Artista, a falta de un nombre mejor
Si sólo pudiésemos citar una obra del magnífico cineasta sueco Ernst Ingmar Bergman, es probable, seguro que jamás elegiríamos La hora del lobo (Vargtimenn, 1968) por encima de cintas como la atrevida Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1953), su clásico El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1956), la madura Fresas salvajes (Smultronstället, 1957), la fascinante Como en un espejo (Sasom i en spegel, 1961) o, desde luego, la espectacular e innovadora Persona (ídem, 1966).
Sin embargo, mucho, demasiado, casi todo se ha dicho de estas indiscutibles grandes obras del cine de todos los tiempos e injustamente poco, o quizá no tanto como mereciera, de esta película impecable, en cuanto a factura se refiere, y sobrecogedora, desde el punto de vista argumental y estético; con ella Bergman explora el arte y ensayo después de haber cultivado todas las formas de clasicismo (dirección lógica y necesaria, por más que muchos, en variados terrenos del arte, se empeñen en recorrer el camino en sentido inverso).
Desde el mismo instante que asistimos a la silenciosa (por otra parte la cinta entera se haya atravesada por un silencio que es elemento crucial del sonido y la narración) y espectral llegada en barca a la pequeña isla que sirve de escenario natural a la película del pintor Borg y su mujer Alma, sabemos que algo terrible sucederá, debe suceder necesariamente, como un macabro juego del destino del artista; y no sólo por las palabras iniciales a modo de introducción y confesión de Liv Ullmann, que con su rostro y su media sonrisa indescifrable es capaz de helar cualquier sangre (prueba de esto es su perfecta interpretación en la ya citada Persona).
La inocente intención del personaje interpretado por Max von Sydow de buscar retiro e inspiración para su pintura en esta extraña isla se verá truncada por sucesivas y misteriosas apariciones de personajes rayanos en la excentricidad y la locura, el canibalismo y la dipsomanía, el sadomasoquismo y una crueldad psicológica exasperante. Dentro de este amplio abanico de espectros, pues aunque su presencia física puede dejar cierto lugar a dudas lo cierto es que todos y cada uno de esos terroríficos personajes no dejan de ser recuerdos del pasado y sus morbosas proyecciones en el presente de la mente trastornada del pintor, las dos escenas más inquietantes son la lucha a muerte con el niño del acantilado, en la que Bergman pone lo mejor de sí, que en este caso es lo peor, lo más dañino; y la representación en el enigmático castillo de un fragmento musical de La flauta mágica (obra de referencia para el director sueco y que posteriormente versionaría) a cargo de unos títeres monstruosos por reales.
El paroxismo final se alcanza con el frustrado encuentro sexual entre el pintor Borg y su anterior esposa, que tiene tintes, para echar aún más leña al fuego, de necrofilia; pues las últimas escenas de La hora del lobo no dejan de ser un resumen que cierra y cuadra el círculo vicioso de paranoia, obsesión enfermiza, incomunicación, homosexualidad reprimida, tragedia, fracaso, angustia, crisis a todos los niveles y muerte que transita por toda la película. A fin de cuentas, en palabras del propio Bergman, la hora del lobo es “el momento entre la noche y la aurora cuando la mayoría de la gente muere, cuando el sueño es más profundo, cuando las pesadillas son más reales, cuando los insomnes se ven acosados por sus mayores temores, cuando los fantasmas y los demonios son más poderosos.”
Que este texto conmemorativo de una década de andadura sirva también de homenaje póstumo al recientemente fallecido (en concreto el día 25 de febrero de este año 2012) Erland Josephson, junto con el siempre sobresaliente Max von Sydow, uno de los actores fetiche de Bergman, reconocido director fetichista de actrices.