Los tíos que nos educaron
Muchas veces dedicamos nuestros logros vitales y profesionales a los seres que más queremos, destinando nuestros elogios a padres, amigos o parejas sentimentales por su paciencia, comprensión y apoyo incondicional. Pero de vez en cuando hemos de encontrar un momento en la vida para rendir cumplido homenaje a aquellos individuos que, sin haberlos conocido en persona, nos hicieron felices. Para varias generaciones éstos podrían William Hanna y Joseph Barbera.
Y es que, efectivamente, hay un componente generacional en la producción audiovisual de estos dos creadores. Si para una hornada de niños españoles —los nacidos durante los setenta— la irrupción de una gran parte de la factoría de cartoons H-B en las pantallas televisivas a lo largo de la década siguiente supuso un enorme incremento de referentes iconográficos audiovisuales, ¿qué no supondría para los niños norteamericanos que experimentaron el trauma de tener a un padre o a un hermano mayor en la trincheras europeas de la II Guerra Mundial? Porque, como en las grandes obras de corte bigger tan life —expresión ligada indefectiblemente al ideario norteamericano—, el tándem Hanna-Barbera aterrizó en el formato de los dibujos animados en el momento concreto y en el lugar ideal: la Metro-Goldwyn-Mayer de 1939. Estamos en los albores de los dibujos animados modernos, poco más de una década después del primer cortometraje sonoro de animación, Steamboat Willie (1928), de Walt Disney, y el poder de fascinación con el que se trataba de abducir al público infantil estaba aún en pañales —no digamos aún el poder de manipulación ideológica, como han tratado de demostrar los estudios de Ariel Dorfman y Armand Mattelart (Para leer al pato Donald. Comunicación de masa y colonialismo, Editorial Siglo XXI, Madrid, 1972) o Henry Giroux (El ratoncito feroz. Disney o el fin de la inocencia, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, Madrid, 2001).
En la MGM Hanna y Barbera comenzaron su trabajo juntos, el primero de los cuales sería Puss Gets the Boot (1940), donde aparecerían por primera vez dos de sus personajes más famosos, Tom y Jerry. Esta primera etapa, caracterizada como no podía ser de otra manera por la manufactura artesanal de la animación, concluyó al cerrar los estudios su departamento de animación en 1957, logrando el meritorio éxito de haber conseguido ocho premios Oscar por su trabajo a lo largo de estos 18 años. Sin embargo, Hanna y Barbera se habían cubierto bien las espaldas al haber fundado en 1944 junto a George Sydney su propia compañía, H-B Enterprises, donde pudieron continuar su trabajo de animación al contar con la práctica totalidad de la plantilla de animadores de la MGM, a quienes contrataron para su nuevo proyecto: el asalto a la televisión.
Este formato audiovisual no les era del todo desconocido. Durante su estancia en los estudios de la Metro ya habían compatibilizado su trabajo para la major hollywoodiense con otros proyectos más personales, como fueron algunos comerciales y, sobre todo, los créditos originales de la serie Te quiero, Lucy (I Love Lucy, 1951-1957). A partir de entonces, y ya como Hanna-Barbera Productions desde 1959, comenzó la más exitosa de sus etapas, configurándose como líderes en la producción de cartoons televisivos a través de lo que fue su mayor crítica y que a la postre se demostró que era su mayor mérito, pues sus limitadas técnicas de animación consiguieron abaratar los costes de producción, logrando hacer productos económicamente atractivos para las cadenas televisivas, incrementando así el número de series cuyos derechos se los disputaban los más importantes medios de comunicación. Frecuentes recursos fueron los primeros planos de personajes hablando —lo que evitaba tener que realizar fondos más detallados o incluir el movimiento de otros personajes— o accidentes en off —que eran insinuados a través de la banda sonora y de un frenético movimiento de la pantalla—, agilizando de esta manera tanto el tiempo de producción de cada episodio como su coste. Sin embargo, como contrapartida los estudios tuvieron que atender a tal demanda que los guiones se vieron seriamente dañados, volviéndose repetitivos o directamente monótonos en su acción, reprimiendo la creatividad de algunos de sus mejores colaboradores —como fue el caso de Joe Ruby y Ken Spears, quienes abandonaron la compañía en 1977 para formar la suya propia, allí donde pudieran realizar sus proyectos más personales sin los impedimentos que encontraban en H-B.
Las turbulentas relaciones con los directivos de la televisión a lo largo de los años setenta y ochenta debido al coste de los episodios, la guerra de audiencias, la competencia con otros estudios y la eclosión de series provenientes del mundo del merchandishing —la más señera sería He-Man y los masters del universo (He-Man and the Masters of the Universe, 1983-1985)— llevarían a la compañía madre de Hanna-Barbera, Taft Broadcasting, a la bancarrota, siendo adquirida por Turner Broadcasting. A partir de entonces comenzó un tortuoso viaje hacia el reciclaje empresarial y audiovisual, empezando por el nombre — H-B Productions Company en 1992, aunque al año siguiente tuvo que volver a rebautizarse como Hanna-Barbera Cartoons, Inc—, hasta que a mediados de la década de los noventa acabó integrándose en Cartoon Network. La mítica estrella, que desde 1979 zigzagueaba al final de cada uno de los episodios para insertarse en medio de los apellidos más míticos que haya dado la producción de dibujos animados, se despidió definitivamente con Las supernenas (The Powerpuff Girls, 1998-2005).
Sin embargo, nombrar algunas de las más reseñables de sus series nos retrotrae a la mayoría de nosotros a tiempos más felices, en los que la mayor de nuestras preocupaciones era la de que llegara por fin la hora de nuestros personajes preferidos: El Show de Huckleberry Hound (The Huckleberry Hound Show, 1958-1961) —de donde nacieron famosos spin-off como El oso Yogi (The Yogi Bear Show, 1961-1962) y Pixie y Dixie (Pixie, Dixie and Mr. Jinks, 1958-1961)—, Los Picapiedra (The Flintstones, 1960-1966), Don Gato (Top Cat, 1961-1962), El lagarto juancho (Wally Gator, 1962), Los Supersónicos (The Jetsons, 1962-1963), Maguila Gorila (Maguilla Gorilla, 1964-1968), La hormiga atómica (Atom Ant, 1965-1966), Los autos locos (Wacky Races, 1968-1970), ¿Scooby-Doo dónde estás? (Scooby-Doo, Where are You!, 1969-1970), Hong-Kong Fui (Hong Kong Phooey, 1974-1976), Los Pitufos (Smurfs, 1981-1990), Los Snorkels (Snorks, 1984-1988), etc.
Otros también fueron nuestros compañeros de niñez, como los creados por los estudios de Walter Lantz —El pájaro loco (Woody Woodpecker, 1941–1949 y 1951–1972), Terrytoons —Superratón (Mighty Mouse, 1955-1966)—, Warner Bros. —tanto dentro de Looney Tunes como de Merry Melodies, con toda esa ingente cantidad de míticos personajes: El Pato Lucas, Porky, Bugs Bunny, Elmer Gruñón, el Gallo Claudio, Marvin el Marciano, Pepé Le Pew, el Coyote y Correcaminos, Silvestre y Piolín, Sam Bigotes, Speedy Gonzales o el Demonio de Tasmania—… e incluso Walt Disney. Pero pocos como William Hanna y Joseph Barbera supieron entender tan bien a la infancia, despertando en cada uno de nosotros la ilusión por la fantasía de una forma tan sencilla.