Madrid 1987

El fin de los sueños o historia de un polvo

Sobrevuela en este interesante filme de David Trueba una cierta idea de superioridad; el espectador, legítimamente, puede tener en algún momento la misma sensación hacia el director que la que en la película manifiesta Ángela (María Valverde) hacia Miguel (José Sacristán), es decir, la de estar recibiendo una lección moral e intelectual a cada minuto. Ocurre, por ejemplo, en algo tan concreto como los diálogos, que están construidos mayoritariamente como sentencias que sientan cátedra, queriendo ser siempre brillantes; parece que cada aseveración es el no va más de la construcción sintáctica por parte del guionista y, por supuesto, el súmmum de la trascendencia filosófica. Dicho esto —el principal problema del filme, que lo lastra lamentablemente desde el principio hasta el final—, hay que reconocer algunas de sus virtudes.

En primer lugar, la presentación de un personaje nihilista como el de Miguel —un prestigioso y popular articulista de vuelta de todo—, permite al guionista reflexionar desde el pasado sobre muchas cuestiones de la máxima actualidad. Quizá no lo eran tanto entonces —y esto abre una segunda crítica importante: ¿no está pensada la película desde parámetros contemporáneos que se aplican inadecuadamente a 1987?—, pero sin duda resultan útiles para sintetizar algunas de las reflexiones a las que obliga nuestro presente. Bajo esta perspectiva, Madrid 1987 es una película sobre el fin de los sueños. De los sueños con un sistema diferente («Antes podía morirse Franco, ahora incluso si matan al Papa, todo sigue igual, mientras abran los bancos…»); de los sueños sobre una utopía de izquierdas («Ahora los socialistas les han subido el sueldo [a los militares] y… tan contentos»); de los sueños sobre la lucha basada en la conciencia de clase («A los obreros lo que les gusta es verles las tetas a Norma Duval»); de los sueños sobre un país nuevo, fundamentado en principios diferentes («En este país ya ha pasado todo lo interesante. Hasta que no vuelvan a matarse los unos a los otros esto va a ser un bostezar de datos económicos y resultados electorales»); de los sueños sobre la utilidad de la política y la responsabilidad de los ciudadanos (Ángela: «La política real da asco, engañan a la gente»; Miguel: «¿Acaso tú crees que la gente quiere saber la verdad? Prefieren que los engañes»); de los sueños, en fin, sobre la propia vida («No olvides que la vida es el sabotaje perfecto de los sueños»). Y sí, algunos de los diálogos de la película son ciertamente brillantes.

En segundo lugar, encontramos ideas interesantes —más vagas, menos estructuradas— en torno a la creación, al éxito y a la relevancia del trabajo. Miguel le deja muy claro a la aparentemente inocente estudiante de periodismo que la clave del buen profesional es el trabajo («El secreto está en dejarse la vida en ello»), le transmite una cierta humildad bañada de cinismo («Solo un escritor totalmente sobrevalorado puede ganarse la vida con este oficio») y, sobre todo, trata de ponderar el valor supremo de la personalidad propia («Te sorprendería la cantidad de gente que aspira a ser completamente normal […] Hay que pelear  a dentelladas para no acabar siendo como alguno de ellos»).

El conjunto semántico de la película aboca, pues, a la ridiculización completa de una sociedad que no ha sabido escribir su propio destino y, por tanto, propiciar un sólido proyecto colectivo. Escenas como la de la admiradora que le pide un autógrafo a Miguel (ella sonríe y da las gracias a pesar del desprecio con que es tratada), o del joven que solo a cambio de dinero acepta ayudar a Miguel y Ángela (se han quedado encerrados en un cuarto de baño), hablan a las claras de una sociedad egoísta e idiotizada. No parece claro que el individualismo que se percibe en las dos generaciones reflejadas en la película sean la solución, pero tampoco parece claro que Trueba quiera aportar soluciones sino, más bien, radiografiar las heridas del pasado en el presente: una generación completamente desencantada que ha educado a otra que se encuentra ahora sin norte alguno.

Es de lamentar que una gran parte de la película se plantee en torno a la incógnita sobre si Miguel y Ángela acabarán follando, porque no solo distorsiona el sentido último de la multitud de ideas sugestivas que se plantean sino, sobre todo, porque abocan a la última media hora del filme a una inevitable languidez. Así las cosas, lo que podría haber sido una película contundente sobre el fin de los sueños, acaba por convertirse en la historia de un polvo. No hay habilidad suficiente para engarzar ambos argumentos, a no ser que se quiera caer en el artificio de ver en ello la fusión de dos generaciones superadas por la melancolía, o la falsa celebración erótica de una amargura crónica.

Lo cierto es que a pesar de todas estas vacilaciones, Madrid 1987 acaba dejando en el espectador la esencia de lo que quiere narrar. Y este es, sin duda, un éxito mayor. Quizá no lo consigue mediante una elaboración intelectual sólida —como el cineasta pretende— sino gracias a un conjunto de sensaciones, palabras, gestos e ideas aisladas que acaban convergiendo sobre un mismo horizonte. Si ese es el mayor logro de la película, su mayor fracaso es colocarse muy por debajo de sus pretensiones de trascendencia. Dicho de otro modo, el último filme de David Trueba parece querer contagiarnos de la melancolía propia de un país en vías de fracaso y ofrecernos un mapa ideológico que explique ese fracaso, pero solo consigue lo primero.

En el centro de esta película fallida pero sin duda interesante se encuentra el trabajo de dos actores que merecen un apunte propio. José Sacristán es perfecto para transmitir las sensaciones que la película pretende, entre la lucidez, el cinismo, el humor, la amargura y el desencantado nihilismo de una cierta izquierda española; su magnífica voz grave se convierte, además, en una especie de altavoz generador de mensajes con un eco más allá de los límites del filme, y en un elemento artístico que compensa en parte la falta de solidez intelectual del conjunto. María Valverde es una de las actrices más bellas del panorama español y, al mismo tiempo, una de las más prometedoras (tiene 25 años, aunque ya haya participado en 11 largometrajes, 3 cortometrajes, 4 obras de teatro, 2 spots y 1 videoclip), pero la mayoría de los cineastas —y Trueba no es una excepción— quedan atrapados en la exhibición de su belleza, sin atender suficientemente a su desaprovechada capacidad dramática; en Madrid 1987 funciona a la perfección como objeto del deseo erótico del protagonista, y sostiene con fuerza la réplica a uno de los actores más carismáticos del cine español, pero Trueba permite que sea una mera acompañante, atrapada en guiños a personajes interpretados por ella en otras películas.

En el fondo, lo que ocurre con el plantel interpretativo de Madrid 1987 es un reflejo exacto de la globalidad del filme, y es que el desequilibrio es su seña de identidad: quiere ofrecer una amplia reflexión ideológica pero finalmente solo logra un cierto impacto sentimental; cuenta con dos magníficos intérpretes pero sólo parece haber un actor y su objeto de deseo; y, en fin, pretende ser el relato del fin de los sueños, pero más parece constituirse en la historia de un polvo.