Dark Shadows

Estos son los condenados

1. Bienvenido a casa

Me encantan las historias que nunca terminan —decía David Lynch a propósito de Mulholland Drive (2001), no por azar, una reescritura del episodio piloto de una serie de televisión rechazado por la cadena estadounidense ABC—. El atractivo de hacer una historia sin fin es no saber hacia dónde va a ir. Cuanto más sé de ella, más me deprimo, porque me encanta perderme en el misterio y ver cómo las cosas se desarrollan a medida que van evolucionando» (Gabriel Lerman, “Entrevista a David Lynch: El argumento de Mulholland Drive es extremadamente lineal”, en Dirigido por…, nº 308, enero de 2002). Esta podría ser también, sin necesidad de recurrir a Omar Calabrese, Umberto Eco o David Thorburn, una de las razones de la tremenda popularidad del folletín televisivo Dark Shadows, emitido por la ABC (sic) de 1966 a 1971 en horario de sobremesa. Cierto es igualmente que constituye un viejo tema, pero aquí resulta insoslayable: su peculiar encanto, ese que fascinó a millones de espectadores en medio mundo a lo largo de 1225 episodios, proviene, precisamente, de ese misterio interminable que sitúa a Collinwood en una dimensión desconocida, fuera del espacio “real”.

De forma parecida al Drácula (1897) de Bram Stoker, Dark Shadows nació de un sueño del productor Dan Curtis en el que una joven viajaba en un tren para trabajar como institutriz en una vieja mansión familiar: «el tren se detenía en una pequeña ciudad  tenebrosa y solitaria. La joven se bajaba y empezaba a caminar. Finalmente, llegaba a un caserón lúgubre e inquietante. Cogía la enorme aldaba de latón y, con suavidad, llamaba tres veces a la puerta. Escuché el aullido de un perro, y, en ese momento, cuando la puerta se estaba abriendo, ¡me desperté!» (Jeff Thompson, The Television Horrors of Dan Curtis: Dark Shadows, The Night Stalker and Other Productions, 1966–2006, McFarland & Co., 2009). Así comenzaba también el episodio piloto de la serie, conducido por la huérfana Victoria Winters (Alexandra Isles). Durante los primeros meses de emisión, Dark Shadows fue exactamente eso, una soap opera que incluía determinados ingredientes de la literatura gótica al presentar las dobleces de una familia más disfuncional que maldita, los Collins de Collinsport, Maine, marcada por vagos secretos del pasado; curiosamente, el extrañamiento residía sobre todo en la apariencia contemporánea de los personajes —gozosamente groovy, en el caso de Carolyn Stoddard (Nancy Barrett)— que les separaba del ambiente gótico de la mansión, como si el serial transcurriese en dos registros temporales diferentes.

A primeros de 1967 la cancelación se adivinaba inminente, así que Curtis decidió potenciar el elemento sobrenatural e incorporó al vampiro Barnabas Collins (Jonathan Frid), quien, liberado de su ataúd por Willie Loomis (John Karlen), se presentaba en Collinwood como un primo lejano de Inglaterra. Comenzaba así la construcción del mito: «La idea era introducir un vampiro como figura furtiva, diabólica: un Drácula (…) Pero (Frid) comenzó a recibir todas esas cartas de fans y me di cuenta de que teníamos algo grande entre manos. Debíamos encontrar una manera de perpetuar al vampiro, ya no podía acabar con él». De este modo, la fascinación de la audiencia por el personaje dio origen a una estructura tan compleja como enloquecida que incluía la curación de Barnabas Collins de su vampirismo y la presentación del hombre-lobo Chris Jennings (Don Briscoe); un primer salto temporal a 1795 para explicar, a través de una Vickie sometida a hipnosis, el origen del vampirismo de Barnabas, debido a la malvada bruja Angelique (Lara Parker); a Barnabas, de nuevo un vampiro en 1897, tratando de ayudar al licántropo Quentin Collins (David Selby), cuya maldición se encuentra estrechamente relacionada con la de Jennings; unas entidades primordiales que poseen a Barnabas y otros miembros de la familia con el fin de volver a reinar sobre este mundo; el viaje del vampiro y la doctora Julia Hoffman (Grayson Hall) por una dimensión paralela de Collinwood; la presencia de ambos en el Collinwood devastado de 1995, en el que todos los Collins han muerto, a excepción de Quentin y Carolyn, que están de atar; o los esfuerzos de Barnabas, la doctora Hoffman y el profesor  Timothy Stokes (Thayer David) para derrotar a Judah Zachary (Michael Maguire), un poderoso brujo del siglo XIX que, en 1970, poseerá a Gerard Styles (Jim Storm), precipitando el desmoronamiento de Collinwood… Como se ve, la operación tiene algo, en el fondo, de conversión del relato en cómic; de creación de un universo no muy distinto al de Marvel o DC.

La introducción de Barnabas Collins supuso además un intento de modernizar, desde un punto de vista fílmico, el mito clásico del vampiro. Sin embargo, no deja de resultar curioso cómo Curtis y sus guionistas —Sam Hall y Gordon Russell, principalmente— optaron por articular una remodelación a partir del pastiche cinéfilo de varias producciones Universal de los años 30 —o, por decirlo de otro modo, del hábil ensamblaje de algunas de sus ideas y fragmentos narrativos o argumentales que hurtaron sin demasiada vergüenza; Curtis intentaría algo parecido con Curse of the Black Widow (aka Love Trap, 1977) y la ciencia-ficción USA de los 50, variante monster movies. El legado de Dark Shadows recicla y aglutina, sin falsa nostalgia ni ironía posmoderna, el Drácula de Stoker —Willie Loomis y el profesor Stokes son los equivalentes de Renfield y Van Helsing; en Sombras en la oscuridad (House of Dark Shadows, 1970), Carolyn, muerta y renacida como vampiresa, intenta atraer al pequeño David (David Henesy) como hacía Lucy con los niños en Hampstead Heath—, la versión cinematográfica de Tod Browning —Julia Hoffman descubre la verdadera naturaleza de Barnabas Collins al no verlo reflejado en un espejo de bolsillo— o la demencial La mansión de Drácula (House of Dracula, Erle C. Kenton, 1944) —la doctora Hoffman descubre que la maldición de Barnabas es, en realidad, una enfermedad de la sangre y somete al vampiro a un tratamiento químico para que recupere su humanidad—. Incluso el amor de Barnabas Collins por Maggie Evans (Kathryn Leigh Scott), en quien reconoce a su prometida Josette DuPres bajo una nueva envoltura carnal, parece reciclado de La momia (The Mummy, Karl Freund, 1932), si bien es cierto que esta revisitación contribuyó a popularizar la connotación romántica del vampiro como una criatura trágica que soporta la maldición de la inmortalidad, además de simbolizar un amor que trasciende el tiempo y la muerte —que retomarán, aunque de aquella manera, subproductos como El gran amor del conde Drácula (Javier Aguirre, 1972), o el Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992) impresionado por Coppola, sin ir más lejos—…

De hecho, Curtis recuperaría y desarrollaría esta situación en el telefilm Drácula (Dracula, 1974), surgido de la sugestiva colaboración con el escritor y guionista Richard Matheson. No deja de resultar significativo que en Dark Shadows esa persecución obsesiva del objeto amoroso ya se encontrase vinculada, en cierta manera, a la pérdida de empatía provocada por la lucha por la supervivencia y el aislamiento social. Porque este es, precisamente, uno de los temas fundamentales de la obra del autor de Soy leyenda (1954), y la base sobre la que, asimismo, ambos configurarían el famoso díptico protagonizado por el periodista Carl Kolchak —El vampiro de la noche (The Night Stalker, John Llewelyn Moxey, 1972) y El estrangulador de la noche (The Night Strangler, Dan Curtis, 1973)— e incluso Scream of the Wolf (1974), una escuálida variación de El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, Ernest B. Schoedsack & Irving Pichel, 1932) contrabandeada de film licantrópico; por añadidura, Matheson aportó a los mundos irreales, replegados sobre sí mismos, de Dan Curtis su personal visión del género, en la que lo sobrenatural irrumpe de forma violenta en nuestra cotidianidad: «Esa es mi idea de lo que deben ser las mejores historias fantásticas y/o de terror. Todo absolutamente realista, excepto por un pequeño elemento que introduces» (en Richard Matheson: El narrador, entrevista de Patrick McGilligan recogida en Backstory 3: Conversaciones con guionistas de los años 60, Plot Ediciones, Madrid, 2003)

En ese contexto, Dark Shadows puede verse como una especie de anticipo, de borrador, de los intereses de Curtis en el género; un ensayo de cara a proyectos más complejos. Como, sin ir más lejos, sus dos primeros largometrajes, el citado Sombras en la oscuridad y Una luz en la oscuridad (Night of Dark Shadows, 1971), en los que fijaría, en buena medida, su visión de lo fantástico.

2. Entre lo viejo y lo nuevo

Sombras en la oscuridad, es, en puridad de conceptos, una suerte de digest para la pantalla grande, algo así como el esqueleto del universo primigenio de Collinwood. No obstante, tal vez resulte apropiado verla como otra cosa: una nueva escenificación (el título original ya suena a secuela de sí misma) de ese «mundo sin fin», como dice Carolyn Stoddard en algún momento del film. Algo que, no por casualidad, define a la perfección la obra fantástica de Curtis, desarrollada sobre un juego constante de variaciones, de imágenes recurrentes, de remontaje de las situaciones: aquí, el hallazgo del cadáver de Carolyn se corresponde con el de Lucy (Fiona Lewis) en Drácula, del mismo modo que en ambas películas la melodía de una caja de música liga al vampiro con el recuerdo de su prometida muerta; en Trilogía del terror (Trilogy of Terror II, 1996) —a pesar del engañoso título español, una tardía continuación de Los enigmas de Karen (Trilogy of Terror, 1975)—, los episodios Bobby y He Who Kills son, respectivamente, una nueva versión del sketch del mismo título de Muerte de noche (Dead of Night, 1977) y la secuela de Amelia, incluido en la primera entrega; la penúltima versión de Dark Shadows, conocida en España como Vampiros (1991), reproduce descaradamente algunos de los rasgos más apreciables de Sombras en la oscuridad (por ejemplo, el regreso de Barnabas a Collinwood, también visualizado en cámara subjetiva)…

En efecto, la película apunta, como el serial, hacia lo nuevo mediante lo viejo. Pero, entonces, ¿dónde se gesta la evolución, la visión renovadora? Pues bien, en el contraste que se establece entre esa herencia gótica —que Curtis no duda en tensar hasta pervertir ciertos arquetipos— y su configuración visual y narrativa; algo que supondrá un verdadero paso adelante respecto a lo ensayado en las adaptaciones cinematográficas de Poe realizadas por Roger Corman o las últimas películas británicas de Hammer Films. Como ya señalaba Antonio José Navarro a propósito de Count Yorga, Vampire (Bob Kelljan, 1970): «Ciertamente, la amenaza de un vampiro que se alimenta de sangre humana, en la Norteamérica real de inicios de los setenta, parecía ridícula si la comparamos con la llamada crisis urbana provocada por el repunte de la delincuencia común, con la guerra de Vietnam y sus atrocidades, o con las actividades de un serial killer como Zodiac, quien mató impunemente a cinco personas e hirió de gravedad a otras dos entre 1968 y 1969. Sin olvidarnos, por supuesto, del pavoroso descrédito en el que cayeron la contracultura hippie, las filosofías místicas y orientalistas, el pacifismo y el flower power, desde que el 8 de agosto de 1969 Charles Manson y sus acólitos (Charles Watson, Patricia Krenwinkel y Susan Atkins) penetraron en la casa de Roman Polanski y asesinaron salvajemente a su esposa, la actriz Sharon Tate, y a todos sus invitados» —crítica del film en American Gothic. El cine de terror USA (1968–1980), VV.AA. (Coord. Antonio José Navarro), Donostia Kultura/Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián, 2007. Esa es la reflexión que el cine de terror USA de la época llevará hasta sus últimas consecuencias. Y el resultado será el desarrollo de un turbulento lenguaje expresivo que adopta nuevas formas visuales y narrativas, extraídas directamente de la televisión: es la fisura definitiva de Lo Pop. Pero vayamos por partes.

«No hay imágenes bellas, sólo imágenes útiles», decía Roberto Rossellini, me temo que con otra intención. Algún día habrá de valorarse en su justa medida la importancia de algunas de esas opciones estéticas, generalmente consideradas como rémoras del peor cine comercial del momento, en la evolución del género y, concretamente, del llamado American Gothic. No permitamos que los árboles nos oculten el bosque: este surgió marcado por la violencia de la guerra de Vietnam y su representación televisiva —«Por primera vez en la historia de la guerra occidental, millones de padres, parientes y amigos podrían ver en directo, y desde la seguridad de sus hogares, cómo combatían los soldados. Las imágenes de los heridos y los muertos se emitían por televisión con todo lujo de detalles truculentos y en color»: Victor Davis Hanson, en Matanza y cultura. Batallas decisivas en el auge de la civilización occidental, Turner Publicaciones/Fondo de Cultura Económica de México, Madrid-México D.F., 2004—, como evidencia La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, George A. Romero, 1968), que ya apostaba por el horror realista. Ello vino acompañado, además, por una especie de relevo generacional en el que intervino decididamente una serie de realizadores despiertos, profesionalmente formados —o refugiados— en la pequeña pantalla; una «generación de la televisión» apócrifa y quizá no muy brillante pero mucho más caótica y dislocada, integrada por competentes artesanos, narradores más o menos habilidosos como Paul Wendkos —cf. Fear No Evil (1969)—, Ted Post —Night Slaves (1970)—, Walter Grauman —Crowhaven Farm (1970)—, John Llewellyn Moxey —La casa que nunca muere (The House That Would Not Die, 1970), La presencia del diablo (A Taste of Evil, 1971)—, Curtis Harrington —How Awful About Allan (1970), The Cat Creature (1973)—, John Newland —Don’t Be Afraid of the Dark (1973)—, Gordon Hessler —Scream, Pretty Peggy (1973), The Strange Possession of Mrs. Oliver (1973)—, David Lowell Rich —The Horror at 37.000 Feet (1973), Satan’s School for Girls (1973)—, Buzz Kulik —Bad Ronald (1974)—…, o el propio Curtis, entre otros. Este caldo de cultivo, en fin, se materializó en un extraño, desasosegante hiperrealismo, en el que el uso del zoom y los objetivos deformantes, el ralentí, las panorámicas circulares, los juegos de enfoque/desenfoque y las angulaciones extremas o rebuscadas identificarían las rugosidades de una forma llevada hasta sus propios límites con una suerte de espejo deformado, grotesco, de su entorno. Y lo que queda, voluntad aparte, es una implacable radiografía de la época en que se realizó ese cine, cuyas imágenes se revelan transmisoras de un terror casi sensorial, igual gráfico, morbosamente obsesionado por el detalle, que alucinatorio…

Construida en torno a esa clarividente (re)mezcla de realismo y manierismo, Sombras en la oscuridad comienza ya sobre materia, con los nombres del equipo impresionados durante las primeras secuencias (Willie asusta a Maggie, es despedido por Roger y prosigue la búsqueda de las joyas desaparecidas hasta dar con el féretro encadenado de Barnabas), como si  los personajes, al igual que el espectador, supieran ya de la existencia de la telenovela original. Semejante planteamiento autorreferencial da lugar a una narración episódica y aparentemente deslavazada que captura, como un retrato de familia, la esencia del mundo hermético de los Collins. Atrapados entre el recuerdo y la recreación —véase la fiesta en la que visten las ropas de sus antepasados—, el tiempo parece haberse detenido en Collinwood. Más aún: fuera de su geografía derruida, de su ambiente claustrofóbico e irrespirable, no resta nada. Es este alejamiento de la realidad lo que determina su actual decadencia y será, precisamente, el legado de la tradición, encarnada en un distinguido vampiro WASP, el que provoque su propio derrumbe. Por ello, no es casual que Curtis refleje el desmoronamiento de ese universo irreal a través de un aberrante ritual incestuoso en el que los miembros del clan terminan perdiendo su orgullosa identidad: la imagen de una clase social devorándose a sí misma. Sombras en la oscuridad es una película pensada antes pero que encuentra su forma definitiva en los márgenes del American Gothic.

3. Retorno a Collinwood

Tras el pelotazo internacional de Sombras en la oscuridad, Curtis procedió raudo y veloz a marcar el siguiente jalón de la serie. Curiosamente —o no—, Una luz en la oscuridad es antes una nueva reescritura, una suerte de variación que propone la enésima redefinición del serial, que una secuela propiamente dicha: en esa transformación y reordenación de determinados elementos, el pintor Quentin Collins (nada que ver con el licántropo familiar pese a estar encarnado por el mismo actor, David Selby) se instala en Collinwood junto con su novia Tracy (Kate Jackson). En el estudio de su antepasado Charles, con quien guarda un sorprendente parecido, Quentin descubre un viejo lienzo que muestra a una bella joven. El ama de llaves, Carlotta Drake (Grayson Hall, es decir, la antigua doctora Hoffman), evoca una historia turbadora: la mujer del cuadro es en realidad Angelique Collins (Lara Parker), acusada de brujería y ahorcada públicamente en 1810, y asegura que su fantasma sigue rondando por los pasillos de Collinwood. Curiosamente, Quentin tiene la extraña impresión de conocer la vieja mansión, y muy pronto comienza a experimentar, como medio dormido, «recuerdos reales de una vida anterior. Nosotros somos especiales. No sólo hemos vivido anteriormente, sino que tenemos la suerte de recordarlo»…

El film, que remite tanto a La máscara del demonio (La maschera del demonio, Mario Bava, 1960) como a El palacio de los espíritus (The Haunted Palace, Roger Corman, 1963) —y anticipa abundantes elementos  (cf. la idea de la mansión viviente que posee a sus habitantes, las alucinaciones y visiones pesadillescas del protagonista…) de The Invasion of Carol Enders (Burt Brinckerhoff, 1973), producida y parcialmente realizada por Curtis, y, sobre todo, Pesadilla diabólica (Burnt Offerings, 1976), a partir de la novela de Robert Marasco—, es, hasta cierto punto, la contrapartida de Sombras en la oscuridad. ¿O acaso este avieso cuento de fantasmas y posesiones no habla, en el fondo, de una juventud asediada obsesivamente por un pasado siniestro que no tiene más destino que él mismo? Y lo hace a partir de una provechosa reevalución del imaginario gótico: el amor desligado del tiempo y la muerte, el caserón sombrío y amenazador, el presente carcomido por el pasado…, y el motivo del retrato: Una luz en la oscuridad exhibe los temas de la mirada y la representación, el doble y el espejo, proyectando su reflejo hacia el futuro. De alguna manera, todo el film parece una premonición, como  si sus responsables hubieran presentido el trasvase, el desdoblamiento de una generación que poco más tarde mimetizaría la agitación reaccionaria que llevó a Ronald Reagan a la presidencia en 1980, algo que, sin abandonar el género, reflejaron títulos como Destello azul (Blue Sunshine, Jeff Lieberman, 1979) o esa escena reveladora de Poltergeist. Fenómenos extraños (Poltergeist, Tobe Hooper, 1982) en la que Diane Freeling (JoBeth Williams) se lía un canuto mientras su marido Steve (Craig T. Nelson) lee Reagan: The Man, the President

En ese sentido, el trabajo de Curtis traza abundantes relaciones visuales entre personajes, objetos y escenarios que ponen de manifiesto la frágil frontera que separa el sueño de la vigilia, la realidad de la imaginación, los vivos de los muertos: no hay más que ver esa pesadilla de Quentin, filmada con flou, en la que, poseído por Charles, trata de estrangular a Gerard (James Storm), al que ve como Gabriel Collins (Christopher Pennock), hasta que, de repente, Tracy irrumpe en el sueño –que es realidad aunque el flou sigue allí, adulterándola– y logra impedirlo… Con tal propósito, Curtis encara el relato, que se beneficia de una construcción dramática aparentemente más convencional que la de Sombras en la oscuridad (esta vez las secuencias iniciales pagan el peaje mínimo y preciso en la presentación de los personajes), a través de la subjetividad del protagonista, aun cuando, como ya sucedía en El palacio de los espíritus, se produzca un progresivo desplazamiento del punto de vista hacia Tracy o Alex Jenkins (John Karlen). Al igual que tantas películas de Curtis, Una luz en la oscuridad habla de la obsesión de forma directa, pero aquí se traslada a la propia forma narrativa, transformando los paisajes, las estancias, los rincones y corredores de Collinwood en un espacio único en el que no existen las separaciones, las fronteras, convertido todo él en territorio de lo inexplicable. Por ello Una luz en la oscuridad respira un aire fatalista y sin remisión: la posesión se consuma sin que nada ni nadie pueda evitarlo.

Cineasta seriado en permanente reescritura de su obra, Dan Curtis regresaría a Collinwood en 1991: emitida en prime time, Vampiros retoma, con ciertas variaciones (como, por ejemplo, determinados ecos New Age muy de la época), el vaciado de Sombras en la oscuridad, combinándolo con la amenaza de un fantasma del pasado, Angelique Bouchard. Esta nueva versión debe una parte importante de su carga emocional al trabajo del malogrado Ben Cross como Barnabas Collins, al que secundan los míticos Barbara Steele, Roy Thinnes y Jean Simmons, Jim Fyfe, Joanna Going, Ely Pouget, Lysette Anthony y un jovencísimo Joseph Gordon-Levitt; sin embargo, la NBC cancelaría la serie tras doce episodios. Abortada Vampiros, no sería hasta 2005 que Curtis se animó a poner en marcha un nuevo piloto realizado por P.J. Hogan; pero, insatisfecho con el trabajo de restauración, nunca fue emitido y únicamente se ha visto en convenciones como el Dark Shadows Festival. Curtis fallecería al año siguiente, pero su legado, como él mismo se encargó de demostrar en tantas ocasiones y la relectura de Tim Burton y Seth Grahame-Smith pone de manifiesto, es de esos que pasan los años y nunca mueren. A fin de cuentas, como el Brigadoon de Minelli, Collinwood sólo permanece para quien quiera verlo.