hay muchas formas de joder la inocencia de los cuentos clásicos. Están, por ejemplo, todas las teorías científicas —de la semiótica al psicoanálisis [1]— que hurgan en los aspectos complejos y ocultos de estos relatos, hincándoles sin pudor el bisturí hasta destapar los complejos que atenazan a una sociedad. Más recientemente encontramos además un formato como la pornografía, que ha llevado a su terreno todo lo imaginable —desde clásicos de Disney a series de animación infantil, como Los Picapiedra o Scooby Doo, pasando por los mencionados cuentos tradicionales—, mostrando explícitamente lo que en la infancia ni siquiera puede ser considerado como un presentimiento.

Este espíritu revisionista toma cada cierto tiempo un inusitado impulso en el cine. En pocos meses se han concitado en la gran pantalla relatos en los que, por su archiconocida dimensión, sus creadores han logrado darles la vuelta para afrontar los retos de nuestros días, fundamentalmente en lo que a la feminidad de sus protagonistas se refiere. Es el caso de la Alicia de Tim Burton —Alicia en el país de las maravillas (Alice in Wonderland, 2010)—, que toma las riendas de su destino frente a las imposiciones maritales de su pretendiente, proponiendo un insólito modelo de independencia en el seno de una sociedad victoriana poco propensa a tales sobresaltos. O también en la más reciente aproximación a Caperucita Roja —Caperucita Roja ¿A quién tienes miedo? (Red Riding Hood, Catherine Hardwicke, 2011)—, donde en la niña, transformada en una bien dotada adolescente, se despiertan sus instintos más primarios —pasados por la túrmix de la exitosa saga adolescente Crepúsculo.

Para esta nueva Blancanieves se ha optado por un eclecticismo radical, expuesto sin ningún complejo. En su puesta en escena se concitan elementos de lo más variopintos, desde referencias artísticas inconexas —las cúpulas rusas del palacio real o la Barcelona modernista, representada tanto en los cascos de los soldados, clonados de la azotea de La Pedrera, como en una fugaz vista de la claraboya del Palau de la Música— hasta ese despliegue de moda cortesana directamente sacada de cualquier video de Lady Gaga o de la Madonna más cyberpunk, pasando por diferentes ingredientes que tan pronto podrían salir de un cuadro surrealista como de la pista central del Circo del Sol. O, incluso, una sutil referencia a un film como El bosque (The Village, M. Night Shyamalan, 2004), y que no sólo tiene su gracia por estar realizado por un compatriota de Tarsem Singh, sino porque la capa amarilla que porta Blancanieves coincide con la mención de un monstruo en el bosque que focaliza el miedo de los aldeanos, los cuales quedan indefensos ante un control político, social y fiscal impuesto por el poder omnímodo que se ejerce desde el otro lado del lago.

Todo este ejercicio evidencia la pérdida de respeto hacia el original del que deriva y, a través de lo cual, desvía su mensaje hacia terrenos menos moralizantes, destruyendo la moraleja final y sustituyéndola por un cambio de roles más cercano a nuestra sociedad: Blancanieves (Lily Collins) ya no depende de la ayuda masculina para cerrar el relato, tomando ella misma la sartén por el mango y convirtiéndose en la heroína de la trama hasta procurar la salvación del reino. El concepto patriarcal queda así desmontado, puesto que la figura salvadora del príncipe aguerrido se ha transformado en la de un ser timorato e incapacitado, que se pasa más tiempo en paños menores que dasfaciendo entuertos, siendo salvado de la muerte en más de una ocasión por su amada. Los únicos que se salvan de la quema son, cómo no, los siete enanitos, convertidos en esta fábula en una especie de comando antisistema que se financia a través de su labor de salteadores de caminos. Como vemos, poco o nada que ver con la historia original, puesto que su rechazo al trabajo físico queda en más de una ocasión explicitado, prefiriendo la vida del fugitivo antes que la del minero explotado. Toda una declaración de principios de los difíciles tiempos que corren en relación a la lucha obrera, sin duda.

Pero quizás la medida más sorprendente es la de incluir elementos de la ya mencionada Alicia de Lewis Carroll, no sólo porque la reina interpretada por Julia Roberts está más cerca de su homóloga creada por el escritor británico que de la madrastra de los hermanos Grimm, sino porque su espejo se convierte en un instrumento de salto interdimensional, una plataforma de escape hacia un espacio turbador donde se encuentra consigo misma, dialogando sus reflejos unos con otros hasta desmontar al personaje, desnudando a la propia actriz. Y es que éste es el aspecto que, a poco que se piense, más atractivo despliega de toda la propuesta, puesto que en pocas ocasiones un intérprete se ha podido prestar a tal proceso desmitificador, teniendo en cuenta que en este caso se produce en la cima de su carrera.

No es difícil de suponer que, para Julia Roberts, el título de novia de América empieza a cansarle —por no decir que ni lo buscó y, posiblemente, jamás lo quiso—, y que el paso del tiempo amenaza con convertirla en la novia cadáver de América. Sus esfuerzos por cambiar de registro y reivindicarse más allá de esa faceta impuesta le habrán hecho reflexionar sobre la manera de librarse del encasillamiento romántico, encontrando en esta siniestra reina la manera más efectiva de llevarlo a cabo: frente a un espejo en el que se encuentra su propia imagen, la actriz coquetea con su dimensión de diva, restando importancia a unas pequeñas arrugas que comienzan con amenazar su reinado. La utilización de la magia negra para deshacerse de competidoras más jóvenes se resuelve como una duplicación de las imposiciones hollywoodienses, donde la lucha por el estrellato propone exigencias cercanas a lo mefistofélico: pactar con el diablo, con algún productor sin escrúpulos o, como en este caso, con su propia dimensión de reina de la gran pantalla. Poco importa la apariencia con la que el diablo se muestre.

Todo este espíritu iconoclasta se extiende por toda la película como un velo teñido de sarcasmo, recogiendo la escena final todo su significado: un baile que reproduce la pantomima, digno del Zatoichi (Zatôichi, 2003) de Takeshi Kitano, del Slumdog Millionaire (Id., 2008) de Danny Boyle, o de cualquier producción bollywoodiense que se precie. Una conclusión demasiado evidente. ¿Pero es que alguien se lo había tomado en serio?


[1] De entre los más completos y metódicos podría citarse Psicoanálisis de los cuentos de hadas (Grijalbo Mondadori, 1977), escrito por Bruno Bettelheim.